CAPITULO XVII
Aquella noche hacía un calor sofocante, y Gaspar, atormentado por sus pensamientos y á vueltas con no sé qué sospechas y escarabajeos que le traían inquieto y de mal humor, dejó que Beatriz se acostara, y después apagó la luz, tomó una silla y sentose en el balcón apoyando la cabeza en el borde de la barandilla, para que el frío del hierro calmase el ardor de su cerebro; pero, como suele decirse, el remedio fue peor que la enfermedad, porque repasando algunos incidentes se aferró más y más en la amarga creencia de que Beatriz sentía así como hastío por él, y que por un lado su extraordinaria belleza y por otro algunas furtivas miradas de la joven, habían encendido en D. Cristóbal, si no amor, por el pronto voraz deseo y ansia de enamorarla, tal vez con probabilidades y esperanzas de triunfo.
Podría engañarse; podría creer desvío lo que en realidad no fuera sino efecto de que Beatriz se avergonzara de vivir como vivía, porque era honrada y buena; en este caso fácil era remediar el mal, puesto que gracias á D. Juan habían salido de la miserable situación en que se encontraban, cuando el amor los había unido.
—¡Mis celos! ¡mis celos!-se decía Gaspar,-¡pero señor, si es tan hermosa que no es posible deje de llamar la atención de todos! nada, nada, hablaré con ella y lo mejor será casarnos y vivir como Dios manda.
Aquí sus reflexiones tomaron otro rumbo, porque recordó con cuanto esmero se había vestido y atildado aquel día y lo gracioso que era su peinado.
¿No habrá querido atraer á ese maldito indio?-se preguntó,-y creo que se puso pálida al verlo, y él la devoraba con sus brillantes ojos de lobo... ¡Jesús, qué calor hace, parece que estoy metido en un baño de fuego... no corre aire... qué noche tan pesada!
Y Gaspar abrió el pecho de la camisa como si quisiera que el poco viento que corría penetrase para calmar los ardores de su sangre encendida por las ideas tumultuosas y por lo candente de la atmósfera.
El azul purísimo del cielo veíase empañado por negros nubarrones, que poco á poco se fueron extendiendo por diversas direcciones, formando en otras apiñados grupos, con todos los colores cenicientos, desde el más descolorido hasta el gris más oscuro y negruzco pizarra.
Los relámpagos brillaban de vez en cuando, y aquella fuerza de electricidad ejercía marcada influencia en los nervios de Gaspar. Más en tropel acudieron á su mente las sombrías cavilaciones que habían espantado su sueño y que tomaban colosales alturas abultando el peligro y produciendo efervescencia indescriptible.
Le palpitaba el corazón con celeridad espantosa: le latían las sienes, el pulso tenía la violencia del vapor y su cabeza era un volcán próximo á estallar.
—¡Qué compuesta estaba hoy!-articuló con amargura,-y no era para mí; ya pasó ese tiempo... Cuando entré al servicio de D. Juan y volvía á casa un poco tarde me aguardaba siempre, y al verme era su rostro la ventana para su alegría; ¡qué cariñosa! ¡qué tierna! ¡qué engañadora!... Estremeciéndose de amor se arrojaba en mis brazos y ahora... sí, no hay duda, ha cambiado... pero yo soy el mismo: no; más amante hoy que ayer y más loco por ella.
—Aquí se levantó impaciente y volvió á pensar y á combatir con sus amarguras y con sus celos.
—¡Malditas sean todas las mujeres!-exclamó, pero en voz alta y sin poderse contener,-su coquetería la ha inducido á llamar la atención de esa fiera, porque ese hombre lo parece; ha querido ver hasta dónde podía llegar el dominio de su hermosura... pero yo estoy aquí y listos han de ser para engañarme. En mala hora escogió D. Juan mi casa para la cita de esos hombres.-Las cavilaciones de Gaspar tomaron otro camino,-¡qué raro y misterioso es todo lo que sucede!... no veo claro... y manda con un imperio que parece un rey, y el caso es que impone respeto... ¿pues y Lorenzo? pero ellos me salvaron de la miseria y de la desesperación y no me toca sino obedecer. Arias me sacó del atolladero en que estaba: vivo desde entonces como un príncipe y nada le falta á Beatriz. Pero es mucho el poder que tiene el oro; todo se consigue con él... por eso necesito tener ojo avizor... D. Cristóbal es allá acaudalado.
