CAPITULO XXXIV

LA CONCIENCIA

Hasta el conquistador había llegado la nueva de la prisión del rey de Texcoco, al propio tiempo que el fallo de Cacamatzin, para en el caso de que el caudillo español cayera en su poder.

Supo que le destinaba al sacrificio-, así pues, al presentarse Vázquez de León con los soldados que custodiaban al valeroso rey de Acolhuacan, exclamó:

—Que le custodien con fuerte guardia, y que le pongan grillos. Llevadle.

Cacamatzin, sin perder la entereza y el orgullo, miró á Cortés sonriendo desdeñosamente, dejándose conducir sin pronunciar una palabra.

Contaba á la sazón veinticinco años.

Entre los nobles aztecas que miraron la astucia de Moctezuma, para apoderarse del rey de Texcoco, como una mancha en la vida de aquél, podía contarse en primer término á Cuauhtemoc, que, enemigo de los españoles, dotado de valor temerario y de alma generosa, pensó, al tener noticias del alzamiento en Texcoco, participar con Cacamatzin de las glorias de la campaña patriótica.

El que no fuera así, le consternó sufriendo por lo oscuro que veía el porvenir de su patria, y por la traición de Moctezuma.

El pueblo empezaba á murmurar y á perder el respeto y veneración, que hasta entonces había conservado, por el soberano cautivo.

No sin grandes esfuerzos, consiguió Cuauhtemoc ver á Cacamatzin y expresarle que en él tenía un decidido partidario.

Que su proyecto y ambición de salvar la libertad de su patria, le enaltecía á sus ojos.

—Has cumplido con tu deber de soberano,-le dijo,— eres un hombre digno del amor y de la estimación de estos pueblos.

El rey de Texcoco había visto en la visita de Cuauhtemoc, un favor de los dioses.

—Todavía no me abandona la suerte, cuando ha permitido llegues hasta aquí.

Cuauhtemoc le miró con extrañeza.

—Serás depositario de mis deseos y de mis aspiraciones; tú los cumplirás, estoy seguro. Los españoles tendrán en ti un eterno enemigo.

—Lo juro; mi vida es de mi patria.

—Conociendo ese propósito, deposité en manos de mi amada Citlalin una llave, que te entregará al presentarte á ella. En mi palacio de Texcotzinco, en las grutas que se encuentran debajo del león que sostiene el retrato de

Nezahualcoyotl, existe una galería subterránea, obra de aquel rey.

La entrada es un gran asiento rústico, que en la gruta se encuentra. Los tesoros de los reyes de Texcoco están allí; son tuyos. Que te sirvan de arma contra esos extranjeros; y si algún día,-añadió cual si estuviera dotado de segunda vista,-triunfan y tú sucumbes, será para tus hijos. Desde hoy serás también el protector de Citlalin, no quiero que, muerto yo, y moriré muy pronto, pertenezca á otro hombre.

Cuauhtemoc había cumplido los deseos de Cacamatzin, y, de acuerdo con Citlalin, entre las sombras de la noche, y con grandes precauciones, penetró en Texcotzinco, y poco á poco con dos hombres fieles, trasladó el tesoro, al subterráneo que, en uno de sus palacios había y en donde estaban depositadas las cuantiosas riquezas de los reyes de México, recogidas en las naciones que habían conquistado.

Bajo sagrado juramento pasó el secreto de Axayacatl á Moctezuma, y á éste no le era dable revelarlo sino á quien debiera sucederle en el trono.

He aquí por qué, al trasladarse á los cuarteles españoles, temiendo por su vida y acosado por la idea de las profecías, lo depositó en Cuauhtemoc.

Ya sabemos que estaba casado con una hija del monarca.

El tormento no consiguió hacer perjuro al valeroso rey.

Más tarde pensó en que aquellas riquezas pertenecían por herencia á sus hijos. Ya Anáhuac no tenía soberanos. Su independencia estaba perdida. El secreto pasó á Xihuitl en un momento solemne.

Pero ella, ¿qué pudo adivinar en lo futuro para hacer partícipe á Ehcatl del misterioso depósito de familia, legado por dos reyes?

¡El corazón tiene, á veces, extraños presentimientos!

La noble reina era madre, y madre amantísima; confiaba en que su hijo y su hija vivían, y no dudaba, no, que un día, pudieran heredar los tesoros de sus antepasados.

Pero y ella y D. Juan; ¿renacería para ellos la felicidad?

