CAPÍTULO XXXIII

LOS DOS REYES

SALVAJE alegría rebosaba en los rostros de los acolhúas.

En los alrededores del gran templo la afluencia era grande, y el vértigo de la guerra y los odios y los coléricos impulsos se traducían en las palabras y en los gestos de aquella multitud.

Los indios enarbolaban los macuahuitl y las mazas, y con seguridad de sí mismos y satisfacción anticipada, fijábanse en los arcos y en las flechas, como calculando cuántas habían de clavarse en el pecho de los enemigos.

La efervescencia crecía como crecen las olas del mar en deshecho temporal, y la ciudad entera transformábase en un campamento, resonando por todas partes los gritos y la algazara que produce un numeroso ejército.

En los ojos ardía el fuego del exterminio, y los corazones se agitaban y latían á impulso de única aspiración y como si todos fueran sólo uno.

Los instrumentos guerreros sonaban con pavoroso estruendo, y las piedras aun enrojecidas por los sacrificios anteriores, se purificaban para recibir la sangre de Cortés y de sus compañeros.

Tal era la suerte que, de caer en manos de Cacamatzin, les aguardaba.

Lujosas preseas ostentaban los guerreros, y pintorescos trajes con penachos de plumas, aquellas sólo usadas cuando salían á campaña.

En son de combate recorrían las calles los altos dignatarios y señores, luciendo insignias y armaduras correspondientes á las órdenes militares, y algunos con el tlacatinqui ó traje especial, que distinguía á los jefes más bravos, investidos con el difícil cargo de alentar á los soldados que en la refriega flaqueaban y conducirlos de nuevo á la pelea.

Todo eran, pues, anhelos y esplendores en aquellos hijos de la virgen América.

Lo ardoroso del clima hacía hervir la sangre de los indios, y circular por sus venas como impetuosa lava de los volcanes.

No ignoraba Cortés la tempestad próxima á estallar, y también Moctezuma, á fuer de leal y honrado, puso en conocimiento del conquistador las hostilidades proyectadas.

El rey de Acolhuacan era un inconveniente para los altos fines de la conquista, y desde luego, el jefe castellano pensó en ir á su encuentro, provocarle y vencerlo; así lo hubiera hecho sin la prudente intervención de Moctezuma.

No se le ocultaba que la ciudad había de estar apercibida para la defensa, y que si Cortés, siempre afortunado en la lucha, alcanzaba pronta victoria, sería sin que las víctimas fueran numerosas.

—Dejadme aconsejaros,-le dijo el bondadoso y débil soberano,-dejadme evitar si es posible un conflicto para todos.

Después de largo conferenciar, resolvió Cortés fuera una embajada á Texcoco, y le hiciera comprender á Cacamatzin la importancia de la paz y buena armonía con el rey de Castilla.

Con arrogante desdén fueron recibidos los embajadores, y la respuesta del monarca demostró estaba resuelto á no escuchar razones y á resolver la cuestión por medio de las armas.

La prudencia de Cortés se sobrepuso al ultraje, y volvió á insistir en sus proposiciones amistosas.

Cacamatzin, más soberbio aún y ya impaciente, y quién sabe si achacando á diferente causa la insistencia, contestó con agresivo y altanero acento.

—En vano quieren esos hombres que entre nosotros reine la paz. No doy mi amistad á los enemigos de mis dioses, á los que humillan el honor de Moctezuma y, con pretextos de revueltas conspiraciones y seguridad, le guardan prisionero. No puedo tener fe en ellos, no debo dejar sin venganza la muerte de Cuauhpopoca y de otros nobles, que no tuvieron otro delito que ser leales y valerosos guerreros. Dice Malinche que importa para nosotros el acatamiento y paz con el monarca de Castilla ¿y quién es? ¿acaso le conozco, ni sus enojos, ó amistad me interesan? Resuelto estoy á no retroceder, y es inútil intentar otra cosa.

Tales palabras repetidas á Cortés, provocaron un torbellino de ira, pero otra vez cedió á que Moctezuma mediara, procurando convertir aquellas provocaciones en más pacíficos propósitos.

A la vista de los señores aztecas emisarios del emperador, ardió en indignación el rey de Acolhuacan.

