CAPITULO XXXVI

TEMPESTADES DEL ALMA

Cuando la arena: los arbustos que formaban la cerca de la plazoleta, se agitaron abriéndose para dar paso á Juana.

Palideció densamente Elena.

¿Su hermana habría visto á Fernando? ¿qué pensaría de su falsedad y cómo juzgaría el haberle ocultado sus amores?

La idea de ser culpable la aterró, y gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas: eran las primeras que el dolor la hacía derramar.

Juana la abrazó y con acento dulce y benévolo la dijo:

—¿Desde cuándo mi Elena querida tiene secretos para mí? ¿Acaso desconfías de mi cariño?

La joven sollozaba entre los brazos de su hermana.

Parecíale enorme aquel delito y que era imposible hallar perdón para él. Su rectitud la acusaba más que las palabras de la esposa de Cortés.

—¿Porque ese llanto? sosiégate y hablemos. La casualidad ha hecho que al salir del baño, y no viéndote como diariamente, recorriera el jardín para buscarte, y que recordando venías siempre á este sitio, llegase hasta aquí y te viera con Fernando. No quise causaros la desagradable sorpresa de mi presencia, y sin querer, ni pensarlo, escuché las últimas palabras. Pero no hay motivo para tal congoja... amas y eres amada... sólo te censuro no haber tenido confianza en mí.

Elena levantó la cabeza; sus ojos estaban bañados en lágrimas, y su rostro rojo de vergüenza.

—Perdóname, Juana, perdóname; todos los días pensaba en pedirte consejo y en confiarte mis nuevos alborozos, segura de que tú, á la vez que apoyaras mis amores y los defendieras, me disculparías la falta que desde el principio cometí con mi silencio; no sé qué temor cerraba mis labios, no sé por qué al resolverme, callaba de improviso... Hoy sí, te lo hubiera dicho esta tarde, porque mañana...

Elena vaciló, y los resplandores del júbilo que su pecho sentía, recordando el amor de Fernando, brillaron en la mirada.

—¿Mañana qué?

Y Juana, al preguntarla, besó y abrazó de nuevo para reanimar su expansión.

—Mañana hablará con Hernán para pedir mi mano.

—Y no dudo que se la otorgará.

—¿Lo crees?-exclamó radiante la enamorada niña.

—¿Por qué no? Veo en Fernando la entereza y valor del héroe, y los sentimientos y madurez de un hombre, cuando es casi un niño. Veo notables y generosos instintos, y de tal manera, que todo en él es hidalguía y franca sencillez; para ti, acaso hubiera soñado yo, con un marido de otra categoría, pero no de más nobles prendas.

—;Oh! me llenas de regocijo; ¡qué feliz soy!

Y Elena abrazó una y cien veces á su hermana, recobrando la plácida seguridad, y entonces risueña y sin omitir detalles, la hizo la historia de su amor, y con ella la entretuvo todo el día, porque siempre encontraba algo que añadir ó resolver.

Fernando, á pesar de lo ofrecido, no fue por la tarde, pero sí con el pretexto de asegurarse si Cortés llegaría en la mañana siguiente, hizo saber que Ampudia estaba en cama, atormentado por el tenaz reuma que padecía.

Desde la hora en que Cortés llegó de México hasta aquella que Fernando escogió para su entrevista, no encontró Juana momento oportuno para hacerle confidencias y sondear sus sentimientos.

Sorprendiose el conquistador cuando el joven solicitó hablarle á solas, pero sin vacilar le condujo á otra habitación.

Para él pasó desapercibida la mirada de inteligencia que se había cruzado entre Fernando y Elena, y la sonrisa de Juana.

—Sentaos,-dijo Cortés,-y hablad, pues supongo es asunto importante y urgente. ¿Vuestro padre ha recibido cartas que se refieren á las expediciones del Sur?

Los amigos y enemigos de Cortés se preocupaban mucho de cuanto era referente á los buques detenidos, hasta recibir órdenes del emperador, y con frecuencia le daban avisos ó noticias.

—No, señor,-contestó Fernando sin desconcertarse,— ansiaba vuestra llegada para tratar de cosas que me son personales.

El conquistador clavó en él la mirada interrogadora, y sorprendido, sintiendo como siempre al encontrarse con los ojos de Fernando una impresión que no podía explicarse.

—Vais tal vez á condenar mi audacia y á retirarme vuestra estimación, que bien sabe Dios cuanto me honra, pero reclamo la benevolencia en vos tan natural, y sobre todo la franca respuesta. Dispensadme, señor, se trata de algo que decidirá de mi porvenir, de mi vida entera.

—Explicaos: ¿en qué puedo serviros?

