CAPITULO LXII
Estás seguro de que Angulo acudirá á la cita:
—Así lo creo.
—¿Y que es inevitable sean sorprendidos por el burlado amante?
—A no dudarlo. Arias vió el aviso, y como le llamara la atención el laconismo de él y el efecto que produjo en nuestro implacable enemigo, le interpeló, dando lugar con su fingido interés, á nuevas confidencias que, como sabéis, habíanse interrumpido desde hace algún tiempo, burlando la habilidad de Arias.
—Los de nuestra raza son recelosos, y quién sabe quién sabe á qué sospecha habrán obedecido sus desconfianzas. Hay que evitar un lance ó por lo menos que en él no pierda la vida D. Cristóbal... Me interesa demasiado. Ya lo sabes, Lorenzo.
—Seréis obedecido.
—Ampudia y Ehcatl te acompañarán... Sin embargo no puede preverse lo que sucederá... ¿Y Gaspar? Su paciencia pudiera perjudicarnos... Haber desobedecido mis órdenes... Por fin mi venganza será lenta; pero terrible... Entre ese hombre y yo es un duelo á muerte. Quiero desgarrarle el corazón; herirle poco á poco, y matarle por sus propios vicios. ¡Pobre Xihuitl,.pobre víctima!
Esta palabra acusaba amor, admiración, gratitud, intensa ternura, y tales eran también los sentimientos que en el rostro de D. Juan se reflejaban.
—¿Pascual no nos hará traición?-preguntó al cabo de unos minutos de silencio.
—¿Por qué lo decís, señor. Todos en la casa de don Cristóbal están á vuestras órdenes.
—Sí, pero Juana es novia del muchacho y muy fiel para Beatriz.
—Pascual ha pasado obedeceros, al obedecer á Gaspar, por eso correspondió á las preguntas de Arias sin ocultar nada.
—Vigilad siempre.
—Vigilo más de lo que vos mismo recomendáis. Cuando advertí que Gaspar había descubierto la casa de Beatriz os avisé...
—Sí, pero quise impedir que su presencia fuera un nuevo terror para ese hombre... Es hora. ¿Pascual está prevenido?
—Sí, señor. Encontraremos el postigo abierto, y casualmente D. Cristóbal, para favorecer su plan, ha ordenado que no haya luz en los patios, y ya estará de acecho en el jardín.
—Pero Angulo entra por la puertecilla á espaldas de la casa y frontera á las tapias del convento. Supongo la dejará entornada, y por ella será más fácil.
.-Como gustéis.
La distancia desde la casa de D. Juan á la de Beatriz no era muy larga; pero creyeron preciso hacer un rodeo, á fin de entrar por la callejuela desierta á la sazón, y á tan buen tiempo, que hubieron de acortar el paso para no ser oídos por Angulo y hacerse sospechosos.
El teniente de Nuño de Guzmán llegó á la puertecilla y con los nudillos dió un golpe.
La puerta se abrió y Juana dijo en voz muy queda.
—A la glorieta, señor. Voy á dar aviso.
La puerta no quedó cerrada, sino encajada, y poco después se abrió de nuevo y cautelosamente penetraron por ella tres bultos y se deslizaron por entre los árboles mientras Juana llegaba sin aliento al tocador.
—Ya espera, señora.
—Ven conmigo: quedarás cerca y al cuidado. No te duermas y si algo oyeras avisa.
Y sin que sus pies hicieran ruido atravesaron el corredor, el patio y salieron al jardín.
Palpitábale á Beatriz el corazón con violencia, y en aquel momento, recordando el dicho de Juana, sintió profundo terror, pareciéndole que entre aquellos arbustos había ojos que la observaban y fantasmas que de improviso se opondrían á su paso.
Tal era su turbación, que á la entrada de la glorieta se detuvo y se enjugó el sudor frío que corría por su frente y mejillas.
—¿Qué teméis?-le preguntó Angulo estrechando su mano helada y húmeda.
—Me parece haber oído rumores...
—Es el viento que zumba entre el ramaje... Venid; ¿tembláis?...
—Tengo miedo.
Y amedrentada se dejó conducir á un banco rústico.
—¡Beatriz, adorada mía!-exclamó Angulo,-¿ qué peligro os amenaza? Vuestra carta me llenó de inquietud... Hablad sin temor. Soy vuestro esclavo y os defenderé contra todo.
—Mi marido quiere sepultarme en un lugar lejano. ¡Ah, soy muy desgraciada!... me asusta el alejarme de aquí, me espanta el verme sola con mi marido... ¡ Dios mío, Dios mío, cuando se pone el pié en una senda torcida no es posible retroceder, sino llegar hasta el abismo.
