CAPÍTULO XLIX

LA CASA DE LA BARRANCA

Había en el cortijo de Gavilán un indio que de muchos años le servía y que le era muy leal. El, púnicamente él, no ignoraba en donde pudiera encontrarse, por lo que, ágil como si no le pesaran los años á pesar de que pasaba de los cincuenta, emprendió el camino ganando algunas horas sobre Cortés, necesarias para su proyecto.

Cruzó campos, subió por encrespadas sendas, salvó largas distancias sin detenerse hasta llegar á la barranca de Atzcapotzalco, en donde estaba la casa de Gavilán, y con recios golpes le despertó, pues que aun no amanecía.

D. Cristóbal hallábase en México y era muy de tarde en tarde cuando iba á visitar á la infeliz prisionera.

Desde hacía algunas semanas, acontecimientos de gran magnitud le preocupaban demasiado, pues que de ellos estaba pendiente su porvenir.

Abriose la puerta y el fiel criado se precipitó en la casa, jadeante, agitadísimo y temiendo que el tiempo fuera corto, salieron á borbotones las palabras de su boca, espantando á Espino y á Pascualilla.

—Vamos á ver; explícate con más calma, porque de todo lo que has dicho no he podido sacar gran cosa en limpio. Hablas tanto y tan deprisa que no es fácil comprenderte. ¿Dices que registraron mi casa?

—Sí, patrón. Su señoría el marqués del Valle en persona. No dejaron él y los suyos rincón que no vieran: subieron y bajaron por todas partes.

—¿Y preguntaron?

—A todos.

—Pero tú sólo sabías la verdad.

—Así es; pero bien guardado está el secreto. Ya lo sabéis.

—Ya sé que eres fiel y te lo agradezco.

—Ya veis, patrón, que por vos desobedezco al señor porque lo es de todos nosotros,-añadió con sencillez el indio.

—No mío; mi cortijo fue comprado anteriormente, y Cortés no me exigió se le devolviera, sino que le pagara una contribución por año. ¿De modo que no sabes si piensan en buscarme?

—Desconfiad, porque temo que así sea y por eso he venido. Al marchar se llevaron al Chaparro, y María la loca les siguió también.

La sangre agolpose al rostro de Pascuala y exclamó asustada:

—¡El Chaparro, que nos odia, Santísima Virgen!...

—Y bien, ¿qué?-dijo rudamente Gavilán;-él no sabe nada, ni podrá decir donde me hallo.

—Dispensadme, patrón: creo que algo podrá hablar. Siempre fue amigo de escuchar y me parece á mí que, olfateando como los perros, y por palabras de aquí ó de allá, ha podido enterarse.

—¿Por qué dices eso?

—Después de hablar con vos la última vez, precisamente cuando me habéis dicho que aquí os buscara si algo acontecía, al entrar del zaguán me di de manos á boca con él, y ni duda tengo que escuchaba.

—Pues á Roma por todo y preparémonos. En mi casa no han encontrado nada; no hay nadie que tenga pruebas contra mí... Tú, vete, que haces falta allá, y si te vieran aquí sería un perjuicio. Come, bebe, descansa y en marcha otra vez. Quién sabe... puede ser que no se determinen sin noticias exactas... Ni que el marqués se mueva de Cuernavaca... Mandará aviso á México... á esos señores no les gusta molestarse...

Un grito de entonación indescriptible, lúgubre, triste, más bien un chillido agudo, espantó al indio.

—Jesús,-dijo,-¿qué es esto? Parece que sale por debajo de la tierra...

Gavilán y Pascuala no pudieron dominar un estremecimiento.

—Nada, no es nada. No sabemos de donde sale ese quejido: muchas veces le oímos y nos espanta.

El indio escuchaba. El grito no se repitió.

Aquel mismo día, después de algunas horas de reposo, siguiendo las instrucciones de Gavilán, volvía á emprender el viaje para el cortijo.

—Por hoy no habrá cuidado, — pensó Espino; los señores no se mueven tan presto... Avisaré á D. Cristóbal. De Cuernavaca á México no se llega en un vuelo...

