CAPÍTULO LXVIII
El cielo asemejaba un inmenso lago de oro, cortado por el reflejo de pálidos celajes y plateadas ondulaciones, y allá á lo lejos, en el horizonte, destacábase una ancha faja de azul purísimo, como un brazo del tranquilo Océano.
Era uno de esos crepúsculos que únicamente se admiran en los trópicos y que se graban indeleblemente en la memoria, pero que son imposibles para copiarse ni para describirse, porque el cuadro es demasiado grandioso y jamás la capacidad humana alcanza á reproducir la sublime obra de Dios.
Por el Poniente, aquellas pintas de oro, graga y plata, parecían descansar sobre los altos picos de la Sierra Madre, dejando entre sombras un bosque espesísimo, un valle de lozanía sin par y las fantásticas ruinas que, medio escondidas entre la maleza y las, enredadas ramas de los arbustos, se veían á la entrada de la selva.
A los pies de los escabrosos riscos despeñábase un manantial abundante que, brincando como niño travieso y juguetón, iba á engrosar la bulliciosa corriente que tenía lecho en el fondo de una quebrada.
Las sombras eran á cada minuto más densas, y envolviendo el conjunto confundían los cerros, la arboleda, las ruinas y la verde llanura, no turbando el majestuoso silencio de aquellas soledades otro rumor que el de la alegre catarata y el chillido de las aves nocturnas.
Aun cuando la noche llegaba á buen andar, todavía distinguiríamos á un hombre que, saliendo de entre las ruinas, se quedó inmóvil al dar los primeros pasos en el valle y lanzó un agudísimo silbido.
Por el lado opuesto del bosque se oyeron pisadas de caballo, y á poco entraron en el llano tres personas. Dos hombres y una mujer.
Adelantó el que de las ruinas había salido para reunirse á los recién llegados que, ya desmontados, seguían la marcha á pié, llevando del diestro á los caballos.
La mujer se apoyó en el brazo de uno de ellos, como si estuviera abrumada de fatiga, y todos penetraron en el bosque.
Allí las tinieblas eran completas, y sólo la vista de un soldado ó de un indio podía distinguir el camino sin tropiezo ni vacilación.
Como tigrillos [48] treparon por las breñas, pero cargando á la mujer, cuyos pies, á juzgar por la lentitud con que se movían, no estaban acostumbrados á hollar montes ni escalar montañas.
La ascensión no fue larga, aunque sí trabajosa, y á poco se encontraron en una especie de atrio, rodeado por todas partes de escombros, de muros derruidos, de ennnegrecidas y colosales piedras, de aposentos sin techumbre y con paredes medio desmoronadas.
A su antojo se habían enseñoreado, los abrojos y los espinos, de aquellos restos de edificios incendiados, que tal era el aspecto de cuanto en torno se veía, y que, extendiéndose por la pendiente del cetrito, hacía dificilísima la subida.
El guía, como experto en aquellos sitios sólo frecuentados por culebras, lagartijas ó alacranes, volvió á escalar otro trecho y atravesó por una habitación que en el centro tenía una gran piedra redonda rota por la mitad. Debió servir para los sacrificios de los indios de Ameca en uno de sus santuarios. Delante de ella se detuvo.
—Aquí está,-dijo,-la bajada á lugares por completo desconocidos, y sería imposible que el más astuto diera con vos en este refugio.
Movió la enorme piedra, la desvió, y dejando al descubierto una angosta escalera, repuso:
—Os cedo el paso para cubrir la abertura. Tened cuidado, los escalones están muy resbaladizos, porque el agua de la catarata se filtra y la humedad ha criado lama.
Con una especie de palanqueta, levantó un extremo de la piedra y la atrajo hacia sí, hasta que la colocó sobre la entrada haciéndola invisible para todos, y encendiendo una tea de ocote, porque la oscuridad era profunda, empezó á bajar con los demás y á dar vueltas en aquel caracol que se prolongó hasta que sintieron el rostro salpicado por una finísima lluvia.
—Nos encontramos debajo de la cascada, y pasaré primero para que veáis el camino, que á más de ser riesgoso por lo estrecho, está á la orilla del río. No tengáis miedo, niña,-repuso viendo la vacilación de aquélla,— dadme la mano y nada temáis.
La tea iluminó el triste rostro de Luisa, enflaquecido, extraordinariamente pálido, ó más bien lívido, y sus ojos apagados, hundidos y expresando cansancio y desaliento moral y físico.
D. Cristóbal la seguía y detrás Cuculli. El Méxica guiaba. El agua de la catarata, al salpicar el semblante de la desventurada, producíale sensación de frío, haciéndola temblar. El camino, cada vez más angosto, era difícil, y las cuatro personas de una en una y pisando con precaución sobre agudísimas piedras, llegaron hasta una planicie sólida y avanzada sobre las caudalosas aguas que corrían en el fondo de la quebrada hasta juntarse con las de la laguna Mexticocan.
Descansaron unos instantes y el Méxica entró en una ancha y profunda cueva tapizada con helechos, parásitos, lianas y trepadoras de diversas clases.
Allí descansaron algunos instantes, después el indio abrió una cortina de hojas y troncos, descubriendo en el fondo algunas piedras rotas y un hueco negro y hondo como guarida de fieras.
Veíanse en él también escombros y tierra removida hacía poco tiempo.
—Dadme la mano, niña, y levantad el pié para que alcance el tercer escalón.