Angulo estaba sorprendido por las palabras de Beatriz, y aunque la glorieta, cubierta de ramaje, no permitía distinguir su semblante, por la entonación adivinó la amargura que sentía y algo de fatal y misterioso, que aumentó su interés, por aquello de que hay caracteres que se empeñan más y más con las dificultades.
—Vuestra voluntad es mi ley, Beatriz, y os juro que D. Cristóbal para arrebataros de aquí habría de pasar sobre mi cadáver. ¿Queréis huir y que yo os guarde en donde no pueda encontraros?
—¡Huir!-contestó con voz opaca la joven.-¡Huir otra vez!
—No os entiendo, tampoco puedo comprender el por qué de ese viaje.
—Mi marido está arruinado... le buscarán mañana sus acreedores y no quiere que le encuentren...
—¡Arruinado!-exclamó Angulo;-pero eso favorece nuestro cariño, ¡oh, Beatriz de mi alma! me habéis hechizado inspirándome un amor exclusivo, un amor de adolescente, un amor grande, imperioso, y que será la dicha ó desventura de mi vida!
—¡Estoy maldita!-pensó Beatriz,-condenada á inspirar grandes pasiones, que llevan hasta el crimen, sin sentirlas yo, porque no amo tampoco á ese hombre... siempre lo mismo.
—¡Calláis, alma mía!... Resolved y obedeceré: sois mi destino.
—Ese hombre me aterra y su amor me repugna... es un Satanás que al espantarme con sus caricias de tigre, me hastía. ¡Oh! el olvido de mi fe jurada me persigue y me castiga... No podéis comprender; para esto fuera preciso poneros al corriente de una historia lúgubre manchada con sangre...
—¡Siempre misterios en vos! No tenéis confianza en mí, puesto que me recatáis secretos.
—Sí, sí; más tarde, más tarde. Ahora sólo tendremos tiempo para combinar lo que mejor conviene... Ya llegará el día en que desaparezcan para vos las nubes que empañan mi vida... Si mi pobre padre viviera... Su muerte fue la causa; el verme sola y tan niña...
El brillo de los ojos de Beatriz era tan fuerte, que á pesar de la oscuridad, embriagaba al marido de Margarita, le abrasaba.
Aquel foco luminoso, ardiente tenía algo de sobrenatural; los suspiros de aquella boca hechicera le producían vértigo, y en aquel instante encontrábase Angulo dispuesto á exponer su vida por el amor de aquella mujer.
—Mañana seréis libre. Mañana os conduciré á donde no pueda encontraros ese hombre á quien odio porque os atormenta.
—¿Pero mañana es el día en que debemos partir?
—Sí, pero conmigo; os ocultaré en lugar seguro, y después nos iremos á Francia, á España...
—No, no; á España no,-exclamó Beatriz espantada. —Pues á Italia... viajaremos.
Angulo pensaba en aquel instante que de ese modo escaparía á la presión de Hernando, cada vez más fuerte; y á su voluntad de hierro, que era de día en día más incontrastable y exigente.
—¡Salvadme!-continuó Beatriz,-salvadme de ese yugo que me es insoportable.
—Al amaros, ese hombre es mi enemigo; confiad en mí. A las ocho del nuevo día id á la iglesia del convento. Allí me encontraréis.
—¡Vive Dios, infames! Estas palabras se confundieron con un tiro, y Angulo cayó mortalmente herido por la espalda, exclamando:
—¡Soy muerto!
Al mismo tiempo se oía otro disparo.
Era del pedreñal de D. Cristóbal. La bala pasó rozando los cabellos de Beatriz y fue á enterrarse en el hombro derecho de Gaspar, que, emboscado detrás de la glorieta, espiaba el momento propicio para herir á D. Cristóbal. A la voz de éste había hecho fuego, pero la bala desviada por el ramaje, descendió, causando la muerte á Angulo, así como la rabia del indígena hizo que su mano temblara al disparar el pedreñal y que hiriera al antiguo amante de Beatriz.
Todo fue instantáneo. Después oyéronse pasos precipitados que se acercaban. Rumores en la casa. Voces de criados que acudían con luces.
D. Cristóbal se lanzó por entre los árboles.
—¡Se escapa’.-exclamó un hombre con voz imperativa.
Al escucharla sintió t>. Cristóbal que sus cabellos se erizaban de terror indescribible, y el miedo le dió alas; llegó á la cerca, trepó con ligereza á un árbol, saltó, se descolgó á la calle, y siguió corriendo, á pesar de que no era perseguido, porque algunos le buscaban en la casa y en el jardín, mientras otros habían entrado en la glorieta.
El cadáver de Angulo yacía en el suelo y D.‘ Beatriz estaba á su lado sin sentido, en un charco de sangre que por la ancha herida del teniente de Nuño de Guzmán brotaba.