Era dudoso.

¿Acaso no estaban siempre, bajo la venganza del robador infame? ¿Para qué guardaba á los dos niños?

¿No había perseguido implacable á D. Juan, creyéndole emisario de Xihuitl en España?

Tenía aquel hombre, por ella, uno de esos rencores que no se apagan jamás, y que á medida que los años pasan, se hacen más candentes, más violentos, más ingeniosos, para conseguir satisfacción.

Su enemigo volvía: tal vez estaba ya en México, pues algo indicaba D. Juan, en su última carta, y la lucha iba á renovarse, porque ella, si guiada por las sanas y puras doctrinas de la religión católica, había sentido transformarse su carácter y no alentaba ya aquellas ideas de venganza que un día alentó, no abandonaba el pensamiento de perseguir sin tregua al hombre que era también su eterno perseguidor, hasta que, acosado, la devolviera sus hijos'.

La violencia del amor maternal caracterizaba la persecución, dándola mucho de augusto y sublime el largo sufrimiento y la continua ansiedad.

Porque ¿vivirían aquellos pedazos de su sér? ¿Serían desgraciados? ¿Vegetarían en la pobreza los descendientes de reyes? Cuando tales ideas se agolpaban á la imaginación de D.ª María Isabel, aterrábase de sí misma, porque encontraba todo castigo corto para tamaño delito.

¿Pero y si ella y D. Juan sucumbían antes de encontrarlos?

Sólo Ehcatl era capaz de continuar la lucha; sólo en sus manos debía poner las riquezas ignoradas de todos.

Ehcatl, que á todo renunciaba por ella, á la gloria, á unir sus esfuerzos con los postreros que hacían los indios contra los conquistadores; á los empeños de Cortés, que, prendado de las nobles cualidades del azteca, le brindara un puesto igual al de los caciques Tapia y Montañés de San Luis y, regias recompensas al aceptarlo.

Por Fray Juan de Zumrraga, el virtuosísimo prelado, que con evangélico fervor aumentaba cada día el rebaño de Cristo, supo Cortés que desde el infausto día de Izancanac, jamás Ehcatl habíase alejado de la infortunada viuda, y esto era doble mérito, á los ojos del conquistador.

Ehcatl no había abrazado el catolicismo á pesar de los ruegos de D.ª María Isabel, y no porque la religión católica dejara de parecerle incomparablemente humana, consoladora, dulcísima y llena de promesas hermosas para otra vida mejor.

No escapaban á la natural penetración de Ehcatl las excelencias del nuevo culto, pero subsistía en él una extraña rebelión, un gran fondo de selvática independencia, un empeño resistente á todo lo que le identificara con aquellos dominadores de su raza.

Ehcatl era cristiano ya por convicción, por simpatía poderosa hacia la Trinidad salvadora; pero por no someterse públicamente, por no ceder de su altiva aptitud, no se había bautizado.

No amaba á nadie, sino á D. Juan. No rendía culto á ninguna mujer más que á Xihuitl, pero sin que un pensamiento bastardo, sin que un impulso grosero manchara la santidad y la pureza de su adoración. No era amor, sino el entusiasmo, el completo rendimiento por un sér infinitamente superior y que no debía, no podía inspirar más que respeto sin límites y admiración inmensa.

Una gran parte de aquella vida de sacrificios fraternales, era conocida por Cortés y aumentó su deseo de atraerse á Ehcatl y protegerle; pero encontrose con una fuerza repulsiva que nada pudo vencer.

Con una voluntad de bronce y con una coraza impenetrable á toda ambición, á todo halago, á todo interés moral ni material.

Debemos advertir, que desde el aciago día en que Cuauhtemoc fue condenado y ejecutado, todo le era contrario al caudillo castellano; la fortuna le volvía la espalda, y con frecuencia y cada vez más, sentía punzantes remordimientos.

A no dudarlo, su estrella palidecía desde aquel funesto viaje á Hibueras.

Su grandeza era ficticia, porque la base estaba minada por sus intransigentes enemigos, y él que con arrojo temerario y con habilidad suma, había dado cima á la conquista del vasto territorio de Anáhuac, él, no era más que un hombre sin acción propia y sujeto á las voluntades de la Audiencia, que en todo y no pocas veces, contrariaba sus planes, hasta en lo que resultara gloria para

España, como lo eran las expediciones y conquistas por el mar del Sur.