—En mucho, pero paréceme mi atrevimiento tan grande, que vacilo y temo.

No podía hacerse cargo Cortés de la situación, y como Fernando era altivo, y ya en varias ocasiones demostrara voluntad firme, extrañábase de aquellas reticencias.

—Ya sabéis que os he manifestado verdadera amistad, y no puedo adivinar el por qué os encuentro hoy fuera de vuestro carácter entero y decidido.

—Pues bien, señor, yo amo, adoro á Elena.

—¿Qué amáis á mi cuñada?

—Sí, señor, con el alma, con el corazón, con todo mi sér.

—¿Y ella lo sabe?

—Me ama también.

—¡Es la mayor desgracia!

El semblante de Fernando perdió su animación, y se puso mortalmente pálido.

—¿De modo que no debo aspirar á su mano?

—Jamás; ese amor es imposible.

—¡Lo comprendo! no soy de elevada clase, no sé si mis padres viven... D. Martín, al adoptar al pobre huérfano, me hizo un bien inapreciable y un mal sin remedio.

—No os comprendo,-dijo con frialdad Cortés.

—De haber vivido como humilde criado del encomendero á quien me entregaron en la infancia, tal vez no hubiera conocido á Elena. Pero la amo, señor, la amo tanto, que si el hacerla mi esposa fuera un imposible, volvería á pelear con los bárbaros para buscar la muerte.

Fernando era muy joven, tanto como Elena, pero la firmeza de su carácter, el aspecto marcial adquirido en los combates, y su varonil belleza, le hacían parecer de más edad.

—No os pido más que una esperanza, y después ponedme á prueba, y disponed de mí. Sin vacilar me separaré de ese ángel; marcharé en las expediciones; conquistaré nombre y gloria y os ayudaré en esas conquistas del mar del Sur para hacerme digno de ella.

—Os he escuchado sin interrumpiros, y tampoco sabría qué responder en este momento. Elena, por su linaje, por su fortuna, por su hermosura, debe y puede aspirar a contraer un enlace ventajoso, y este amor que se interpone entre proyectos acariciados por mí hace largo tiempo, puede tener para lo futuro serias consecuencias. Creo que sin romper de frente, y prometiéndoos reflexionar, por la estimación que os tengo, debo, sin embargo, aconsejaros os acostumbréis poco á poco á la idea de renunciar á Elena y hasta conseguir olvidarla.

—¡Eso nunca!

—¿Y si fuera ella quien más tarde estuviera arrepentida?...

—¡Oh! no me digáis eso. Prefiero pensar que no me consideráis digno de Elena; que vos, con el derecho de segundo padre, y no pensando tal vez cuán desgraciados nos hacéis, os oponéis á nuestro amor y me desterráis de vuestra casa, pero dejadme á lo menos la fe y la confianza en mi adorada.

—¿Creéis conocerla mejor que yo?

—Sí. En su corazón no hay puertas para mí; veo en él lo que vale y lo que me ama.

Cortés, que á las primeras palabras había respondido «jamás,» estaba perplejo, y á pesar suyo, medio vencido. Había contado con Elena para, sin forzar su voluntad tener un nuevo apoyo cerca del emperador, contra sus enemigos.

Pensaba casarla con un grande de España bien quisto en la corte y hombre además que poseía pingües rentas, y he aquí que un indio desconocido intentaba echar por tierra todos sus planes.

Y lo más extraño era que él, Cortés, sentía remordimiento al matar en ambos jóvenes la primera amorosa ilusión.

Quiso ganar tiempo, y con menos severidad, dijo:

—Fernando, ni una palabra más ahora. Hablaré con la marquesa, con Elena y con vuestro padre adoptivo...

—Debo advertiros que Elena, ignora sea yo únicamente adoptado y no hijo de D. Martín.

—¡Ah! En el ánimo de Cortés brotó una esperanza.

—Entonces hablaré de antemano con D. Martín. Decidle que mañana le espero.

Fernando miró con ansiedad al caudillo.

—Dejadme ahora solo. Una pregunta: ¿estaréis dispuesto á ir en la expedición?

—Lo juro, si con ello he de merecer á Elena.

—Está bien.

Fernando salió, dirigiéndose á la sala en que, ansiosas, esperaban la marquesa y su hermana.

—Decidme lo que ha pasado,-exclamó la joven,-me estoy muriendo de impaciencia... ¡oh! todo lo sabe,— repuso ruborosa, y señalando á D.ª Juana:

—Sí, Fernando, podéis hablar; ¿mi marido es favorable? ¿qué os ha dicho?

—¡Ah! señora, no lo sé.

—¡Cómo! ¿no lo sabéis?

