CAPÍTULO XIII

ENTRE DOS FUEGOS

Entre tanto y á pesar de las razones de Arias, sentía sorda cólera que en vano trataba de dominar. Lo a nebuloso de la situación, las dificultades para desenmarañarla le hicieron asomarse al abismo y medir la profundidad.

Habíase despertado en él la pasión del juego como un medio para aturdirse, para olvidar, para que en la febril lucha se amortiguara el voraz incendio que ardía en su alma y palideciera la imagen de D.ª Juana, la que á veces tomaba parecido con Xihuitl y alternaba con ella en sus delirios salvajes y en sus violentas aspiraciones.

La naturaleza era siempre la misma, poderosamente terrible, y su corazón un volcán, en donde fermentaban todas las pasiones de la fiera hambrienta, todo lo agreste del hombre de los bosques, unido al refinamiento de otra civilización, de la cual había tomado los vicios, no las virtudes.

Siendo muy joven, casi niño, robó á la esposa de un cacique, y después de esconderla en las selvas por espacio de algunos días y de saciar sus brutales apetitos, la abandonó exponiéndola á morir de hambre ó destrozada por las fieras. A un muchacho que la casualidad llevó al bosque debió la infeliz su salvación.

Sus deseos jamás tuvieron valla; por eso, siendo Xihuitl un imposible, rompió por todo y fue asesino y traidor. Después la altivez y el desdén de D.a Juana lo lanzaron en el camino del juego y de la ruina.

La esposa de Cortés estaba destinada á despeñarlo hasta el precipicio.

—Por ser leal á la amistad que os he ofrecido,-decía Arias al presentarse en su casa ahora no acostumbrada, —me veo hoy en situación muy difícil y necesito salir de ella. No contando con la bancarrota de una casa que tenía por segura, os adelanté, no sólo dinero mío, sino también de mi mujer, y lo que es peor, de miserables usureros á quienes he ofrecido ventajas enormes.

D. Cristóbal se puso lívido, veíase delante de un peligro que no había previsto.

—Esperarán; tienen confianza en vos.

—Pero guardan en su poder vuestra firma, y si cumplen los plazos y yo no pago serán exigentes: os aviso.

D. Cristóbal se paseaba agitado, y su furor se traducía en el fuego sombrío que brillaba en sus ojos.

—¿Y decís que sois leal amigo?-gritó con el semblante descompuesto y feroz.

—Lo soy;-contestó Arias sin inmutarse,-la prueba es palpable: os suplico el pago de las fuertes sumas que os he prestado, y cuando me decís que es imposible, busco en los rincones de mi entendimiento los medios de salvaros, y siempre me encuentro con un obstáculo dificilísimo de vencer.

—¿Cuál?

—Lorenzo.

No fue un grito, fue un rugido de chacal acorralado el que lanzó el indio.

—¡Ese miserable!-dijo,-ese hombre que abusando de una semejanza fatal, que no sé cómo conoce, me persigue sin piedad; él, él ha sido mi contrario en diversas partidas de juego y el infierno le ha dado siempre el triunfo.

—Dice que posee grandes secretos, y añade que ha venido á España sólo para buscaros.

—¡Ah! ¡ah!-y súbito terror se pintó en el rostro de D. Cristóbal.-¿Sois mi amigo?-dijo de repente y poniendo sobre el hombro de Arias su nervuda mano.

—No lo podéis dudar.

—Pues bien, buscadme dinero sobre mis haciendas, con las condiciones más fuertes, como os plazca. Os doy poder ilimitado. El dinero todo lo puede, todo lo alcanza.

—Algunas veces.

Y esta frase, dicha con glacial indiferencia, exasperó al azteca.

—¿Creéis que ese hombre pagado sin duda contra mí, no se venderá triplicando la suma?

—No lo creo; pero ya sabéis que soy vuestro en cuerpo y alma: disponed. Os prevengo que Lorenzo habla de asesinatos, de crímenes horribles, de misteriosas historias que os conciernen.