Los remordimientos de Cortés crecían y tomaban mayor fuerza, cuanto eran más grandes los sinsabores y las decepciones.

Los insomnios llegaron á ser terribles, y cuando rendido se entregaba al sueño, veíase bruscamente despertado por la amorosa D.‘ Juana, ansiosa y asustada por las pesadillas que perseguían á Cortés.

¡Qué mucho fuera así cuando llevaba en el corazón un peso que nada lograra disminuir!

Incesantemente relucían en su cerebro las miradas altivas de Cuauhtemoc, y sus últimas palabras, y aquel dolor de Xihuitl, y el abandono y el infortunio, todo, todo estaba estereotipado en su mente y no podía desecharlo.

Aun en medio de las mayores alegrías, sentíase de improviso helado por aquel recuerdo eterno, por aquella tortura que era su castigo.

Otra causa inspirábale serias cavilaciones.

¿Quién era D. Juan de Texcoco, del que se referían episodios extraños, historias inverosímiles y misteriosas?

En vano había recurrido al obispo Zumrraga, que era su confesor; respondía siempre con vaguedad, sin detalles, y por último cambiaba de conversación.

Que era un deudo de Cuauhtemoc, ¿y cómo jamás entre los nobles había encontrado al original personaje?

Tal era la pregunta que Cortés repetía al buen prelado, en la misma tarde en que Xihuitl recibiera la carta de D. Juan, anunciando su arribo á Veracruz, noticia que con júbilo fue comunicada al buen obispo.

—¿Creéis en los aparecidos?

El conquistador se estremeció al oír la singular pregunta de Fray Juan, y hay que tener en cuenta las preocupaciones de aquellos tiempos.

—¿Por qué me decís eso?

—Muy sencillo, porque tal es el efecto que os hará D. Juan. En él hay mucho de-singular; siempre estuvo alejado de la corte, solitario en una gran casa en Tacuba; muchos de los aztecas creen es hermano de Cuauhtemoc, con el cual tiene extraordinaria semejanza.

—¿Pero vos sabéis si es cristiano? ¿Si ha sido bautizado?

—No cabe la menor duda; es ferviente católico. Fue de los primeros que después de la toma de la ciudad abrazó nuestra santa religión.

—Me pierdo en conjeturas.

—Pues no veo la razón ni motivo para vuestras reflexiones.

—¿Y cómo no se unió con los guerreros aztecas en los instantes del peligro?

—Combatió con ellos en Tenochtitlan, de eso estoy seguro; pero preso el rey y ya perdida la causa del imperio, desapareció.

—¿Huyó?

—No, no huye aquel á quien nadie persigue. Dios, entonces, conquistó su alma por medio del virtuoso, compañero mío, Fray Juan de Teco, el mismo que murió de hambre, camino de las Hibueras.

El recuerdo era tristísimo para Cortés y lanzó hondo suspiro.

—¿Pero hoy,-dijo al cabo de una breve pausa,-ese D. Juan vive con D.a María Isabel?

—Nada más natural. La mayor parte de los que pertenecían á la regia estirpe han muerto, y al ver sola y desamparada á esa infeliz mujer, que es mi asombro, os advierto por lo grande y generosa, se consagró á ser su amparo y á buscar á sus hijos, perdidos como sabéis.

—Sí, sí; por venganza inicua, que no se contentó con la traición.

—¿De qué traición habláis?

—De aquella que puso en mis manos los hilos de la conspiración, en Izancanac.

—¡Ah! sí, recuerdo los detalles que vos y otros me habéis referido! ¡Infeliz rey!...

—Pues bien, D. Juan,-añadió el prelado conmovido, y uniendo su palabra con aquella compasiva anterior,— persigue sin descanso al robador, marcha sobre sus huellas, para descubrir si aun viven esos niños; acción digna de su carácter caballeresco, porque lo tiene, ya lo veréis, precisamente vuelve de España en estos días.

Sin darse cuenta el por qué, produjo la noticia indefinible efecto en Cortés.

—El rey se hace lenguas del noble azteca, yo le recomendé á su favor, pero además tuvo la suerte de salvar la vida á nuestra soberana.

—¿Cómo?

—En la hora de paseo. El caballo de S. M. se desbocó, y sola y sin fuerzas tal vez hubiera perecido en el río, pues el bruto hacia él se dirigía, cuando la Providencia condujo allí á D. Juan, para ser su salvador. Podéis comprender que el agradecimiento de Carlos V, no tuvo límites, y que nuestra augusta reina, le mira también con particular y cariñosa predilección.

