Servíale de mullido lecho un banco de musgo, y reclinaba la graciosa cabeza en una almohada natural de hierba que, lozana y suave, crecía sobre un altillo de tierra.

Templaba lo ardoroso de aquella siesta la humedad y frescura del sitio, que no podía ser más pintoresco, más hermoso ni más aromado, pues multitud de flores despedían embriagadora esencia.

Las melodías incomparables de la naturaleza embelesaban, sin duda, á la bella durmiente, porque sus labios gruesecitos y rojos como la flor del granado, se entreabrían sonriendo y aun balbuceando.

Por el lujoso cueitl, que bajaba de la cintura á la rodilla y por la bordada hueipilli más larga y rica que la de las mujeres del pueblo, se comprendía que la india era de alta clase, y si no, hubiera bastado á demostrarlo las ricas ajorcas, brazaletes y collares que la engalanaban.

Bajo un dosel natural formado por un arbusto de hojas largas y delgadas con menudas florecillas color de oro, se escondía el juvenil y típico rostro. Su cabellera destrenzada y húmeda extendíase en natural desaliño, como negro velo, sobre los hombros, y era indicio deque la morena y bonita mujer se había entregado al sueño después del baño.

Tan oscuro y frondoso era aquel lugar, que los rayitos de misteriosa luz que indiscretos se abrían camino por entre las hojas, realzaban algunos detalles, como, por ejemplo, lo gordito y redondo del pié calzado con sandalias de primorosa labor y más blanco que la cara, el brazo torneado y hermoso, que, desnudo, descansaba sobre la hierba, y los párpados brillantes y sus sedosas, suaves y negras pestañas.

Aquel pensil selva de Texcotzinco era un verdadero paraíso con todos los encantos y lozanías que la imaginación puede forjarse, pero sin que ésta alcance á la magnificencia de la realidad.

Alfombras de rosas cubrían el suelo que el agua abundantísima fertilizaba, conducida de las serranías por un acueducto perfectamente construido y apoyado en muros de argamasa.

Subíase por soberbias escaleras la gigantesca plataforma, en donde la vista abarcaba un paisaje sin rival y de indescribible belleza.

También en aquella altura había alamedas y delicioso frescor.

Allí en aquél recinto, como atalaya morisca, se elevaba una torre rematada con ancha canastilla y haces de pluma.

Un artístico y áureo palio daba sombra á un león colosal con alas y plumas, y su enorme boca era marco para el retrato del sabio rey Nezahualcoyotl.

La roca servía de página inmortal; en ella, en esculpidos jeroglíficos, se transmitían á las generaciones las hazañas y hechos del monarca más célebre del pueblo acolhúa.

Aun después de cinco siglos guarda la tradición vivo y latente el recuerdo de aquellas maravillas. Aun quedan vestigios de los soberbios baños abiertos en la roca de pórfido; de sus pabellones de mármol, de sus pórticos, de aquellas escaleras que asombraron á los conquistadores, pulimentadas y brillantes como limpio cristal, solazándose con las cascadas, que en menuda lluvia de aljófar, en torrentes de iris admirables, caían salpicando como gotas de rocío, las alfombras de rosas y los bosquecillos de magnolias y limoneros.

Encerrábase en el maravilloso oasis un palacio ó quinta de recreo, en donde el rey, artista por instinto y hábil gobernante, se entregaba á los estudios favoritos que le hicieron tan superior en aquella época, y que le llevaron hasta comprender existía un Dios de justicia, pero bondadoso y opuesto á las bárbaras costumbres que imperaban y que él también veía con horror.

El Dios adivinado por Nezahualcoyotl, y según su recto criterio no creara el mundo para sacrificar al hombre en horribles fiestas, no.

«Los ídolos de piedra,-decía,-que no hablan ni sienten, no pudieron hacer ni formar la hermosura del cielo, el sol, la luna y estrellas que lo hermosean y dan luz á la tierra... algún Dios muy poderoso, oculto y no conocido, es el criador de todo el universo.»

Nezahualcoyotl es la figura culminante de la historia de Texcoco, centro entonces de civilización y que pudiera llamarse la Damasco de Anáhuac, pues allí afluían todos los hombres doctos y de clarísimo entendimiento.

El idioma azteca se hablaba puro y correcto.

Las leyes eran justas y humanas á la par que severas para ciertos delitos, como el robo, el homicidio, el adulterio y la embriaguez, y es de admirar un monarca que procuraba levantar su reino á tan alto grado de cultura, sin haber tenido ejemplos que imitar.

No eran los reyes de Acolhuacan tributarios de la corona de México, no; siempre disfrutaron los bienhechores dones de la independencia, y la nación acolhúa es una de las que aparecen en la historia antigua de Anáhuac, más adelantada en las artes y en las ciencias.