—¿Qué haremos si vienen y nos sorprenden? — preguntó Pascuala.-¡Pobre infeliz señora!...

—No hay que aturdirse: negar y negar. No pueden encontrarla, es imposible. Pero así que pase el turbión pensaremos en otra cosa... me parece que esto dura demasiado y pudiera costar caro.

—Eso mismo te digo yo, y te aseguro me roe la conciencia por lo que hemos hecho. ¡Pobrecita! si en la casa de Chapultepec, como te aconsejaba yo, la hubiéramos salvado, á estas horas serías rico y no tendríamos estas zozobras: todo por ese maldito, á quien aborrezco.

—¿Quieres callar? A lo hecho pecho, y no hablemos más... No se hizo, no tiene remedio, y ahora lo que precisa es no perderlo todo. Agarrados á D. Cristóbal algo hemos de sacar, mucho, porque el miedo de que yo hable le tiene sujeto y dominado.

Pascuala callaba. Sabía que Espino, como todos los hombres, era caprichoso y tenía voluntad propia.

En el primer momento no era fácil cediera. Su carácter brusco y pronto sólo se dulcificaba con las sonrisas y monadas de su novia.

La mujer siempre triunfa con la suavidad y el cariño.

Las asperezas del hombre ceden, son impotentes contra tales armas.

—Pongo treinta contra seis, que el Chaparro no ha podido decir nada... Podemos estar descuidados... No me gusta tener por enemigo á Cortés...

—Y si se propone perderte, te perderá.

—¿Tienes miedo? pues yo no.

—Alabo tu confianza... Los enamorados tienen cuatro ojos y cuatro oídos, y si están despechados, más. El Chaparro note quiere. Acuérdate que me dijo: «Si algún día te casas con Gavilán, incendiaré el cortijo, y lo que es la noche de novios no la disfrutaréis.»

—Bah, no seas simple. Ya ves que me sirve y nunca ha tratado después de verte ni de hablarte.

—Bien está. Dios quiera que salgamos pronto de este atolladero.

No se alarmó tampoco D. Cristóbal. Si el Chaparro hubiera hablado, ya habrían sido sorprendidos.

El propósito de Cortés fue que, si del cortijo avisaban á Espino, recobrase éste la confianza.

D. Juan lo aprobó.

Convenía no precipitar el golpe, para asegurarlo. Con cautela se vigiló la casa, por si de un momento á otro trataran de abandonarla.

—Ya ves,-dijo D. Cristóbal,-ha pasado una semana y no ocurre novedad. Por ahora no hay que tener temor.

¿Y ella?

—Lo mismo. Da compasión. ¡Qué desgracia!

—Habremos de pedir rescate, y de todos modos sacaremos partido. No entraba eso en mis cálculos.;Cómo me aborrece cuando ha llegado hasta ese extremo!;No habéis visto á nadie rondando la casa?

—No: la soledad es completa por aquí. Allá á lo lejos se ven vecinos del pueblo.

—Ya ves que tengo razón. Cuando hayan pasado unos días, el Méxica irá á pedir rescate. Es astuto como una culebra; se arrastra y entra en todas partes.

D. Cristóbal se marchó.

Le urgía llegar á su casa, que por entonces era un infierno.

—¡Qué noche tan oscura!-dijo Pascuala, escuchando las pisadas del caballo, que ya se perdían á lo lejos.

—Parece boca de lobo. Cierra, cierra, que es tarde y tienes que preparar la cena. Cierra la puerta y atranca. Llegaba el Gavilán al patinillo, cuando su novia gritó:

—¡Socorro!

Al propio tiempo varios hombres se lanzaron sobre él.

La resistencia era superflua.

Vió la puerta guardada por arcabuceros.

D. Juan y Cortés penetraron en la casa.

—¿En dónde está D.” María Isabel?

—No sé de quién me habláis.

—Si dices la verdad tendrás fuerte recompensa, si no merecido castigo.