—Lo dicen las reales cédulas.

—No sé qué os diga, pues tengo para mí, que aún sin aquella feliz casualidad, el emperador le hubiera hecho justicia, devolviéndole los bienes pertenecientes al monarca destronado y muerto. Pero decidme,-se comprendía que el obispo cambiaba expresamente el tema de conversación,-¿cómo se encuentran la marquesa y su hermana?

—Entre contentas y temerosas.

—¿Por qué?

—Ya sabéis que la Audiencia ordenó, cuando estaban dispuestos los buques para la expedición hacia los mares del Sur, suspender la salida, y que escribí á S. M. lo relativo á futuros descubrimientos que creo evidentes, y la mortificación que sentía por verlos retrasados, considerándolos como un nuevo lustre para la corona de España. Todavía no he recibido respuesta, y mi esposa, que tanto me ama, se identifica con mis ansiedades y temores.

—No entiendo cuáles sean.

—Nuevas intrigas de mis infatigables enemigos. Nuevas calumnias que me perjudiquen en el ánimo del monarca.

—No, Cortés; no temáis. Sois un leal vasallo; vuestros servicios son tales que siempre, siempre se sobrepondrán á todo, y vuestra conducta es de aquellas que no da lugar á que en lo más mínimo se empañe vuestra gloria. Vivid tranquilo... sabéis que soy fiel amigo vuestro...

—Jamás podría dudarlo. Pero al recordar las ingratitudes con que se premiaron los inmensos, los grandiosos descubrimientos de Colón... hasta cargar de grillos á un hombre tan sublime...

—No fueron los reyes, no, los envidiosos, los pérfidos.

—Lo sé, pero el hecho da espacio á tristes reflexiones.

Aumenta mi desasosiego el que vuestra amistad, tan benévola y necesaria, me faltará muy pronto...

—¿Cómo?

—La reina os llama para que seáis consagrado, y en breve abandonaréis las playas de Nueva España.

—Pero por corto tiempo. Debo acatar el deseo de S. M., mas no me olvidaré de trabajar en vuestro obsequio si fuere necesario. Pienso traer mayor número de misioneros franciscanos, para que lo más rápidamente extiendan la verdadera fe y hagan desaparecer por completo los sacrificios humanos, que me horrorizan, y que todavía, de oculto, hacen los obcecados é infelices indígenas.

El primer obispo de México fue celosísimo en la propagación del Evangelio, del que era fiel observador, y aun han llegado á nosotros, transmitidos por la tradición, hechos que acreditan su humildad y el amor y especial interés del prelado por los indios, á quienes miraba como á hermanos.

A pié, y en piadosa peregrinación, buscó en España y de convento en convento, austeros y modestos frailes que llevaran á México su ansia de hacer bien y su religioso fervor, y que viviendo con lo estrictamente necesario, ejercieran como lo hacía el venerable obispo, la caridad y todas las virtudes cristianas.

Fray Juan de Zumrraga vivió siempre pobremente y empleó todo su haber en limosnas y en meritorios donativos, sin que se distinguiera su modestísima vida de la del sacerdote más humilde.

¡Qué hermoso ejemplo! ¡qué admiración y respeto para su memoria!

En una ocasión habíanle regalado los indios unas mantas de algodón, para que, sirviéndole de cortinaje, disminuyeran los ardores del sol, que de lleno entraba en su pobre celda.

—Ya esta habitación,-dijo uno de los franciscanos,-> se parece algo á cuarto de obispo y no al de un modesto fraile.

—Tenéis razón,-contestó Fray Juan, y reflexionando que podía calificarse de lujo aquel sencillo y necesario adorno, hizo se suprimiera inmediatamente.

Ya de edad provecta, le fue necesario ir á Texcoco, y agobiado bajo el peso de achaques naturales en la vejez, vió le era imposible caminar á pié, según acostumbraba.

Tenía el obispo horror al fausto, y más aún, á llamar la atención, y fue inútil el empeño de que aceptara una manera más cómoda para viajar, y por último, resolviose á elegir un asno de mansedumbre conocida, y acompañado por un leguito, llevó á efecto el corto viaje.

Regocijase el ánimo reproduciendo estos detalles, que están de acuerdo con las humildades y pobreza del Salvador del mundo y con las primitivas edades de la era cristiana.

Cuauhtemoc o el mártir de Izancanac
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