—¡Cómo! ¿mi tío apoya y es mediador de esos atrevidos forasteros? ¿Es posible que tan envilecido ó acobardado esté, para que intente convencerme y quiera ligarme con los que escarnecen nuestra religión y empañan las glorias de Anáhuac? Me propone ir á Tenochtitlan; pues bien, sí, iré, «pero no como él desea; no con las manos cruzadas sobre el pecho; sino con el brazo levantado y empuñando el macuahuitl, para arrojar de Anáhuac á los audaces que aspiran al dominio y minan el trono de los aztecas.» Iré para vencerlos y sacrificarlos á mis dioses. Aquella osadía exasperó á Cortés.

—Marchemos, pues,-dijo,-en el campo de batalla le daré la réplica que merece.

Moctezuma intervino aún.

Su situación era delicadísima, y sólo la astucia podría, á su entender, conjurar los males que se acercaban, y con astuto razonamiento convenció al conquistador, para que le permitiera emplear otros medios y someter á Cacamatzin.

Preparábase el rey de Acolhuacan para ir en busca de los castellanos, y se encontraba en la casa de recreo que tenía sobre el pintoresco lago.

Por bajo de aquel palacio había un canal, y ya las canoas aguardaban al rey guerrero, y á los nobles que le acompañaban.

Vestía Cacamatzin rica armadura de primoroso trabajo, luciendo en ella los distintivos de su alta categoría. Gustaba de llevar, y siguiendo la costumbre, ceñidos los brazos con brazaletes y pulseras en las muñecas, recargadas de rica pedrería [34]. Rodeaba su cuello un preciosísimo collar de oro y aurea regia, corona ceñía su cabeza.

Altos borceguíes chapeados con finísimo oro, calzaba el rey, para defenderse de las flechas ó de la piedra á honda, y así dispuesto, paseábase por una gran sala del palacio y daba órdenes apresurando la partida.

Le pesaba no haberse dejado llevar de sus primeros impulsos, sin las idas y venidas de los embajadores, pues de aquel modo, la cuestión estaría ya resuelta y recreábase con hondo orgullo, al recorrer los salones viendo el numeroso cortejo de señores y caciques que habían de seguirle.

Llenaban el aire los gritos de guerra de los indios, y Cacamatzin con voz entera y majestuoso ademán:

—Llegó la hora,-dijo,-de marchar contra los que turban la tranquilidad de Anáhuac.

Pero al disponerse á bajar las gradas de mármol, detúvose por la imprevista llegada de varios caciques que con humilde acatamiento solicitaron hablarle de cosas que á la guerra se referían.

Retrocedió el rey, hasta uno de los salones, seguido por los caciques recién llegados y por oficiales suyos.

—¿Qué deseáis?-dijo,-el tiempo urge: hablad.

Sin dar respuesta y sin tiempo para que el rey se defendiera, arrojáronse sobre él y lo sujetaron, y no por la bajada principal, sino por otra solitaria y abandonada, le llevaron á una canoa que al pié del último escalón había y bogaron hacía México.

Nadie más que los oficiales traidores supo la prisión del rey, medio de que se había valido Moctezuma para desbaratar sus planes belicosos.

En la corte de Texcoco contaba el monarca azteca con nobles asalariados y que servían á sus miras políticas; de ellos echó mano para apoderarse de Cacamatzin.

El estupor, el asombro, la convicción del infausto suceso, desbandaron á jefes y soldados, y los sacerdotes refugiáronse en los templos, exclamando:

—Estaba escrito. Las profecías y tradiciones se cumplen siempre.

El rey cautivo había llegado á México, y sin temor pero con inmensa rabia, veía frustrados sus proyectos y defraudadas las esperanzas que el sueño de Citlalin le hiciera concebir.

Al desembarcar, subió á las preciosas andas incrustadas de oro y piedras ricas, y en ellas y en hombros de varios nobles, fue conducido á los cuarteles de los castellanos, y á poco rato se encontró delante de Moctezuma.

Era el monarca azteca de agradable y bondadoso rostro, de bella presencia, y su generoso comportamiento, la esplendidez con que a los conquistadores había tratado y la buena fe, fueron los escalones de la afectuosa simpatía que inspiraba.

Si Cortés le había conducido prisionero á los cuarteles españoles, que el rey azteca le diera á los castellanos para hospedaje, en ellos vivía siguiendo sus costumbres, acompañado por sus nobles, dando audiencia á sus vasallos y sin perder de vista la marcha administrativa y política del imperio.

Acompañábanle sus mujeres, y servidumbre numerosa estaba pendiente de sus mandatos.