Y la tormenta que parecía apaciguada volvió á rugir con fuerza en el pecho de Gaspar, y la calentura causada por los celos aumentó.
—¿Por qué no te acuestas Gaspar?-murmuró á su oído una voz dulcísima, insinuante, al mismo tiempo que dos brazos mórbidos y blancos rodeaban su cuello.
Aquella voz hizo volver en sí á Gaspar, como si despertase de una horrible pesadilla: el contraste fue tan poderoso que de un golpe borró sus hondas preocupaciones y sus labios cubrieron de besos las carnes frescas y el satinado cutis de la sirena.
Abriéndose paso por entre agrupadas nubes clareaba la luna, esparciendo débil luz é iluminando con vaguedad fantástica á Beatriz, enlazada con Gaspar.
¡Qué irresistible era aquella mujer!
Una blanca falda se ceñía á su hermoso cuerpo y el pecho de la camisa, cubría el busto pero sin ocultar el nacimiento del seno, los redondos hombros de blancura incomparable y la torneada garganta. Su cabellera, recogida al acostarse en apretada trenza, enroscábase en la cabeza despejando la nuca, que era un modelo de perfección artística y poniendo en relieve aquel picaresco rostro, sonrosado y juvenil, en el que brillaban sus ojos como dos luceros.
La mirada de Gaspar abarcó tantas perfecciones y con voz trémula y opaca dijo:
—¡Tesoro mío, amor mío, hechicera mía!-y la besó en la boca,-¡cuánto te quiero!
—¡Pero huyes de mí y estás huraño y serio! ¡no, no, ya no me amas!
—¿Que no te amo?
Los ojos de Gaspar resplandecían con el fuego de su pasión.
—¡Que no te amo!-prosiguió,-¡si tú eres mi cielo y mi tormento; mi paraíso y mi infierno! ¡no amarte cuando daría mi vida por ti! mi amor llega hasta la locura y no retrocedería ante el crimen.
Beatriz sintió un estremecimiento de miedo.
Sus ojos sin par miraron de un modo extraño á su amante, y sonriendo quiso desprenderse de sus brazos.
Pero él la sujetó fuertemente y la estrechó frenético contra su pecho.
—Me haces daño,-dijo rechazando sus caricias, pero enloqueciendo á Gaspar con la mirada abrasadora, embriagándole con la sonrisa.
—Dime que me amarás siempre,-balbuceó completamente trastornado,-y te ruego no seas cruel porque los celos me destrozan el corazón.
—¡Celos! ¿y de quién?
—No lo sé. La idea de que fueras de otro me convierte en una fiera, y, lo confieso, si me engañaras caeríamos en un abismo.
—Así te quiero, así te amo corazón mío, y ahora reconozco que no podría amar á nadie sino á ti. No tengas celos, no; tu Beatriz te idolatra.
—Los celos son muy malos consejeros, muy amargos, pero el amor es frío sin ellos.
Beatriz procuraba envolverle en la magia de su ser para que no desconfiara; narcotizarle para que fuera su esclavo.
Temía las impetuosidades de su carácter y temblaba de terror, por lo mismo que conocía la pasión que inspiraba.
Los celos podrían conducirle á un crimen.
Mezclábase además con sus ambiciones y con el naciente desvío un sentimiento singular é intraducible, el remordimiento.
Pensaba en hacer traición á Gaspar, y sin embargo repugnábale la idea de causarle aquel daño, pero se dejaba llevar por el exceso de su amor propio, por el orgullo de su hermosura.
—Yo soy toda tuya,-dijo,-tú eres mi primer amor, mi alma y mi alegría.
—Bendita sea tu boca por esas palabras que acabas de decir: no amarás á nadie porque sabes que no encontrarías un esclavo como yo.
