CAPITULO III

PÁRRAFOS HISTÓRICOS

El día 11 de enero de 1524 salían del puerto de Vera-Cruz cinco navíos grandes y un bergantín llevando á su bordo al conquistador Cristóbal de Olid, enviado por Hernán Cortés para tomar posesión de Hibueras, y someter el país al rey de España.

Contento y orgulloso quedaba el caudillo castellano por haber confiado el mando de la expedición á uno de sus favoritos, el que si poseía grandes prendas como sol dado tenía á la vez censurables defectos.

Era ambicioso, temerario y audaz.

Jefe del ejército expedicionario y allá en el fondo de su pensamiento enemigo de Cortés, vió en aquel viaje la realización de sus ambiciones y el logro de sus esperanzas, dando ya en la Habana muestras de su espíritu rebelde y de las ideas que albergaba.

Sin embargo, no fueron sus primeros pasos en Hibueras hostiles á Cortés.

Receloso de los amigos que el conquistador tenía entre los expedicionarios, y, desconociendo el país nuevamente descubierto, temió arriesgarse comprometiendo la inmensa fortuna que había logrado en México.

Puesto de acuerdo Cristóbal de Olid con el conquistador Gil González de Ávila, que por distinto rumbo había invadido Hibueras, no vaciló ya en alzarse con las tropas y tomar posesión del país por sí y en nombre del Emperador Carlos V, sin que el atrevido capitán pronunciara el de Cortés, ni tuviera la idea de ser leal y cumplir las órdenes que á la salida de México había recibido.

En aquella época eran las comunicaciones difíciles y lentas, por lo cual pasó largo tiempo sin que el conquistador de Anáhuac tuviera noticias de la rebeldía y grave desacato de Cristóbal de Olid.

No era el carácter de Hernán Cortés para soportar la falta de respeto á su persona, ni menos para diferir el castigo del culpable, á ser cierta su deslealtad.

Sin pérdida de tiempo, organizó una expedición, poniéndola á las órdenes de Francisco de Las Casas, deudo suyo y hombre caballeresco y valeroso.

El mar y fuertes vientos Norte destruyeron la armada, salvándose Las Casas y unos pocos que, errantes y extenuados, fueron á caer en manos del rebelde jefe de Ja primera expedición. Y Cortés aguardó meses y meses devorado por la impaciencia.

¿Cuál era la causa de aquel silencio? ¿Las Casas habría triunfado ó sería Cristóbal de Olid el vencedor?

No era posible permanecer en aquella incertidumbre.

El propósito de Cortés era marchar á Hibueras y someter por sí mismo al osado y desleal capitán.

Pero estaba rodeado de inmensas dificultades.

No conformes los indios con la nueva faz del imperio, se sublevaban, y varios pueblos habían sido teatro de sangrientos y encarnizados encuentros.

No ignoraba Cortés que Cuauhtemoc era adversario temible, por su arrojo, por su talento político, por su prestigio no menguado durante el cautiverio.

Sabía también que el carácter del azteca, su constancia en la lucha y su heroísmo, habían inspirado, no sólo entusiasmo, sino religiosa veneración entre los indios.

¿Y qué extraño era que sustentara el propósito de recobrar el trono y la independencia de su patria?

El real cautivo, si grande había sido en la batalla, más grande y poderoso era en poder del conquistador.

Los indios alimentaban vengativa saña contra sus opresores.

Miraban con rencor á la nueva ciudad que se levantaba sobre los escombros de la antigua; sufrían por sus templos arrasados, por sus familias huérfanas de defensa.

La irritación crecía á la par que la sed de represalias.

Sólo aguardaban el momento propicio para sacudir el aborrecido yugo.

Cortés había recibido mensajes y delaciones, avisos anónimos y apremiantes cartas, que acusaban la proximidad del peligro.

Marina, la consejera y favorita del conquistador que, arrastrada por la pasión, era traidora á su patria y á su, raza, explotó la credulidad de los indígenas, la creyeron esclava y anhelante de romper sus cadenas.