Era el lujoso palacio de su padre Axayacatl el que habitaban los españoles, y cuando Moctezuma, apremiado por Cortés y accediendo á darle satisfacción de los abusos cometidos por Cuauhpopoca, se hizo huésped de los que lo eran suyos, había mandado se le preparasen las habitaciones escogidas por él, con el fausto á que estaba acostumbrado.

Salía con frecuencia en sus ricas andas de madera preciosa, y los mismos magnates de siempre le rodeaban, yendo tres de ellos delante de aquella especie de palanquín, con varas de oro en las manos, señal que anunciaba al pueblo la proximidad del soberano.

Sólo aquellos faraones del antiguo Egipto, sólo los reyes persas ó asirios vivieron en el grado de fantástico esplendor que tenían los emperadores de México, y más que realidad podría pensarse en los cuentos de las mil y una noches.

No descuidaba Moctezuma el cumplimiento de sus deberes religiosos en el gran teocalli, en donde también, como en el Asia, veíase á la simbólica serpiente.

En el atrio, que parecía vastísima plataforma, descollaba la gran piedra convexa de los sacrificios, y en la puerta de los santuarios, ardía en braseros de piedra el fuego que los sacerdotes cuidaban de que jamás se apagase.

Aquel teocalli deslumbraba por su riqueza, y desde la elevadísima cima [35] parecía tener por alfombra un vergel sin límites, porque las azoteas de la ciudad presentaban tal aspecto.

Profusión de plata y oro en artísticos relieves, adornaban el segundo y tercer cuerpo de las torres ó santuarios, y gigantesco atambor estaba colocado en una de las cúpulas, fabricado con pieles de serpiente, y que en momentos solemnes, despedía fortísima y siniestra vibración que no pocas veces consternó á los españoles.

Fijémonos en un detalle digno de mención y curioso.

Cercana al gran teocalli, había una cárcel inmensa, y en ella presos los numerosos ídolos que en varias conquistas de otros pueblos habían caído en poder de los aztecas.

En el suntuoso teocalli rendía culto Moctezuma á sus dioses, y á corta distancia bajábase de las andas para llegar á pié, como era costumbre, pero siempre bajo rico palio de vistoso plumaje verde,, sostenido por cuatro magnates de la más alta nobleza, y caminando sobre alfombra de algodón, que de antemano cubría el suelo.

En el corto trayecto, servían de apoyo al monarca dos importantes dignatarios.

Abrigaba Moctezuma fe ciega en sus divinidades, y diarias eran las ofrendas de palpitantes corazones, arrancados á las víctimas, en el ara de los holocaustos.

Jamás el emperador fue favorable á la religión católica, y si con discreta actitud escuchaba á los misioneros y á Cortés, no por eso encontrábase dispuesto á variar de opinión. «Bueno es el Dios de los cristianos,-decía,— pero también son muy buenos nuestros dioses.»

Tal vez bajo el tranquilo aspecto del monarca, se ocultaban hondas tristezas y desaliento; tal vez veía inevitable la destrucción de su trono, y pensó dulcificar con su cautiverio las desgracias de su raza, pues que Cortés le había ofrecido la libertad y no quiso aceptarla.

El rey amaba á los suyos y no está lejos del pensamiento que quisiera salvarles á costa de su libertad.

¿Le guió esa misma idea al apoderarse de Cacamatzin?

Lo cierto es, que al verle en su presencia, sintió en el rostro el calor de la indignación, y sin poderse contener dijo:

—¿Hasta donde pensabas llegar en la loca empresa que acometías, y que yo he destruido? ¿qué móvil guiaba tus actos?

—Impulsábame,-contestó con altivez el rey de Texcoco,-el deseo de salvarte y de salvar nuestros pueblos, nuestra raza y nuestra independencia, que tu débil corazón y cobarde carácter no han sabido defender.

—Los españoles son mis amigos, mis huéspedes.

—Vergüenza y humillación; ¿eres tú el que, traidor á tu patria, le quitas los medios de defensa? ¿Eres tú el que, desconociendo tus deberes, haces fracasar mis planes y me entregas á los enemigos? ¿Tú, Moctezuma, el emperador de México, rindes vasallaje á los que pretenden hacer pedazos tu corona y reducir á escombros el trono de Axayacatl?

—Quetzalcoatl predijo la venida de estos extranjeros y la ruina del imperio, ¿cómo oponerse á lo que los dioses han decretado? ¿cómo borrar lo que está escrito en el libro del destino?'