A medida que Arias dejaba caer una á una las anteriores palabras, crecía el estupor del indio y sus ojos giraban en los órbitas como los de un insensato. Un sudor helado bañaba su rostro.

—¿Qué estáis diciendo?-exclamó.

—Todo cuanto puede interesaros.

De pronto D. Cristóbal lanzó una exclamación.

—Su emisario... ella, ella lo ha enviado: ese es el que debió caer en mis manos,-añadió con el extravío de un Joco.

—¿De quién habláis?-dijo Arias con fingida extrañeza.

—De ese hombre que veía en mis delirios, y que esta mañana he visto con Lorenzo.

La voz de D. Cristóbal, el fulgor de sus ojos y el lívido tinte de sus mejillas acusaban más que espanto, rencor, odio, pero poderoso, latente. Había en su mirada la ferocidad del tigre al divisar á distancia la presa y su rastrera insistencia para acercarse á ella y devorarla.

—Comprendo; habláis de D. Juan,-dijo Arias impasible.

—¡D. Juan! ¿se llama D. Juan?... no, no; es indio como yo, y como el otro, como Lorenzo; no sabéis que horrible sueño son para mí esos dos hombres... necesito desahogarme...

Estaba el indio en uno de esos momentos en que no se reflexiona. Ofuscado, febril, sediento de comunicar las ideas que bullían en su cerebro.

Arias era su amigo, le había dado muestras de serlo hasta el punto de arruinarse por él, y aquella amistad que sólo contaba dos meses se había arraigado en don Cristóbal, y á ella se agarraba como el náufrago á la tabla de salvación, porque vivía sólo con los fantasmas del pasado, con los remordimientos que entre oleadas de rencores aparecían de vez en cuando y con las tempestuosas emociones del juego,

Luisa era un sér incomprensible á su lado; y si algunas veces dulce y solícita, conseguía despertar en el indio fugitivo impulso de cariño y como fresca y bienhechora brisa, penetraba en su agostado corazón, no era sino para hacer más brusco y más terrible el contraste y más triste el cambio para la pobre niña.

Sólo Arias, halagando sus pasiones, allanando dificultades y haciéndole fácil el camino que á la ruina le conducía, se hizo para D. Cristóbal necesario, indispensable hasta el punto de contar las horas que de él vivía separado.

Este fenómeno es frecuente; adherirse á lo que puede conducir al abismo y rechazar cuanto tiende á la salvación.

En aquel día estaba D. Cristóbal más ansioso que nunca de confiar las angustias que sufría: su encuentro con D. Juan le causaba vértigos; necesitaba hablar y habló.

Pero con, salvaje impetuosidad: hasta producir en Arias escalofríos y repugnantes terrores, pues á medida que adelantaba en su relato exaltábase más y más. Con gráficos y subidos tintes, con el vigoroso pincel de Goya, hizo el bosquejo de su vida.

En sus palabras rebosaban la cólera y los celos y la envidia, por el afortunado rival de quien juró vengarse desde el día en que Xihuitl fue esposa de aquél.

Observó Arias que se mezclaban en aquel agreste espíritu los celos con el despecho, causado por el contraste de su pequeñez, con Ja grandeza y gloria del hombre aborrecido que le arrebató su dicha.

Apareció después tan cobarde en su traición, que Arias sintió por el indio algo como el efecto que causa la putrefacción, el olor fétido, es decir, asco, invencible impulso de alejarse y olvidar la repugnante impresión.

Omitió D. Cristóbal y pasó por alto los medios empleados para llevar á cabo su traición, pero con cruel regocijo y cómo saboreando todavía el mal causado, detalló el robo de los infelices niños, que en una casa de recreo crecían y se desarrollaban.

Habían nacido de constitución débil y fue preciso buscar en las brisas templadas y en el puro ambiente del campo los gérmenes de robustez de que carecían.