Hasta hoy han llegado los dulcísimos y galanos versos de Nezahualcoyotl, que son traducidos en lengua castellana.

¡Y que poéticas son las leyendas de sus amores!

El palacio de Hueitecpan ó gran palacio, era otra maravilla en donde, á la riqueza de la construcción á lo grandioso y extensísimo, uníase la refinada suntuosidad.

Tenía el palacio trescientas habitaciones, algunas de ellas de más de cincuenta varas en cuadro, y sólo en Persia ó en Egipto pudieran verse iguales.

Ocupaba un espacio de 1.234 varas de Oriente á Occidente, y 978 de Norte á Sur.

Cuando los españoles se internaron en el país de Anáhuac, era rey de Acolhuacan Cacamatzin, sobrino de Moctezuma, y Citlalin, su amada favorita.

Dormía la hermosa, y si bien al principio era su sueño grato y deleitoso como mañana de primavera, cambió después tornándose en terrible pesadilla.

De sus labios escapábanse suspiros ahogados: el llanto bañaba sus ojos y corría por la pelusa de sus mejillas—, el terror se pintaba en el hechicero semblante.

Agitábase en angustiosa pesadilla, luchando en vano por despertar.

Con ese" pasmoso realismo de los sueños que presenta cuadros de irresistible atracción y se ensaña y se aferra, y que unas veces en deleitables venturas nos sumerge y otras nos espanta con sensaciones imposibles, seguía Citlalin las peripecias que se desarrollaban en su excitada imaginación.

Hallábase en un inmenso y desconocido campo rodeado por escuadrones de indios que se batían, pero no con hombres, sino con animales gigantescos de ligereza sin igual.

Aquellos extraños cuadrúpedos derribaban á los indios y los pisoteaban con furor.

Los gritos, los ayes de agonía, los destrozados y palpitantes miembros sembrados acá y allá, la roja sangre que empapaba la hierba y sobre la cual reflejábase el sol con fantásticos esplendores, y los rostros de los guerreros muertos que en los ojos conservaban aún la expresión suprema de espanto, de ira ó de rabioso y salvaje valor, aquella espantosa confusión, aquel mar de incopiables furores y de aterradora realidad, paralizaba la sangre de Citlalin y la volvía loca de espanto.

Trató de huir y le fue imposible: una mano de hierro la clavaba entre un montón de cadáveres.

La horrible escena se borró de repente: gritos de triunfo apagaron los de los moribundos.

La vasta sabana se cubrió de robustos soldados dispuestos á la lucha, y las vistosas plumas de sus penachos formaban con los rayos del sol cambiantes cual si fueran de rica pedrería. Un indio joven, bravo é impetuoso se destacaba al frente de las filas.

El fuego de sus ojos era irresistible, y con él magnetizaba á dos colosales guerreros que iban á su encuentro, y que tenían la cabeza de los animales que Citlalin vió anteriormente en el campo de batalla.>

Sin saber cómo, el gran sacerdote sobresalía por detrás del joven guerrero, y su voz resonó atronadora é imponente.

«Sangre,-dijo,-sangre y exterminio; ofrendas para nuestros dioses; ellos quieren que seáis invencibles; ellos os mandan pelear contra esos monstruos para destruirlos; de lo contrario; ¡ay de los pueblos de Anáhuac! ¡ay de los hijos de sus hijos! Arrastrarán la cadena del siervo y torrentes de sangre correrán por estos tranquilos campos. ¡Ay de Anáhuac, si los dioses no lo protegen!»

Allá, medio desvanecido, apareció un gigante que poco á poco creció, y creció, adelantándose cubierto de sangre.

Era Tezcatlipoca, llevando en sus manos, armadas de largas uñas, la cabeza separada del tronco.

Lentamente acercose al joven guerrero, le mostró la ancha herida que rasgaba su pecho y de la cual salía un torrente de oscura sangre.

Citlalin quiso retroceder, pero un muro altísimo de cadáveres la encerraba en estrecho círculo.

Su espanto fue en aumento.

Un trueno espantoso la despertó.

Al propio tiempo oyó su nombre; una voz querida la llamaba.

Citlalin, como una corza á quien persigue el cazador, salió corriendo, aun atemorizada por la pesadilla, y al encontrarse con un hombre joven y gallardo se arrojó en sus brazos exclamando:

—¡Oh, mi rey y señor, qué horrible sueño!

Y trémula y conmovida añadió:

—¡Te vi, eras tú, mandabas á los tuyos! sí, porque aquellos soldados eran acolhúas.

