CAPÍTULO LXXXVIII

REDENCIÓN

—¿Era D. Juan?

—No, era Ehcatl. Le hice una seña á Juana y quedamos solos.

Mis primeras palabras fueron de gratitud, y después quise saber más de lo que Juana me habla dicho.

Poco adelanté. Únicamente el indio, cuyo nombre yo no sabía entonces, me manifestó que además de perseguir la justicia á D. Cristóbal por el asesinato, buscábanle también los acreedores, porque estaba arruinado.

—Su casa,-me dijo,-está cerrada; sus fincas no podrán pagar lo mucho que debe, y no posee nada, absolutamente nada, y calculando que hoy había de faltaros todo, os han hecho traer aquí.

—¿Pero quién?

—D. Juan de Texcoco.

Esperaba sin duda Ehcatl lo que aconteció, pues una sonrisa vagó por sus labios al verme hacer un movimiento de sorpresa. Os advierto, que aun cuando Gaspar estuvo á su servicio no le conocí jamás, pero me asaltó un recuerdo. El de un semblante hermoso y triste que vi en la glorieta al volver de mi desmayo. No dudé fuese él.

Os afirmo que al saber la ruina de D. Cristóbal, sentí agudo remordimiento. Yo era la principal causa; mis derroches, mis caprichos costosos, mis locuras le habían llevado al abismo.

—¿De manera que estoy abandonada y en la miseria? —dije.

—No; aquí estaréis todo el tiempo que os plazca, y después D. Juan os protegerá. Podéis salir, entrar sin ninguna traba; estáis libre, y cuanto podáis desear lo tendréis.

No sabía qué pensar. Pasaron muchos días, y anonadada por mi situación, busqué consuelo en la casa de Dios; iba todas las mañanas á la iglesia, que pertenecía al convento de los franciscanos.

Un día al ir á tomar el agua bendita, me encontré frente á frente con D. Juan: no podía equivocarme. Su rostro era el que yo había visto en la noche funesta. En esa mañana, mi pensamiento estuvo muy lejos de la misa. Aquel hombre hermoso, indiferente, arrogante, me causó un efecto extraordinario. Como he resuelto deciros la verdad, no os ocultaré que al oír ponderar siempre mi hermosura, al ver que los hombres enloquecían por ella, llegué á creer que era irresistible, y que con sólo una mirada, todos caerían á mis pies. La frialdad glacial de D. Juan fue para mí un saludable á la par que cruel desengaño. Ahora pienso que la hermosura física atrae, pero la del alma consolida el dominio. Mi amor propio ofendido se sublevó, pero en vez de empeñarme en un imposible, me sentí inclinada al bien. Nunca creí que se pudiera llegar á la redención por el orgullo herido.

—No; por el amor; porque amor es lo que sentís por D. Juan,-pronunció D. Álvaro con dolorosa entonación.

—No; no le amo. Os lo afirmo. Ejerce en mí un misterioso poder. Su severidad, su altivez, lo generoso y grande de su alma, me inspira veneración. ¡Oh! en ese hombre,-añadió estremeciéndose,-en ese hombre hay algo de sobrenatural.

Altamirano, involuntariamente, recordó las palabras de D. Juan.

No era extraño en aquel tiempo que el fanatismo y la superstición tomaran siempre parte en los hechos más lógicos y naturales.

Si en la época en la cual se desenvuelve nuestra novela, hubiéranse descubierto el vapor y la electricidad, el genio inventor figuraría entre los mártires del fanatismo. El tormento ó las llamas hubieran dado cuenta de él como hechicero.

—Hay otra causa,-prosiguió Beatriz,-que ayudó á mi regeneración. El amor de Ehcatl.

—¿Ese noble os ama?

En la voz de D. Álvaro, había celos y enojo.

—Sí, con delirio, con alma y vida; y esa pasión es tanto más ardiente cuanto que estoy convencida de que es la primera. Ehcalt, esclavo de su deber, y consagrado á cumplir la postrera voluntad de Cuauhtemoc, no ha podido fijarse en ninguna mujer. Él mismo, en un momento de expansión lo ha dicho, pero sin que sus labios pronunciaran una palabra de amor por mí. Mas ¿qué mujer no comprende que es amada? Moriría Ehcalt antes que decírmelo, y lucha con el valor de un héroe. Tal vez me cree indigna de esa pasión que le arrastra hacia mí.

—Sois una criatura singular, y ¿cómo conoceros y no amaros?

—Tenéis el ejemplo en D. Juan, él me desprecia,— repuso con triste acento.

—No; imposible.

—Bien; podría equivocarme, pero estoy resuelta á no causar la desgracia de Ehcalt y á substraerme al dominio que D. Juan ejerce sobre mí. Quiero alejarme.