Sagaz y persuasiva, sorprendió sus secretas aspiraciones y corrió á delatarlas á Hernán Cortés.

—La traición te rodea,-le dijo,-los aztecas conspiran y aguardan tu partida para asesinar á los españoles.

—Lo sabía,-contestó fríamente el conquistador.

—Lo sabías y te marchas. ¿Perderás á México y dejarás indefensos á tus compañeros?

—No, Marina. El rey prisionero es el caudillo de ese levantamiento: Cuauhtemoc es hombre bullicioso [1], esforzado guerrero, querido por los suyos, de palabra elocuente y de corazón fuerte é intrépido. ¡Cuántas veces admiré su valor en el sitio de Tenochtitlan! ¡Cuántas su tenacidad y su arrojo fueron valla para mis soldados, haciéndome dudar del triunfo! Pero los indios sin él no pueden nada.

—¿Y qué intentas?

—La conspiración quedará sin cabeza, amada mía.

Marina se estremeció. Adivinaba algo horrible, presentía fatal desenlace.

—Los indios,-continuó Cortés,-están humillados y vencidos, pero acechan el momento de aniquilarnos si diéramos lugar á ello. Yo vivo en continua alarma; yo no sé si después de este largo pelear y de esta vida azarosa é intranquila podré sostener la conquista; estoy rodeado de ambiciosos y de traidores y cúmpleme arriesgar el todo por el todo, para vencer en la contienda.

—Quedándote en México abortarán sus planes. Deja á Cristóbal de Olid en las Hibueras: está celoso de tu gloria y es tu enemigo.

—No, Marina; sería en menoscabo de mi autoridad si no fuera yo mismo á castigar deslealtades y rebeldías.

—¿Has pensado en las dificultades del viaje, en la inmensa.distancia que tienes que recorrer por territorios desconocidos, cubiertos de selvas y erizados de abismos? Tus soldados retrocederán...

—¡Jamás! Harán frente á los peligros. Un español no retrocede nunca. Mi propósito es irrevocable, pero al propio tiempo cortaré de raíz la insurrección.

—Pero ¿cómo?-exclamó impaciente la india.

—Quitándoles su jefe, llevando conmigo á Cuauhtemoc y algunos de sus nobles.

Marina respiró. Repugnábale á su alma generosa la idea de un crimen.

Con él, su noble, su amado,«su héroe, su valeroso Cortés., empañaría su gloria y su nombre.

El atrevido proyecto se puso en ejecución. Ni reflexiones, ni las quinientas leguas de dificilísimo camino, ni el riesgo en que dejaba á los españoles que en México vivían, torcieron la inquebrantable voluntad del caudillo castellano, y el día 24 de Octubre de 1524, emprendió la marcha dejando al licenciado Alonso de Zuazo, al tesorero Alonso de Estrada y al contador Albornoz, para que en su ausencia y en su nombre gobernaran y ejercieran autoridad.

Rodrigo de Paz, deudo de Cortés, quedó como alguacil mayor y mayordomo de todas sus haciendas.

Cuauhtemoc, el señor de Tacuba, Tzintzicha y varios nobles aztecas, acompañaban al conquistador.

Había' creído peligroso dejarlos en la población.

Cien soldados de infantería española, ciento de caballería y algunos más que se unieron en el Espíritu-Santo formaban el núcleo del ejército con tres mil indios auxiliares que, adornada la cabeza con vistosas plumas y cubiertos con el ropón blanco de tela de maguey[2] hacían singular, bellísimo contraste con los guerreros castellanos.

Descollaban en las compañías las ricas cotas de algodón de cada jefe, las corazas de oro y plata, las capas de plumas ó de algodón sembradas como de rico aljófar por menudas conchas de purísimo nácar, completando aquel cuadro tan rico de tonos y relieves los arcos, los escudos de piel de cocodrilo, de plata ó de bronce, las lanzas, las hondas y las mazas.

Cuauhtemoc o el mártir de Izancanac
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