CAPÍTULO LXXXVII
Notaba todo esto el hidalgo sin explicarse el porqué del cambio palpable de Beatriz, pero el cual tenía el privilegio de hacerle sentir una emoción nueva más deliciosa todavía que la anteriormente experimentada.
—Os escucho,-dijo,-sin pensar que sois vos: me parece que en vuestro cuerpo, siempre hermosísimo, encarna otra alma, alienta otro sér, ¿pero habéis dicho, Beatriz, que me esperabais?
—Sí, es lo cierto. Al conoceros esta noche en el campo pensé, como era natural, en vuestro deseo de hablarme; ya veis que no me había equivocado. ¿Pero me encontráis cambiada, no es así?
—Vos, no sois vos, Beatriz, y me confundo sin encontrar solución á este problema. ¡Ah sois ahora mil veces más peligrosa, y capaz de inspirar pasiones insensatas, que arrastren á un abismo!
Hubo un momento de silencio.
La situación era violenta.
Altamirano quería saber, y á pesar de esto vacilaba sin atreverse á preguntar.
Hallábase tímido como un adolescente, y hubiera creído inaudita audacia apoderarse de una mano de Beatriz.
Tal era la impresión rara que la joven producía en él
—Habéis hablado de pasiones y tal vez en otro tiempo no os hubiera comprendido, porque entonces jugaba yo con los sagrados sentimientos del corazón.
Un destello de esperanza loca brilló en los ojos de Altamirano. Beatriz le sorprendió y repuso:
—No quiero alentar vuestro amor: no quiero que por él seáis infeliz: porque jamás podré corresponder á él.
—¿Porque sois casada? vuestro marido no es digno de vos.
El fuego de la vergüenza abrasó el semblante de Beatriz, pero con noble dignidad y franqueza, mirando á don Álvaro frente á frente dijo:
—No he sido jamás casada. D. Cristóbal no es mi marido.
El hidalgo la miró estático.
Aquella novedad causó una verdadera revolución en su espíritu.
—No me juzguéis muy severamente,-añadió la peregrina,-porque estoy resuelta á deciros la verdad. Conozco vuestra hidalguía y en ella voy á buscar, no amor, porque es un imposible, si no amistad sincera.
Un recuerdo cruzó por el cerebro de Altamirano. Don Juan le había dicho al llegar á la hacienda en donde se encontraban, que no podía sentir un segundo amor, y Beatriz también miraba como un imposible amar. ¡Qué rara coincidencia!
—¿Queréis ser únicamente mi amigo?
D. Álvaro sentía inexplicable fascinación. La belleza de Beatriz quedaba oscurecida por las nuevas ideas y por el perfume casto y puro de su nuevo sér.
Creíase capaz en aquel momento de venerarla y de respetarla como á una hermana.
—Sí, puesto que lo queréis. Seré vuestro hermano, vuestro mejor amigo.
—No esperaba otra cosa de vos. Os había juzgado bien. Ahora puedo ser franca y deciros todo.
Altamirano sintió ardiente curiosidad.
—Empiezo por deciros, que si D. Cristóbal no es mi marido, tampoco pudo nunca llamarse mi amante.
A los ojos de D. Álvaro asomó la incredulidad.
—Os lo juro,-dijo Beatriz,-¿porqué había de engañaros? Ningún interés me guía más que el de presentarme á vos como he sido y como soy ahora. Sabréis mi historia.
Y sin vacilar y sin esconder nada, aun cuando le fuera desfavorable, refirió con todos sus detalles sus amores con Gaspar, lo inconsecuente que para con él había sido y su huida con D. Cristóbal.
—¿Y no le amabais?-preguntó con amargura Altamirano.
—No. En el principio creí pasión lo que no era otra cosa que extrañeza por su exaltado carácter y por el entusiasmo salvaje que yo le inspiraba, pero cuando ya en alta mar conocí el terrible episodio que á nuestra salida de Valladolid tuvo lugar, sentí horror por el indio, y me propuse entonces dominarle por el deseo no satisfecho.
Confieso, y me causa hoy repugnancia y arrepentimiento, haberle hecho sufrir mucho, complaciéndome en exasperar su pasión.
—El suplicio de Tántalo,-dijo Altamirano estremeciéndose,-y yo que le consideraba tan dichoso y llegué á envidiar su suerte. ¡Ah! Beatriz, continuad, os lo ruego.
—¿Os inspiro desprecio?
—No, no; pero también yo soy franco para con vos. Si entonces hubiera sabido estos detalles, tal vez... es indudable... os hubiera amado menos. Pero ahora varía.
Las severas palabras de D. Álvaro, en vez de ofender á Beatriz, la inspiraron mayor confianza, porqué no buscaba adulación sino veracidad.