—Pero...

—Os diré. Deseo buscar en los niños mis redentores; quiero entrar en el colegio de las niñas indias que ha fundado la emperatriz y servir y ayudar á las matronas que dirigen la enseñanza. Sólo de esa manera podré vencer el hastío de la vida.

—¿Seréis capaz de sacrificaros?

—No es sacrificio; sólo ambiciono recobrar mi propia estimación. ¿Me ayudaréis?

—Lo juro,-contestó con noble impulso D. Álvaro, —¿pero no habéis hablado jamás con D. Juan de Tex— coco?

—Dos veces. La primera fue casual y se limitó á preguntarme si me encontraba repuesta del estado de abatimiento en que había caído, durante los primeros días de mi estancia en casa de Ehcalt. La segunda fue para dirigirme algunas preguntas que se relacionaban con don Cristóbal y con su hija, que, según supe, había desaparecido. ¿No sospecháis,-me dijo,-en dónde pueda esconderse D. Cristóbal?

—Lo ignoro, y aún cuando no siento por él más que desprecio, no lo diría tampoco, si conociera su asilo.

Me miró D. Juan profundamente, y me dijo:

—Bien, Beatriz; aun hay en vos sentimientos generosos: podéis regeneraros. En ese camino me encontraréis para protegeros.

Sin duda la pregunta había sido un ardid para juzgarme. Mas ¿cómo no pensé entonces en que con una palabra tal vez hubiera hecho un gran servicio á D. Juan?

No puedo deciros nada más sobre esto; tal vez os tome más tarde como mediador.

Ya empezaba el cielo á tomar el blanquecino color que precede al día.

D. Álvaro se puso en pié para retirarse.

—Por vos conviene que me retire,-dijo,-¿qué puedo hacer por vos?

—Necesito vuestro influjo para obtener, sin que se hagan investigaciones, mi entrada en esa escuela, porque no me recibirían si supieran quién soy, y tampoco quiero solicitar ese favor de D. Juan, porque deseo que Ehcalt ignore en donde estoy. De ese modo me olvidará. Tal fue el objeto de mi peregrinación y el haberme reunido con las santas mujeres que venían á pedir su bendición al obispo. Yo quería arrojarme á sus pies, confesarle mis liviandades y pedirle su protección, pero os vi y cambié de idea.

—Os he prometido ser vuestro amigo y lo cumpliré. Dadme algunos días y recibiréis aviso.

—Gracias,-dijo con efusión Beatriz.-Ahora marchaos; ya amanece.

Salió Altamirano aturdido y dolorosamente impresionado, pero resuelto á satisfacer el deseo de aquella mujer.

A la misma hora encontrábase D. Juan en la cámara del obispo, y la conversación debía haberse entablado antes de amanecer, porque aún había luz encendida.

—Confiad en Dios,-decía Fray Juan,-que no puede menos de premiar vuestras virtudes y sufrimientos. Todavía os queda mucho que esperar y ya veis su misericordia, puesto que os ha devuelto á Fernando.

—Aun no; ¿quién sabe si perderá la vida en esa expedición?

—El corazón me dice lo contrario.

—Pero jamás la princesa, aunque recobre la razón, podrá consolarse con su hijo, de la pérdida de su hija... Ese hombre ha sido implacable, y ahora ha desaparecido tal vez para siempre.

—D. Juan,-dijo severamente y á la vez con suma dulzura el obispo,-¿os olvidáis de las mercedes de la Providencia y que ella todo lo puede?

—Perdonad, pero hay veces en que me pregunto ¿para qué me sirve la vida cuando ni puedo vengarme? sólo arruinando á ese infame perseguidor de mi familia, le he quitado el principal elemento para hacer el mal, pero ¡cuántas veces le he tenido en mis manos y al proponerme exterminarle, he recordado mi juramento y se ha salvado!

—Recordad que la princesa estaba en la agonía y que entonces, loco por la desesperación...

—Recuerdo todo; pedí á Dios la vida de Xihuitl, y juré que mi venganza se reduciría sólo á contrarrestar los golpes del malvado, y...

—El Supremo Sér os devolvió la salud á D.ª María Isabel.

—Es cierto; pero vos que sois depositario de todos mis secretos, de todos sin excepción, sabéis lo que he sufrido y sufro y que no puede haber ejemplo de una existencia más terrible que la mía.

Fray Juan de Zumrraga fijó en el azteca una mirada de profunda compasión, de infinita ternura.

—¿Recordáis cómo nos conocimos?-le preguntó.

—Imposible sería olvidarlo. Os debí la salvación de mi cuerpo y de mi alma, porque había decidido dejarme morir, ¿qué era yo en la tierra?