—No sé por qué invaden mi casa, ni por qué se comete ese atropello.

—Atad á ese hombre y a esa mujer,

La orden de Cortés iba á cumplirse, pero Gavilán, frenético, gritó:

—No toquéis á mi novia, no la toquéis para atarla: matadme primero.

El miedo hacía temblar á Pascuala.

—Visitemos la casa... ¡Vamos!-exclamó D. Juan con impaciencia.

Mientras tanto le miraba Gavilán, y se decía:

—El retrato; ese es el retrato. ¡Qué parecido con Fernando, Santo Dios!

Pronto se corrieron las habitaciones, y nada se encontró.

—¡Miserable!-exclamó D. Juan en el colmo déla desesperación y apostrofando al cómplice del raptor.

—Habla, ó hago que te arcabuceen.

Cortés quería espantar á Espino.

Pascuala le miró con expresión suplicante.

—No tengo que decir nada. Dejadme, dejadme.

Un grito agudo, sobrenatural, respondió á estas palabras; otro más estridente asombró á todos.

Escucharon. Gavilán habíase estremecido, y de rojo tornábase lívido.

Pascuala juntaba las manos y movía con rapidez los labios, como si rezara.

De repente resonaron otros dos ó tres gritos más terribles.

—¿En dónde está encerrada esa persona que se queja lastimosamente? ¿No lo dices? Pues llevadle, soldados.

—¡No, por Dios!-suplicó Pascuala.

Y loca de terror, añadió:

—Venid conmigo, venid.

—Sí. Anda, anda. Es inútil callar más.

Gavilán siguió con la vista á su novia. Detrás de ella marchaban Cortés y D. Juan.

En la cocina había un cuartucho de guardar leña; allí entró la india, y apoyando en el fondo de la pared en una escarpia, volvió ésta como picaporte y abrió una puerta que, por ser del mismo color que las paredes, no se distinguía.

En un espacio sumamente reducido había una mesa y un colchón doblado en el suelo: sobre él estaba sentada D.‘ María Isabel, hermosísima, inmensamente pálida y en total inmovilidad. De vez en cuando, como si estuviera sobrecogida de terror, lanzaba gritos agudos, aterradores, y gemía, escondiendo el rostro, cual si huyera de una visión espantosa.

D. Juan se olvidó de todo. D. Juan corrió hacia ella, pero la mirada de Xihuitl le hizo detenerse. Sus hermosos ojos se agrandaron, como si en su pobre cerebro se agitara una idea, y fijándose en Cortés, gritó con acento desgarrador.

—¡No, no. Es el que me va á matar! Socorredme... ¡me lleva para matarme! ¡Ah, ah!...

Y sacudiéndose violentamente, cayó desplomada.

—¿Qué es esto, Dios mío?

—Es que la pobrecita está loca, desde el día en que llegamos aquí,-dijo Pascuala arrodillada y llorando; — no la he dejado nunca sola, siempre he estado á su lado, señor.

D. Juan, sin cuidarse de la presencia de Cortés, sostenía la cabeza de la infortunada.

Era cierto el dicho de Pascuala. Al salir de la casa de Chapultepec, sabemos que D.ª María Isabel iba sin sentido; con el aire de la noche le recobró, y viéndose sin movimiento y con los brazos atados, juzgose perdida.

La luna caía de lleno sobre D. Cristóbal, y la princesa, al verse en brazos de su enemigo, sin defensa, expuesta tal vez á terribles violencias, sintió ofuscarse su razón, vacilar, y por ultimo, perderse en una. carcajada nerviosa, terrible, desgarradora.

Su locura no se manifestaba por furiosos arrebatos, no. Horas y horas permanecía inmóvil, abstraída, y sólo aquellos dolorosos gritos traducían la perturbación de su cerebro.

Cuando, sin resistencia, fue conducida á su casa, pareció reanimarse y reconocer todo lo que le era familiar, y el médico, llamado inmediatamente, aseguró que no tardaría en volver á la razón.

Cuauhtemoc o el mártir de Izancanac
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