—¿Ya no tienes celos?
—No.
—¿Me juras no desconfiad de mí?
—Te lo juro,-contestó contemplando enajenado á la astuta sirena.
—Pues sellemos la paz, amor mío.
Y Beatriz unió sus ardientísimos labios con los de su amante.
Despertose Gaspar al día siguiente ya muy entrada la mañana, pues el insomnio y las diferentes emociones de aquella noche, habían hecho que sólo á la madrugada pudiera conciliar el sueño.
El sol entraba de lleno por el balcón, que, á causa del calor había quedado abierto, y la salita estaba saturada con el suavísimo aroma de los claveles que en un gran tiesto mecía el airecillo jugueteando con ellos.
Acababa de vestirse cuando recibió por boca de nuestro antiguo conocido Melitón, un mensaje de D. Juan.
Le llamaba con urgencia.
Beatriz aun dormía arrebujada entre la sábana que indiscretamente hacía adivinar las escultóricas formas.
Gaspar la acarició con la mirada, entornó las maderas del balcón para que la luz vivísima no la despertara, y salió, encaminándose á la casa de Nuño Galindo.
Este había referido á D. Juan el resultado de su entrevista con D. Cristóbal, no omitiendo la señalada impresión que Beatriz produjo en el indio.
—¿Tan hermosa es esa mujer?-preguntó.
—¡Oh! hermosísima: es una real hembra, os lo aseguro.
Y la mirada de Nuño se iluminó con el recuerdo de la joven, pues si bien quería con todo el corazón á su Isabel, no le eran indiferentes las gracias de Beatriz y las había admirado, como se admira una correcta obra de la creación.
Aquel detalle fue para D. Juan importantísimo.
Precisamente en él miraba un cebo para D. Cristóbal, y era preciso aprovecharlo.
Preveía una intriga de gran trascendencia para'1 sus planes.
¡Quién podía adivinar si el influjo de aquella mujer conseguiría lo que tanto y principalmente ansiaba don Juan!
Y en aquel turbión de ideas que de repente brotaban en su imaginación, no había ninguna que atentara á la dicha de Gaspar, no; pues no se le ocultaba al de Tex— coco que teniendo tales condiciones estaría aquél enamoradísimo de Beatriz, siendo esto uno de los elementos más favorables para el resultado de los cálculos que hacía en aquel momento.
No era posible que D. Juan adivinase los proyectos que se agitaban en la mente de la hermosa criatura, ni creía que llegaran mucho más allá de su deseo.
El imperio que estaba destinada á ejercer, según el pensamiento del azteca, era puramente el de atracción, el de halagar y resistir; el de entretener esperanzas y rechazar atrevimientos; el de exigir promesas, sin comprometerse á recompensarlas; el de imponer condiciones con la seducción de la hermosura y la perspectiva de un paraíso de ventura.
La idea era diabólica, pero de fácil ejecución para una mujer bella, traviesa y astuta.
D. Cristóbal caería envuelto en aquella red y sin defensa, porque hijo de los bosques y dotado de la natural astucia de su raza, no estaba, sin embargo, aquélla á la altura de la que podía desplegar una mujer seductora y coqueta.
Cuando llegó Gaspar, se habían disipado las dudas de D. Juan, y como en un plano trazado por hábil arquitecto destacábanse en su mente los detalles del atrevido proyecto.
—Cuando os tomé á mi servicio os encontrabais en circunstancias muy difíciles, muy perentorias y aflictivas. «Haría el sacrificio de mi' vida,-tales fueron las palabras que Arias escuchó de vuestros labios,— para demostrar á D. Juan mi agradecimiento.
—Es cierto que así lo dije y no me vuelvo atrás,— contestó Gaspar preguntándose el objeto de aquel recuerdo.
—Pues bien, ha llegado el caso de exigir de vos un gran servicio, en el que si nada arriesgáis, podéis, en cambio, asegurar vuestra fortuna y vuestro futuro bienestar.
Sin saber por qué tuvo el presentimiento de un peligro.
—Dicen,-continuó D. Juan,-que tenéis esposa joven y muy bella.