Después, más tarde, cuando Xihuitl y Cuauhtemoc pensaron en llevar con ellos su tesoro, fue precisamente en la época de la llegada de Cortés, de los imprevistos y extraños azares de la conquista, de las inexplicables debilidades de Moctezuma, guerrero animoso y político, astuto anteriormente, pero que por supersticiosas ideas, basadas en singulares predicciones, por creer invencibles á los castellanos, ó por misterioso providencial impulso, se sometió á la indomable voluntad del conquistador, constituyéndose en su prisionero y perdiendo el amor de sus vasallos y con él la vida, pues en un tumulto popular y cuando por instancias de Cortés intentó desde una azotea aplacar al pueblo, fue herido por una pedrada en la cabeza y un flechazo en un brazo, lo que, unido á las tristezas de su alma y al empeño con el cual se opuso á la curación de sus heridas, dió fin á su amargura y á la triste existencia que, como pesada carga, arrastraba.

Y llegaron los horrores de la guerra, y los amargos días del sitio, y la cautividad de Cuauhtemoc, y por último la expedición á las Hibueras y la muerte.

D. Cristóbal sabía que Xihuitl dejaba á las amadas prendas de su alma en poder de fieles servidores. Pero la astucia y el oro triunfan siempre, y una noche cuando todos dormían con sueño de plomo, entraron en la casa cuatro indios, pagados por D. Cristóbal y guiados por un jardinero, llegaron sin obstáculo hasta la estancia en donde dormían los hijos de Cuauhtemoc. Cerca de ellos estaba una mujer.

Era la encargada de su cuidado, pero, como todos, dormía bajo la influencia de un narcótico, de unas yerbas que el jardinero, vendido á D. Cristóbal, había mezclado en la comida.

Sin obstáculo cargaron con los dos niños y desaparecieron y con ellos el que les había dado entrada.

—;Y á dónde los llevaron?-preguntó Arias interrumpiendo por primera vez al indio.

Miró D. Cristóbal á Arias, pero no contestó hasta pasado un breve instante.

—A mi vuelta de Hibueras fui á verlos; les dije que su madre había muerto; inventé una historia, y como desde su primera infancia no habían visto á Cuauhtemoc,-este nombre parecía quemar la boca de D. Cristóbal, y salía de sus labios como un silbido,-me fue facilísimo hacerles creer cuanto quise y someterlos á mi voluntad; los guardo en lugar seguro, porque pienso servirme de ellos más tarde.

Comprendió Arias que sobre aquel punto sería inútil insistir: el indio estaba resuelto á no decir más.

Como sobre ascuas pasó por otros acontecimientos, y al tratar de D.' Juana de Zúñiga, confundidla en su furiosa pasión con Xihuitly en su empeño y deseo de venganza.

Daba miedo la expresión calenturienta y amenazadora de su rostro.

Para calmar su agitación, paseó por la sala en que se encontraban, volviendo al cabo de un rato á tomar el hilo de su tempestuosa historia. Sabía que ella, Xihuitl, había enviado cartas al rey y que el mensajero, como si lo hubiera tragado la tierra poco antes de llegar á Valladolid, había desaparecido, salvándose de caer en manos de la Inquisición, á pesar de que el lazo estuviera bien preparado y que no contara con nadie para protegerlo, pues el único que, estimulado por el obispo de México, se interesaba por él, había muerto.

Arias miró profundamente á D. Cristóbal.

Aquel hombre estaba en sus manos: se le entregaba por completo..

—Ahora,-prosiguió convulso y agitado,-lo sabéis todo; conocéis las causas de mi venganza y los motivos de mis alarmas. Sois mi único amigo y seréis mi aliado; yo en cambio os daré oro, mucho oro, ¿aceptáis?

El miserable necesitaba un cómplice, y habiendo conocido a Arias en los garitos y viéndose apoyado por él en sus licenciosas costumbres, le juzgó á propósito para sus designios y quiso deslumbrarlo.