El resplandor de las luces la hizo volver en su acuerdo, y sus espantados ojos se fijaron en D. Juan.
Le veía por primera vez. Jamás en España le había conocido.
Al verse empapada en sangre, lanzó un grito angustioso, vibrante, terrible; quiso levantarse-y no pudo, y mirando á D. Juan con ansia, fascinada, suplicante, volvió á dejar caer la cabeza y cerró los ojos.
—Pronto, sacadla de aquí,-ordenó D. Juan.-A tu casa, Ehcatl. Se ha desmayado otra vez.
Lorenzo se acercó, la levantó, la cargó entre sus brazos, y cruzando el jardín salió por la puertecilla seguido por Juana, que sin aguardar orden de nadie, iba tras de su señora.
Las calles estaban desiertas.
Entre tanto ocupábase D. Juan de otros detalles.
—Este cadáver,-dijo,-conducidlo á la casa; será necesario avisar á Margarita. Pero no; sacadlo a la calle y mañana creerán que ha muerto en duelo con Cristóbal... vale más así. Todo México sabía que entre ellos mediaban celos.
Un gemido llamó la atención de todos.
—¿Será D. Cristóbal?
—Veamos, Ampudia, veamos, porque esta noche los acontecimientos han ido más allá de donde podíamos figurarnos.
Guiados por los quejidos, llegaron á donde estaba Gaspar.
—¡Tú!-exclamó D. Juan,-'¿y estás herido? no comprendo...
—Ya os explicaré...
—La falta de cumplimiento á mis órdenes ha dado estos resultados... Sin que corriera sangre hubieras alcanzado Ja venganza que yo preparaba... Ya no hay remedio... A casa, á casa con él.
La palidez del rostro, el círculo amoratado de los ojos y lo hundido de éstos daban otro aspecto á Gaspar. Ampudia le contemplaba, como luchando con una idea.
Entre Pascual y un criado alzaron al herido y se pusieron en marcha.
—Vosotros,-dijo D. Juan á los indígenas que componían Ja servidumbre de D. Cristóbal,-podéis quedar á mi servicio. Sobre lo que ha pasado aquí debe guardarse silencio. Cerremos la puertecilla del jardín y salgamos por el postigo.
Todos obedecieron.
Faltaba entre los criados el anciano indígena, que de largos años acompañaba á D. Cristóbal. Acudía al lugar del suceso con los demás cuando vió la huida de su amo. Le era imposible seguirle. Negábanse ya sus piernas faltas de agilidad, pero oculto entre los árboles fue testigo de todo, y con espantados ojos se fijó en D. Juan, y reconoció á Gaspar.
—Dos fantasmas,-dijo,-¿serán vivientes ó vienen del otro mundo á pedir estrecha cuenta á mi amo? Le reconozco, aunque haya pasado largo tiempo. Yo le vi pendiente de aquel árbol... No, no; no iré con los demás... me quedaré aquí... me esconderé... qué noche, dioses, qué noche... Siempre decía yo que esa mujer era la perdición de esta casa...
Cuculli se deslizó sin ruido, entró por los corredores, y entonces con rapidez llegó al camarín de Beatriz, y apoderándose de un cofrecillo que sobre una mesa estaba, salió por el tocador á tiempo que las voces y las pisadas de varias personas le anunciaron que todos, conduciendo á Gaspar, se dirigían á la salida principal.
Se encogió, se hizo un ovillo temiendo que al pasar le denunciaran las luces, y vió desfilar, estremeciéndose y temblando de miedo, á los criados que llevaban á Gaspar, á los otros que alumbraban, y por último á Ehcatl, Ampudia y D. Juan.
Nadie reparó en Cuculli, y éste sintió ensanchársele el pecho cuando, asomando con precaución la cabeza, vió desaparecer á todos por el postigo y que éste se cerró tras ellos.
Con toda la rapidez que sus años le permitían, fue al cuarto de D. Cristóbal. Por la ventana abierta siguió con la vista á los que se alejaban, y sólo cuando volvieron la esquina de la calle, estuvo satisfecho.
—En dónde se habrá refugiado mi amo,-murmuró el fiel indio.-Esta cajita ha de servirle de mucho, y quién sabe... quién sabe, si al recordarla volverá. Conoce el camino... De noche puede trepar por la cerca... Vigilaré.
Poco después la calle estaba silenciosa; ni los disparos, el tumulto ni las voces habían interrumpido la tranquilidad pública, porque la casa hallábase muy aislada y fuera del centro.
Angulo, tendido en la callejuela, había acabado inesperadamente su carrera y recibido el castigo por la muerte de Caltzontzi, á la que contribuyó con sus consejos.