El corazón de Gaspar latió con violencia. ¿Pensaría D. Juan en enamorar á Beatriz? ¿Intentaría cubrir con oro su deshonra?
Asomaron los celos á sus ojos y éstos tomaron expresión recelosa y sombría.
D. Juan adivinó lo que pasaba en su corazón.
—¿La amáis y os ama?
—Es mi alma señor, es mi vida, es mi todo: yo he pasado mi niñez triste y solitario, sin cariño ni caricias, sin ese amor de la madre que nos hace tan dichosos.
D. Juan suspiró.
—¿Habéis sido huérfano muy niño?-preguntó.
—No he conocido á mis padres; soy hijo de la desgracia. Había tal amargura en estas palabras que D. Juan se interesó por aquel hombre.
—No conocí ni el bien ni el mal hasta que encontré á Beatriz; ella ha sido el sol, la luz, mi estímulo, mi conciencia, porque al amarla he comprendido el honor, la lealtad y la gratitud hacia Dios, porque le debo el haberla creado. ¡Ah! ¡si pudiera comprenderse lo que es no pronunciar jamás la palabra madre! ser hijo de la casualidad, ser un infeliz sin nombre y sin fe; un desheredado, un pobre desvalido sin otro amparo que la providencia... me crió una pobre mujer, á ella le debí más que ú la que me llevó en su vientre...
—¡Quién sabe! no la condenéis,— dijo D. Juan conmovido por la elocuencia que desplegaba Gaspar, inspirado en la terrible soledad de su infancia,-¿cómo puede haber madre tan infortunada que abandone á un pedazo de su sér ó la sangre de su sangre?...
Las leyes de la patria de D. Juan eran severísimas, draconianas, hasta crueles, y como el matrimonio entre los aztecas se miraba como indispensable razón para el equilibrio social; como el hombre debía crear familia y hogar á los veintidós años y de lo contrario se le obligaba á consagrarse á los dioses, de aquí el resultado de mayor moralidad y mayor respeto por la mujer, pues cuentan los historiadores que las jóvenes indias andaban solas por pueblos y campos sin temor y con entera seguridad; los soldados castellanos llevaron la relajación en las costumbres, propia de una época de guerras europeas y de gentes que invadían países nuevos, con los alardes de conquistadores.
D. Juan era, pues, recto y hasta austero en sus juicios, y causábale piedad profunda la historia de Gaspar.
—Ya veis, señor, que habiendo pasado tan amarga juventud he visto un cielo en el amor de Beatriz y por eso, repito, que sin ella no hay nada sobre la tierra.
—¿Y sois correspondido? ¿ os ama como vos la amáis?
—Os diré, señor: ella es muy joven; no ha sufrido porque fue el ídolo de sus padres: la criaron con mucho amor y regalo: tiene los resabios de niña voluntariosa y que conoce el poder de su hermosura; pero es honrada y creo que me quiere aunque no sea con el delirio que yo á ella.
—¿Conocéis á D. Cristóbal?
De nuevo volvieron los celos á dar un asalto á Gaspar, pero los rechazó con valor y contestó:
—Dos veces lo he visto en casa.
—Está enamorado de Beatriz, lo sé, y de ese amor quiero hablaros.
Arias había visto al indio empeñado por aquella mujer, y resuelto á que fuera suya sin reparar en inconvenientes.
Quería entenderse con ella y arrebatársela á Gaspar, porque estaba fascinado por su belleza. Beatriz era un demonio tentador que ejercía en D. Cristóbal poderosa influencia y muy distinta embriaguez de aquella que le inspiraban Xihuitl y D.' Juana de Zúñiga.
Los ojos de Beatriz le habían abrasado, se desprendían de ellos rayos de fuego y de voluptuosidad: era, pues, un impulso candente y material el que le arrastraba hacia ella.
No quería el amor de aquella mujer, ansiaba su posesión y por conseguirla estaba dispuesto á todo.
—Jamás,-le dijo á Arias,-he sentido lo que ella me hace sentir: estoy alucinado, loco y será mía.