—Además de las inmensas sumas que os adeudo, tendréis más, mucho más, la mitad de mi fortuna; porque en México poseo grandes haciendas que el rey me dió á raíz de la conquista.

—;Por el descubrimiento de la conspiración y muerte de Cuauhtemoc?-preguntó lentamente Arias, sabiendo que sus palabras causaban en D. Cristóbal el efecto de un hierro candente.

El corazón humano es un abismo, y por miserable que sea, por endurecido que esté, alberga siempre en lo más recóndito, en lo más profundo, un tribunal que censura sus actos; un juez que condena con inexorable justicia; un testigo siempre dispuesto en contra de todo lo impuro y de todo lo malévolo; un sentimiento purísimo y omnipotente, que Dios en su elevadísima sabiduría ha dado á la humanidad, como incorruptible y austero mentor que nos hace con frecuencia avergonzar de nosotros mismos.

Es la conciencia, que aletargada á veces y dominada por las fogosidades del carácter, por las asperezas de la vida, por los feroces instintos del hombre, se despierta en determinados momentos y hace ver en repugnante desnudez lo infame, lo sangriento de los hechos, lo degradado de toda una existencia de miserias y de criminales pensamientos.

Así los fantasmas que veía en sueños D. Cristóbal, las torturas que despedazaban su sér, la vergonzosa y extraña impresión que en vano quería dominar cuando recordaba algunos de los actos de su vida, era la conciencia sublevada en lucha con los selváticos instintos; era el remordimiento, al que intentaba sobreponerse la feroz condición de aquel hombre.

Por eso con las palabras de Arias, sintió la inexplicable tortura del condenado, pero reponiéndose y luchando contra sí mismo dijo:

—¿Qué importa? el oro es el rey del mundo, y ahora no extraño el afán que por poseerlo han tenido los conquistadores. ¿Puedo contar con vos? decidme.

—Si aceptáis una condición,-dijo Arias después de algunos minutos de silencio.

—¿Cuál?

—Qué os someteréis á mis consejos y me consultaréis en todo.

—¡Consiento!-respondió el indio sin vacilar,-¿pero vendréis conmigo á México?

—Iré.

—Nada tengo que hacer aquí: vine con Cortés á pretender mercedes y á ver estas tierras. Mi deseo por doña Juana me hicieron odioso á los ojos de esa mujer; ¡algún día implorará mi piedad y será tarde! Después permanecí para acechar á ese adversario desconocido... á ese á quien nombráis D. Juan. ¡Oh! sí, sí, el debe ser. Se salvó de la Inquisición; pero yo conozco yerbas que no dejan señal y matan... rápidas como el rayo...

D. Cristóbal sintió ruido y calló espantado: fue á la puerta, la abrió y cerciorándose de que no había nadie, cerró de nuevo, y acercándose á Arias, le dijo en voz muy baja:

—Ese hombre ha venido para perderme y necesito exterminarlo.

—Que es vuestro enemigo no lo dudo. ¿Sabéis de dónde llegaba esta mañana cuando lo habéis visto?

—¿De dónde?

—De Toledo.

—¿De Toledo?...

—Allá fue para hablar con Carlos V.

—¡Oh maldición!... No podéis comprender todo...

Ese hombre me aterra, y lo mataré.

—También yo lo aborrezco,-dijo sordamente Arias.

Una llamarada de loca alegría cruzó por los ojos de D. Cristóbal.

—¿Que lo aborrecéis vos?

—Sí: enamoró á mi Rafaela.

Arias mentía para que la confianza de D. Cristóbal fuera más entera.

—Por eso me he casado precipitadamente, por substraerla á su pasión.

—Empeñad mis haciendas: necesitamos dinero... hoy mismo, pronto... ¡Oh rabia! Lorenzo y D. Juan no caben conmigo en la tierra... ¿pero quiénes son?

—Vos debéis saberlo,-dijo Arias.