—Con las armas; con el valor; con el patriotismo; con la abnegación; con el sacrificio de la vida, si es preciso.

—No, no; es imposible. He visto la tremenda profecía en el rostro de un español.

—¡Deliras!

—Te lo juro. Cuando Cuauhpopoca se batió con los españoles, tomó prisionero á uno de los soldados y le destinó para ofrenda del dios de la guerra, haciéndole conducir á México, pero las heridas que había recibido, siendo de gravedad, se exacerbaron en el camino y murió; entonces, los mexicanos cortaron su cabeza y la condujeron aquí para servir de trofeo en el templo de nuestras poderosas divinidades. Al verla, no sé que extraña impresión me causó, pero sentí invencible pavor. Era enorme, con espesísima barba, dura y rebelde. Aquel rostro hablaba, aquellos ojos amenazantes, me decían que el plazo había llegado, y que era inútil la resistencia ¡oh! ¡qué cabeza! ¡qué horrible fascinación ejerció en mí [36].

Moctezuma, con el corazón oprimido por aquel recuerdo, inclinó la frente incapaz ya para ceñir corona, y guardó silencio.

En el pecho de Cacamatzin, se revolvía la ira con el desprecio.

—Te dejas dominar,-respondió con firmeza,-por terrores imaginarios. Confía en mí y acepta mi ayuda. Los españoles son pocos; hagamos ver al pueblo que estás cautivo, que nada puedes. Con mis tropas atacaré á los castellanos; fácil será salvarte en el tumulto, y nuestros dioses verán contentos correr la sangre de esos hombres sobre la piedra de nuestros templos.

—¡Insensato!-gritó el débil monarca,-¿qué dices? ¡Jamás, no; jamás! ¿Salvarme tú? Tu pensamiento es otro; sabes que yo sería la primera víctima; sabes que si los españoles morían á tus manos y á las de tus soldados, me matarían antes... Conozco tu ambición... Si vencías no volvería yo á ser rey de México.

—¿Por qué? ¿me crees capaz?...

—Sí; de todo, para arrebatarme con la vida la corona. Tú serías, en caso de victoria, el rey de México. ¡A ver soldados!-añadió, llamando á los castellanos que en los corredores aguardaban,-entregadle á Cortés. Podéis decirle,-prosiguió, viendo entrará Vázquez de León,-que disponga de él como mejor le cuadre y que le encierre en lugar seguro.

Cometida aquella felonía, que es un borrón en la historia de Moctezuma y contrasta con la leal aptitud guardada en su roce con los españoles, hizo un majestuoso ademán indicando iba á recibir á varios jefes de otras provincias, que esperaban su venia para entrar.

Eran caciques y nobles.

Acudían á Moctezuma para rendirle homenaje y obtener justicia en casos extraordinarios.

La etiqueta de la corte mejicana tenía grandes puntos de contacto con la de los reyes persas y egipcios, sobre todo por la veneración con la cual se miraba al monarca.

Un gobernador fue el primero que se presentó.

Habíase despojado de sus sandalias antes de entrar y de su rico tilmatli, como era costumbre, cubriendo el lujoso vestido ó túnica, con un manto blanco de hilo de maguey.

Después, entró con los ojos bajos y, haciendo reverencias, adelantó hacia el emperador.

Moctezuma, aunque prisionero, conservaba toda su altivez y severidad.

A su lado hallábase el secretario que debía ser el intérprete de la regia voluntad.

El recién llegado deseaba sincerarse de la acusación de hostilidades, cometidas contra los españoles.

Reprendiole éste agriamente, y sólo después de súplicas y de formal promesa de impedir toda demostración agresiva, consiguió, no el perdón, pero sí que Moctezuma quedara menos enojado.

Salió el magnate sin alzar la vista del suelo y andando hacia atrás, para no dar la espalda al soberano azteca.

Después, tocole el turno de audiencia á un tesorero del reino, que humildemente hizo saber á su señor, que el enorme tributo de algunos pueblos no habla sido pagado.

—Emplea la fuerza y haz por que se recaude la contribución.

Esta consistía en ricas telas de algodón, en trajes, en mantos de gran valor, en oro, perlas, collares, armaduras, jarrones, pedrería, armas y productos agrícolas.

Toda la tarde continuó la audiencia, hasta la hora de la cena; después de la cual, y satisfecho Moctezuma por la prisión de Cacamatzin, entregose al sueño.

Cuauhtemoc o el mártir de Izancanac
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