No exageró sus defectos, ni los de D. Cristóbal, pero los hizo ver tal cual eran. Ya en la pendiente de íntimas revelaciones, pintó el tedio que la dominaba, las tristezas, que después de alegres horas pasadas en alardeos de mujer caprichosa y sin corazón, la abatían cuando se hallaba á solas y lejos de los que apasionados solicitaban como un favor una palabra ó una sonrisa suya. ¡Ah! lo frívolo de aquella vida era un remordimiento para Beatriz, y así se lo hizo entender á D. Álvaro.
Llegó por último en su relato á la noche aquella de su cita con Angulo.
—Yo no sé,-dijo,-qué idea fue la mía; no he podido jamás comprenderme, me era ya insoportable la existencia que llevaba y pensé en salir de México, en huir muy lejos de D. Cristóbal.
—¡Y os entregabais á otro malvado!
Beatriz miró á D. Álvaro sorprendida.
—Quise hacer de él instrumento para mis planes. Valerme de él hasta salir de Nueva-España. Parecíame que en otra parte, desconocida y dueña de mis acciones, aun podía ser honrada. Mis flaquezas no habían arrancado por completo las semillas del bien que mi padre sembró en mi corazón, y contaba yo con que en otra atmósfera más pura sería posible mi regeneración.
El recuerdo de aquella noche terrible hizo enmudecer á Beatriz, y conmoverse hasta el punto de que se le llenaran los ojos de lágrimas.
Altamirano respetó su emoción y la dejó desahogarse.
Poco después volvió á recobrar la calma, y como temiendo evocar lo sombrío de aquel cuadro, le presentó sin detalles hasta el momento en que, al volver de su segundo desmayo, se encontró en la casa de Ehcatl.
D. Álvaro, al oír aquel nombre que le era conocido, interrumpió á Beatriz.
—¿Pero quién os había hecho conducir á casa de ese noble indio?
—¡D. Juan de Texcoco!-balbuceó ruborizándose la peregrina.-Ignoro el porqué ni cómo había llegado hasta la fatal glorieta. No sé á qué atenerme cuando reflexiono en todo lo sucedido.
Altamirano estaba pensativo, no acertando á explicarse tampoco algunos hechos, ni el porqué D. Juan andaba mezclado en ellos.
De nuevo los picaros celos le atormentaron haciéndole dudar. De nuevo pensó en que él era la causa de los imposibles que para corresponder á su amor veía Beatriz.
El triste desencanto nubló su fisonomía, y con severo ceño clavó la vista en la mujer que despertaba en él tan contrarias impresiones. Al mirarla se confundió más. No era su rostro ni el de la mundana criatura que había conocido, ni el de la austera peregrina; era otro lleno de fe, y brillante de entusiasmo.
Estupefacto la contempló, subyugado y vencido por una influencia á la que en vano quería resistirse.
Por otra parte ansiaba conocer algo de la vida de aquel indio leal, lleno de abnegación, á quien todos los españoles estimaban por la fidelidad á Xihuitl y el fanático culto que rendía á la memoria de Cuauhtemoc.
—Quiero,-dijo después de breve pausa Beatriz,-que sepáis todo, para que os sea más fácil comprender y apreciar mi resolución, en la cual habéis de ayudarme. Creo que la Providencia os puso esta noche en mi camino, porque á pesar de la vergüenza que me causaba, había decidido arrojarme á los pies de nuestro obispo y pedirle protección.
—¿Pues qué, os amenaza algún peligro?
—¡Ojalá fuera así! es mi propia conciencia la que es mi mayor enemigo; es que estoy en guerra con mis propios sentimientos. Oídme y juzgaréis. Durante largo rato, después que volví de mi desmayo, no recordé nada de lo que en la noche anterior había sucedido, y recorría con la vista la cámara en que me hallaba, creyéndome bajo el influjo de uno de esos sueños que nos presentan las cosas como estupenda realidad.
Yo, plebeya, nacida y criada en la pobreza, pobre también al lado de Gaspar...
—Permitidme que os interrumpa. ¿Habéis conocido á D. Martín de Ampudia?
—No.
—Y nada tiene de extraño: olvidaba que ha permanecido corto tiempo en México y que siempre ha estado en la guerra ó en el campo. Pero decidme, estáis segura de que Gaspar murió en Valladolid?
—¿Porqué me hacéis esa pregunta?
—Lo sabréis. D. Martín de Ampudia, es hermano del difunto marqués de Aneéis, que era amigo mío desde la juventud, y cuando resolví trasladarme á Nueva España me dió una carta para D. Martín. Pasó algún tiempo sin que supiera en donde se hallaba hasta hará cosa de un año, que al ir á visitar á Cortés recién llegado de Cuernavaca, lo encontré con él. La carta de su hermano me dió su amistad, y fue tan íntima, que nos llevó al terreno de mutuas confidencias. Su vida había sido borrascosa, y de ella le quedaba un incesante afán, una aspiración jamás satisfecha. Encontrar á un hijo perdido hacía muchos años.