Cacamatzin reflexionó un momento, y estrechándola contra su corazón, dijo:

—La tempestad llega y muy fuerte; vamos, luz de mis ojos, busquemos refugio contra ella y me dirás la causa del susto que en ti leo.

Poco después, sentados en mullidos taburetes, sobre cojines de algodón y oro, refirió Citlalin el asombroso sueño.

—El gran sacerdote debe darnos el significado. Los dioses nos hablan cuando estamos dormidos; si han sido favorables, preparémonos á celebrarlo, y si adversos, sería una locura intentar nada contra la mala suerte.

—La interpretación de mi sueño ha de ser funesta.

Y el rostro de Citlalin cubriose de mortal palidez.

—¡Quién sabe, estrella de mi corazón, tal vez no te equivocas. Hoy escuché el canto del tecolotl [30], y hace pocos días encontré al paso una comadreja; ya sabes que esto es siempre anuncio de males.

Aquel mismo día hizo comparecer Cacamatzin al gran sacerdote y le explicó la pesadilla de Citlalin.

Eran los indios fatalistas, como los árabes, y supersticiosos en alto grado.

Tenían fe en los agüeros y á las fantasmas creadas por la imaginación, y á las exaltaciones de espíritu obcecado ó enfermo, se les daba interpretaciones de gran magnitud y de importancia suma en el futuro de cada individuo.

Errores de todos los pueblos en épocas de oscurantismo, han sido, relacionar lo natural con lo sobrenatural y buscar la solución de los acontecimientos, en los sucesos más sencillos de la vida.

Aun no hace largo tiempo, que los duendes y las brujas, los aparecidos y las hechicerías y tantas absurdas creencias, imponían y asustaban á las gentes sencillas, y con frecuencia las hacía víctimas de su superstición.

Así, pues, ¿qué extraño ha de parecemos, que los indios, careciendo de instrucción y acostumbrados á creer en dioses sanguinarios, en crueles hecatombes y en los misteriosos oráculos consultados por los sacerdotes estuvieron sometidos á los más extraordinarias preocupaciones?

Los diversos pueblos de las regiones americanas, tenían con corta diferencia las mismas tenebrosidades religiosas y el mismo culto, por las predicciones y por los presagios de ruina ó de felicidad, y precisamente tales ideas fueron auxiliares para la conquista, pues que antiguas tradiciones aseguraban que hombres blancos, barbudos y llegados de muy lejos invadirían aquellos países y les someterían.

Para los indios, el camino de la vida eterna era escabroso y con grandes peligros; precipicios y culebras defendían la entrada.

Más allá, el gigantesco caimán xochitonal; después, inmensas soledades, páramos salvajes y las ocho colinas; todo esto no eran sino preliminares de más trabajosos y difíciles riesgos.

Los fríos de nieve y los aires que como agudo puñal cortaban, conducían á las orillas del caudaloso Chicunahuapan, ó nueve aguas, que por lo anchísimo y hondo era imposible de pasar.

Pero un perrillo bermejo, que había sido sacrificado, en los funerales del cuerpo, en donde tenía habitación aquella ánima viajera, la aguardaba en la otra orilla, y conociéndola, lanzábase en su busca, y repasando el río, quedaba en la mansión eterna, en el Chicunamictla, que era el noveno infierno.

La inmortalidad del alma era reconocida en algunos pueblos de Anáhuac, y también esperaban la segunda vida llena de deleites, al lado de los dioses.

Creían los tlaxcaltecas que las almas buscaban otro cuerpo en que aposentarse, y que las de los nobles y príncipes andaban errantes.

Eran las nubes que pasaban oscureciendo por un instante el sol.

Eran las brumas de los días opacos.

Eran los pájaros vestidos de brillante y variado plumaje.

También tomaban forma en riquísima pedrería ó buscaban morada en animales como la comadreja ó el escarabajo, si el alma pertenecía á un cuerpo vulgar.

Por el gran sacerdote de sus templos tenían honda veneración y supersticioso respeto.

Él resolvía sus dudas y temores.

Él era el oráculo.

A él consultó Cacamatzin el sueño de Citlalin.

—Habla,-le dijo el rey,-tú, que eres el intermediario con nuestros dioses; tú, que eres sabio y grande; que lees en lo futuro y que entras en los corazones; tú, supremo sacerdote de nuestro gran templo, en donde veneramos á Huitzilopochtli y Tlaloc [31]; tú, lleno de ciencia y de verdad, dime qué puedo temer o qué debo esperar.

El gran sacerdote estuvo suspenso y perplejo, pero la pausa no fue larga, y su voz grave y sentenciosa resonó diciendo:

—Los dioses te reservan para algo muy grande, y tu nombre quedará en la historia con heroica fama.

Cuauhtemoc o el mártir de Izancanac
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