Todos imitaron: subieron diez ó doce y de nuevo bajaron, hasta las entrañas de la tierra, encontrándose en maravillosa galería que en uno y otro lado guardaba caprichosas urnas de maderas ricas y con adornos de oro. Cubrían el pavimento hermosas pieles, y de distancia en distancia veíanse banquitos muy bajos tapizados con telas de algodón entretejido con oro.
Estaban en un palacio subterráneo.
Méxica delante y los demás detrás, siguieron por el laberinto de galerías hasta un aposento redondo y también alfombrado con pieles, descoloridas por los años. Allí dejáronse caer sobre aquéllas, faltos ya de aliento y de fuerzas.
—¡Pero es maravilloso! ¿Quieres decirme en donde nos encontramos? ¿Qué urnas son estas?
—Las que pudieron esconderse para que el bandido Nuño de Guzmán no se apoderara de ellas. Guardan las cenizas de los señores de Ameca. Aquí existían ya cuando llegaron los españoles, estas ruinas de pueblos antiguos y un soberbio templo en donde se veneraba á nuestros dioses. Ya sabéis que yo no he renegado de mi religión. La última reina de Jalisco, recelosa de los invasores, hizo transportar á este subterráneo las cenizas de los reyes de Tonalá, Jalisco y Colima. En este misterioso lugar están seguras y libres de ser profanadas.
D. Cristóbal miraba asombrado al indio.
—Mi noble padre,-repuso,-en el momento de su muerte me hizo depositario de su secreto, exigiéndome juramento de no revelarlo sino á hombres de nuestra raza.
—Te escucho sin comprenderte. ¿Quién eres?
—Hijo de un rey de Tonalá y hermano de aquella reina que recibió á Nuño de Guzmán bajo guirnaldas de flores y con suntuosas fiestas. ¿Y cuál ha sido la compensa? Tiranía, persecuciones sangrientas, ingratitud ' y exterminio de una gran parte de los nuestros. Ese nombre, con mano de hierro, nos gobierna esclavizándonos y sometiéndonos, no al yugo del rey de España, sino al brutal suyo. Incendia y tala, y la codicia, que todos los tesoros no sacian, le convierte en asesino. Desdichados los pueblos en donde Nuño de Guzmán ha entrado. Ambicioso de poder, ambicioso de riquezas, es como el buitre que se ceba en sus víctimas y las despedaza.
—¿Pero cómo te encontré entre los defensores del imperio?
—Desde que los hombres blancos llegaron á Tlaxcala, mi padre ardió en enojo y en odio contra ellos, y me ordenó marchará reunirme con los que contra ellos combatían, sin atender á que en Tonalá tenía á la mujer amada y que iba á llamarla mi esposa. Cuando fuimos vencidos volví: mi padre estaba moribundo y la elegida por mí para compañera había muerto; la tierra de Anáhuac sucumbía para siempre también: me quedé sin patria, sin familia y sin hacienda.
—¿Y este subterráneo es únicamente panteón de vuestros reyes?
—No os entiendo.
—Vuestro padre, al prever la ruina de estos reinos, ¿no ocultaría aquí tesoros?
El Méxica clavó la mirada en D. Cristóbal, y sin inmutarse, contestó:
—En ese caso yo lo sabría.
D. Cristóbal guardó silencio.
Luisa, rendida, se había dormido, y Cuculli, sentado en un rincón, descansaba.
—Ahora,-prosiguió el Méxica,-estáis en salvo, y aquí, en las entrañas de los cerros, podéis desafiar á las iras de la justicia. De mí nadie sospecha; os tendré al corriente de todo y provisto de cuanto necesitéis.
—Me interesa encontrar la pista de Beatriz y saber cuanto ocurra en casa de ese D. Juan de Texcoco, que el infierno confunda.
—Está bien. Os dejo.
Y el Méxica, por el mismo camino, salió del panteón, llegó á la cueva y volviendo á pasar por debajo de la catarata buscó, no la escalera por la que desde las ruinas habían bajado, sino una salida en la empinada roca, más propia para los venados y las liebres del vecino monte que para hombres.
La agilidad del indígena desafiaba las escabrosidades y trepó, agarrándose á los salientes de las piedras, á los troncos que en profusión crecían, hasta un sendero que le condujo más fácilmente al otro lado de las ruinas.
La oscuridad no le estorbaba, y como la pendiente era más suave, llegó al valle rápidamente.
—¿Por qué,-se dijo,-habrá pensado ese hombre en los tesoros? Tal vez pueda arrepentirme en haber sido leal y esconderle de tal modo y en tal sitio. Mas sería imposible, por más astucia y ambición que tenga, diera con lo que tanto me interesa esconder. No, no tengo motivo para mi zozobra. Muchas dificultades son y aun no sé si podré vencerlas. Adelante y fuera temor.
Y comprendiendo que la fuerza de las circunstancias son siempre el eje principal para llegar á un resultado, atravesó el valle entrándose por una vereda que le condujo á una casita pintorescamente engarzada en un marco de lozana vegetación.
Todo era silencio y solitaria quietud. El Méxica tocó dos veces en un postigo, y sin duda le aguardaban, pues que sin ruido abriose la puerta, volviéndose á cerrar apenas penetró en la casa.
No estaba tan solitaria como en el exterior. En una sala hallábanse reunidos varios indios, contándose entre ellos un joven de mediana estatura, delgado, y fuertemente moreno: notábase en él un no sé qué de audaz de grande, de altivo.
Sus ojos brillaban, y su mirada, á la vez que reflexiva, era dominadora.
Vestía á usanza española, y su traje, á la par que serio, era modesto.
Aquel joven se llamaba Antonio Caltzontzi.
Aquellos indios formaban parte de la nobleza michoacana y jaliciense.