—No; no los conozco, pero presiento en ellos dos enemigos-encarnizados. Me batí con Lorenzo y no quiso matarme... ¿no creéis lo mismo? se contentó con herirme... ¿por qué? no lo adivino... si los muertos pudieran volver, diría que era... pero no, es una locura... la semejanza me confunde y me causa vértigos. Es preciso que os hagáis amigo de ese hombre.

—¿De quién, de D. Juan?

—De ambos; pero no, de Lorenzo más bien, y sobre todo de algún criado. Me pondréis en contacto con él.

—¿Cuál es vuestro proyecto?

—Perded cuidado: os he ofrecido no hacer nada sin contar con vuestros consejos... dejadme pensar. Necesito librarme de esos hombres: me causan miedo,-añadió D. Cristóbal con voz sorda.

—¿Miedo vos?

—Sí; no podéis comprender esto, ni yo explicarlo ahora: estoy en el caso de jugar el todo por el todo. Cada día que pasa es un peligro nuevo. ¿Lo entendéis?

—Fiad en mí: haré todo aquello que deba hacer, y os aseguro que algún día comprenderéis hasta dónde llega en mí la abnegación y el sacrificio por la amistad. Soy esclavo de mis sentimientos.

—Después, conseguido mi intento, saldremos para México. Iréis conmigo: Rafaela es amiga de Luisa; no las separaremos mientras esté conmigo esa niña.

—¡Cómo, no os entiendo! ¿pensáis separarla de vos?

—¡Quién sabe!... allá hay mucho que hacer, y Luisa...

—¿Todavía guardáis para mí secretos?

—Sí; este no me pertenece: algún día lo sabréis.

Cuauhtemoc o el mártir de Izancanac
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047_split_000.xhtml
sec_0047_split_001.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
sec_0052.xhtml
sec_0053.xhtml
sec_0054.xhtml
sec_0055.xhtml
sec_0056.xhtml
sec_0057.xhtml
sec_0058.xhtml
sec_0059.xhtml
sec_0060.xhtml
sec_0061.xhtml
sec_0062.xhtml
sec_0063.xhtml
sec_0064.xhtml
sec_0065.xhtml
sec_0066.xhtml
sec_0067.xhtml
sec_0068.xhtml
sec_0069.xhtml
sec_0070.xhtml
sec_0071.xhtml
sec_0072.xhtml
sec_0073.xhtml
sec_0074.xhtml
sec_0075.xhtml
sec_0076.xhtml
sec_0077.xhtml
sec_0078.xhtml
sec_0079.xhtml
sec_0080.xhtml
sec_0081.xhtml
sec_0082.xhtml
sec_0083.xhtml
sec_0084.xhtml
sec_0085.xhtml
sec_0086.xhtml
sec_0087.xhtml
sec_0088.xhtml
sec_0089.xhtml
sec_0090.xhtml
sec_0091.xhtml
sec_0092.xhtml
sec_0093.xhtml
sec_0094.xhtml
sec_0095.xhtml
sec_0096.xhtml
sec_0097.xhtml
sec_0098.xhtml
sec_0099.xhtml
sec_0100.xhtml
sec_0101.xhtml
sec_0102.xhtml
sec_0103.xhtml
sec_0104.xhtml
sec_0105.xhtml
sec_0106.xhtml
sec_0107.xhtml
sec_0108.xhtml
sec_0109.xhtml
sec_0110.xhtml
sec_0111.xhtml
sec_0112.xhtml
sec_0113.xhtml
sec_0114.xhtml
sec_0115.xhtml
sec_0116.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_016.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_017.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_018.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_019.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_020.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_021.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_022.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_023.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_024.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_025.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_026.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_027.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_028.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_029.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_030.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_031.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_032.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_033.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_034.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_035.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_036.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_037.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_038.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_039.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_040.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_041.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_042.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_043.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_044.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_045.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_046.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_047.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_048.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_049.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_050.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_051.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_052.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_053.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_054.xhtml