—Primero declaró que jamás consentiría; después, menos cruel, me ofrece hablaros y entenderse con el señor de Ampudia.

—Y vos...

—Yo á todo estoy resuelto, Elena. He jurado marchar en la expedición del mar del Sur, batirme, y pedir á la gloria que me proteja, para que lleguéis á ser mía.

—¡En la expedición!

—Veremos todavía; hablaré con Cortés, pero sobre todo, que no vea yo lágrimas en tus ojos,-dijo D.ª Juana conmovida.

—Elena, somos muy jóvenes, y deseo que Hernán Cortés vea de lo que soy capaz por vos. Aun cuando no me niegue vuestra mano, partiré, y sólo os pido una merced.

—¿Cuál?

—Que me guardéis vuestro corazón, suceda lo que suceda.

—Eso ¿para qué jurarlo?

—Con esa confianza, la separación me será menos terrible; ahora voy á contarle todo á mi buen padre.

Y acababa de salir Fernando, cuando entró Cortés.

El semblante del conquistador estaba grave y contraído.

—Ven aquí, hija mía,-dijo sentándose en un ancho sillón de brazos,-ven aquí, Juana, sentaos á mi lado y hablemos, porque si había pensado ver antes á Ampudia, ahora creo es mejor ponerte en antecedentes, y que también me digas la verdad. Ese mozo atrevido me asegura que le amas, ¿es cierto?

En los ojos de la joven brilló un rayo de pasión y de energía.

—¿Y cómo pudiera engañarte, Hernán?

—¿Es decir que le amas?-insistió.

—Sí, con toda mi alma.

—Pues es indispensable que le olvides.

Elena creyó que el mundo se desplomaba, que el sol se oscurecía y que su vida, tan alegre, hasta entonces, tornábase en un lago de amargura sin par.

D.ª Juana tomó sus manos y estaban heladas; la miró y vió que en su rostro había angustia infinita.

—¡La matas, Cortés!-exclamó.

—¿Luego es verdad que ese amor tiene hondas raíces en tan corto tiempo?

—Yo te vi y te amé con ese mismo fuego,-dijo la marquesa.

El conquistador se sintió conmovido, reprochándose la prueba que había intentado.

—Recóbrate, Elena,-dijo acariciándola,-escúchame, y luego, si á pesar de todo insistes, te juro no oponerme á tu amor.

Súbito consuelo recibió la joven con aquellas palabras, y con voz trémula, balbuceó:

—Gracias, Hernán. Te escucho.

—Hay algo en la vida de Fernando, que conviene sepas y que él te ha ocultado.

La pobre niña sintió nuevo y punzante dolor.

—Ese joven valeroso y que me subyuga por su altivez y nobleza, no es hijo de D. Martín de Ampudia... no es un secreto... lo saben todos.

—Pues, ¿quiénes son sus padres?-preguntó impaciente Juana, viendo que Elena estaba agitadísima y que no podía hablar.

—Nadie lo sabe. Os diré lo que Ampudia me refirió al volver de la campaña.

Y Cortés repitió la historia de Fernando, que ya cocemos.

—¡Él, criado de un encomendero!-exclamó Elena con profunda amargura.

—Sí, hija mía, por eso es preciso medites con calma y razones sin los entusiasmos de la pasión.

—¡Nada en él es vulgar!

—Lo confieso yo mismo, y tanto, que me admira y me atrae, ¿pero qué me toca hacer? tu porvenir, tu felicidad, están en juego.

—¡Qué terrible contrariedad!-dijo D.ª Juana,-don Martín es amorosísimo para él.

—Le quiere con delirio; ha hecho testamento y le instituye único heredero. No es la fortuna lo que me detendría para aceptarlo...

—¡Yo soy rica!-murmuró Elena.

—Sí, pero no es eso; ya he dicho, que, aunque fuera pobre no vacilaría, pero, ¿y si alguna vez encuentra á sus padres y éstos te hicieran avergonzar?

—¡Imposible! ¡no puede ser! y si así fuera,-continuó la joven apasionadamente,-le amaría también.

La vehemencia de Elena sorprendió á Cortés.

Una doncella interrumpió bruscamente la conversación. Llevaba una carta para el conquistador.

Era de Ampudia y sólo decía:

«Lo sé todo; Femando ha puesto en mis manos su dicha. Le he dado esperanzas. Mañana, os veré.»

—Entre tanto, y puesto que no puedes dominar esa pasión, tranquilízate. No dudes de mí, sabes que te quiero como un padre.

Y Cortés, luchando consigo mismo, dejó sola á Elena con la marquesa.

Cuauhtemoc o el mártir de Izancanac
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