Beatriz escuchaba al principio sin gran impaciencia, pero después con ansiedad.
—Pues bien,-prosiguió D. Álvaro,-el fruto de sus amores, el niño á quien inútilmente había buscado, lo encontró, ya hombre, en México.
—¿Y ese niño, cómo se llamaba?
—Gaspar.
—¡Dios mío, y creéis que fuera!...
—Lo sospecho. Un relicario, una medalla, ó una joya, no recuerdo bien, fue la base para ese reconocimiento, y como Ampudia, al hablarme de su felicidad, me habló también de la historia de su hijo y de sus amores desgraciados, pienso que vuestro Gaspar es el marqués de Aneéis.
—Sí, sí, es él; no conocía á sus padres y cuántas veces me mostró un relicario que guardaba como único recuerdo de su madre... Ahora me explico, lo que yo creía alucinaciones de una fiel criada. Le había visto: él sin duda acechaba á D. Cristóbal para vengar en él mi perjurio, y el cobarde asesinato. Y estoy segura,-añadió aterrada, —que me matará si algún día me encuentra, porque fui muy infame.
—Nada temáis. Gaspar ya no está aquí. Por muerte del marqués ha recaído el título en D. Martín, y éste con su hijo marchó para España á poner en orden su fortuna.
Estas palabras, si bien no calmaron la agitación de Beatriz, alejaron de ella el temor, y con intensa expresión de agradecimiento, exclamó:
—¡Oh, cuánto debo á la Providencia! la noticia que vos me dais me llena de alegría. Gaspar, recobrando familia y fortuna, con una existencia venturosa, olvidará á la infeliz que fue causa de sus desgracias, y un amor puro y digno cicatrizará las heridas de su corazón. Más vale así. ¡Que Dios le haga muy dichoso!
—Recuerdo una extraña coincidencia.
—¿Cuál?
—Que Gaspar vivía en la casa de D. Juan de Texcoco, y allí también habitaba D. Martín.
—¡Misterios, siempre misterios! D. Cristóbal le odia.
—¿D. Cristóbal es enemigo del noble azteca?
—Sí, implacable. ¡Oh, qué rayo de luz! ¡cómo no he pensado en esto anteriormente?
—¿En qué?
—Nada, nada, una idea que tal vez no tenga relación con D. Juan... veremos. Pero la noche acaba y es preciso que concluya mi relato. Decía, pues, que no acostumbrada al lujo hasta que llegué á Nueva-España, habíame deslumbrado con el que D. Cristóbal desplegó para agradarme, ¡pero cuán distinto era de la severidad de un palacio como el de Ehcatl! Eso observé asombrada, creyendo soñar, hasta que el sol, que á través de los cortinajes riquísimos se introducía en el cuarto, me hizo saltar de la cama, lanzarme á la ventana, abrirla, y mirar.
No pude contener un grito de admiración. Mis ojos no se cansaban de recorrer la inmensa extensión de los jardines, que eran maravillosos, y me sentía embriagada por los penetrantes y variados olores.
Creí encontrarme en un paraíso, ¿pero quién me había conducido á él?
Entonces examiné la estancia, y subió de punto mi asombro. La cama estaba cubierta por lujosa colcha de brocado blanco bordada de oro, é igual á los cojines, divanes, sitiales y taburetes que amueblaban aquel aposento. Soberbia y oscura alfombra, mullida y suave como seda, cubría el suelo, y hermosas pieles de pelo largo y lustroso estaban tendidas delante de la cama y del cómodo diván.
—;Pero es un lujo de príncipe!
—Así me pareció. El techo era de cedro y ébano, admirablemente trabajado, y las paredes de mármol; sobre mesitas bajas de estilo indígena, con tapetes bordados de oro, había vasos y perfumeros del rico metal y guarnecidos con piedras preciosas. El candil del centro era un prodigio del arte.
Desvanecida y turbada me senté en el diván, sin apartar los ojos de aquella magnificencia.
Se descorrió una cortina, y Juana, mi fiel Juana, entró en la cámara.
—¿Tú también estás aquí?-la dije.
—Sí, ama mía, os seguí anoche cuando los dos hombres os sacaron de casa y os condujeron aquí.
—Nada recuerdo. Cuéntame como fue.
Y por Juana, supe cuanto ignoraba; la muerte de Angulo y la huida de D. Cristóbal.
Se me ocurrían otras preguntas cuando vi entrar á un hombre como de treinta y ocho años, de pura raza india, bello y noble en su aspecto.