—Hechura de Dios, y como tal él, únicamente él t tenía derecho sobre vuestra existencia.

—Vuestras palabras, vuestra bondad y paciencia evangélica lograron lo que no habían logrado ni las lágrimas de Xihuitl ni la sublime abnegación de Ehcalt. Dios me habló por vuestros labios. Desde entonces habéis sido mi consejero, mi amigo, mi hermano. Tal era mi ansia por volver á veros, qué bajo la palabra del Dr. Mixcoac, dejé I la princesa y vine á encontraros; él me ofreció no separarse de ella.

—Pues bien, en nombre de esa amistad, creed y esperad con fe.

Anunciaron en aquel instante que sólo aguardaban al | obispo para emprender la marcha.

En el corredor, las peregrinas arrodilladas le pidieron su bendición.

Sin duda D. Juan de Texcoco había confiado al obispo la historia de Beatriz, porque inclinándose hacia ella el santo prelado, la dijo en voz muy baja:

—El que se arrepiente, puede estar seguro de alcanzar | la gracia divina.

Y dándola á besar su mano, pasó.

Altamirano y D. Juan siguieron al obispo, y los hermosos ojos de D.ª Beatriz se fijaron en ambos con incopiable expresión. Una lágrima brilló entre sus largas y oscuras pestañas, y después aún permaneció de hinojos y el movimiento de sus labios hacía comprender que rezaba.

El numeroso cortejo se puso en orden, y los hidalgos castellanos y los señores aztecas, fraternizando, formaron la escolta del primer obispo de México.

Ya desde allí el camino se veía concurridísimo, y era de ver el inmenso pueblo que á darle, la bienvenida acudía y las muestras de alborozo y de cariño que todos le prodigaban.

—¡Nuestro padre! ¡viva nuestro padre!-gritaban los indios llenos de fervor religioso.

Allí estaba encarnado el espíritu del siglo XVI.

Las mujeres se esforzaban por llegar hasta el humilde franciscano, y respetuosamente ponían sus labios en ambas manos que les tendía con tierna emoción.

Y así llegó á la capital de Nueva-España. Una lluvia de flores caía sobre su venerable cabeza desde las ventanas y balcones cuajados de gente, y la población en masa iba detrás de la comitiva.

También las peregrinas continuaron hasta la iglesia, formando parte del acompañamiento y elevando sus preces en acción de gracias, por haberles devuelto á su pastor.

Una hora después llegaba Beatriz á la casa de Ehcatl, llena de confianza y de fe, para emprender la nueva senda que había jurado seguir.

Alientos no la faltaban para soportar el sacrificio y llevarlo á buen término, y era tal la seriedad que resplandecía en su rostro y la dulzura de su mirada, que Juana exclamó al verla:

—Qué hermosa está hoy su merced, ama mía, jamás la he visto así.

Y más que las palabras, se lo expresaron los ojos de Ehcatl, que la devoraban, viéndola dirigirse á su aposento.

El rubor aumentó la belleza celeste de Beatriz, y entró en su cámara inquieta y preocupada.

—Dios quiera,-se dijo á sí misma,-que Altamirano cumpla pronto. Es preciso romper, cortar esta situación que sería insostenible... y quién sabe, ¡el corazón es tan cobarde!

Puede el lector identificarse con el pensamiento de Beatriz, y adivinar lo que temía.

Entre tanto el generoso azteca murmuraba:

—¡Esa mujer es la fatalidad! La amo, sí, la amo; es la luz de mis ojos, y ella, sólo ella, podría apagar la sed de mi corazón!

Y Ehcatl se arrancó á la peligrosa contemplación, se dirigió al jardín, y buscando las rosas más frescas y perfumadas, algunos jazmines del cabo, geranios y heliotropos, formó un caprichoso ramo y con delicia aspiró su perfume.

—Los hermosos ojos de esa mujer van á fijarse en estas flores y la embriagarán con su aroma delicado, pero no adivinará el pensamiento que encierran y ¿para qué? La amo, y, sin embargo, me considero humillado por ese amor; si yo hubiera conocido á Beatriz, pura, con el corazón nuevo para el amor y con el candor celestial de la virgen, hubiera caído á sus pies para pedirle su amor en cambio de mi adoración. Pero la idolatro y no puedo estimarla... Y sufro, sufro como un condenado. No; vale más que ella no lo sepa jamás... ¡qué hermosa es!... ¡cuántas perfecciones tiene!

Ehcatl con el ramo en la mano, volvió al corredor a tiempo que salía Juana del aposento de Beatriz.

—Toma,-dijo,-para tu señora.

Y avergonzándose de sí mismo, se alejó, precipitadamente.

Cuauhtemoc o el mártir de Izancanac
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