CAPÍTULO LVIII

CUENTAS ATRASADAS

Hernando calló agobiado por aquel recuerdo, y nuevamente sus ojos chocáronse con los de Margarita, fijos, ardientes, magnéticos.

Aquellos dos seres tornáronse pálidos y confundieron en sus miradas el fluido, la electricidad, que de ambos se desprendía.

La morisca, con tembloroso acento, dijo:

—¿Y después?

—Llegué á tierra, y al tender la vista por el mar nada vi entre sus alborotadas ondas. Navío y compañeros habían desaparecido. Pasé dos días entregado a la desesperación, á pesar de que, compasivos los indígenas habitantes del pueblecillo á donde me llevó el mar, prestábanme esperanzas y consuelos.

Una semana más tarde, llegó el Carlos Quinto con rumbo á Veracruz. En él me embarqué, habiendo únicamente salvado con mi vida una cartera que encierra documentos de importancia. Tal ha sido la historia de mi borrascoso viaje.

—Habéis llegado al puerto, Hernando. Aquí todo es vuestro. Sois un hermano mió.

Angulo miró con estupor á su esposa. Ella, ella, que aborrecía al heredero que la privaba de una parte de su fortuna, embriagábale con sonrisas y palabras. Ella, des— contentadiza, altanera, exigente, era aquella noche ingeniosa, dulce, la mujer con todos sus encantos y seducciones. ¿Qué milagro se operaba en ella?

Con impaciencia febril se levantó del asiento.

—Basta, basta ya de conversación. Abusamos del recién llegado,-dijo,-es muy tarde, y necesita descansar. Voy á conducirle á su cuarto.

Una sonrisa fue respuesta de estas palabras.

—Señora, accedo á las razones de vuestro esposo y me retiro. Hasta mañana.

—Yo os llamo Hernando, y vos me dais un nombre más ceremonioso...

—Pues bien, participo de la confianza, y os llamaré Margarita.

Angulo se acercó á su esposa y la besó en la frente. Era preciso cubrir las apariencias. Ambos salieron.

Cuando la joven se encontró sola, exclamó, dominada por sensación inexplicable.

—¡Qué hombre, qué hombre, Dios mío, paréceme estar soñando! ¿su venida, será mi felicidad ó mi desgracia?

Entre tanto Angulo llegó á uno de los aposentos preparado para el huésped, y después de cerrar cuidadosamente la puerta se cruzó de brazos y le miró frente á frente, diciendo:

—¿Tú aquí? ¿Tú en México? Explícate. He podido contenerme en presencia de Margarita... comprendí desde luego, al verte llegar, que te harías pasar por quien no eres... Habla.

—¿Te pesa verme?

Sarcástica sonrisa entreabría la boca de Hernando, y allá en el fondo de sus pupilas brillaba la malicia mezclada con júbilo diabólico.

—No entraba en tus cálculos mi presencia aquí... Lo sé, pero tienes que conformarte.

Una carcajada de indescriptible entonación tradujo el pensamiento de aquel hombre.

El semblante de Angulo se contrajo, y sintió crispaciones nerviosas, precursoras en él de cólera terrible.

—¿Vienes como amigo ó como enemigo?-preguntó con voz sorda.

—Dependerá de ti. Motivos no me faltan para ser lo segundo, pues si das tormento á tu imaginación, á pesar de los quince años pasados, te recordará tu comportamiento conmigo, y que teniendo derecho,-y Hernando recalcó esta palabra,-á exigir como buenos socios una parte de tu fortuna, no has vuelto á pensaren mí... ¡Bah, no te sinceres, te conozco.

—Ahora mismo podría acusarte de ser un impostor y no lo hago.

—Por que no puedes.

—¿Quién podría impedírmelo?

—Tus secretos. Sabes que todos los poseo, y no creas que vengo aquí desprevenido. Te estorbo, no lo dudo, pero no puedes suprimirme como á tu posa...

—Calla, calla, por Dios, pudieran oír.¿Lo ves?-continuó Hernando con pasmosa tranquilidad y sangre fría. A la primera palabra te asustas... En manos seguras he dejado las cartas de D.ª Juana de Zúñiga á su infeliz hermana y las de ésta también...

—¡Cómo! ¿las guardas?-interpeló aterrado Angulo.

—Sí, ¿creías que al tratarse de un hombre como tú olvidara tomar mis precauciones? me he preparado con ciertas pruebas y papeles, y el apoyo de Cortés no me faltaría en caso necesario. Él no sabe la historia, pero yo puedo referírsela.

—¡El infierno te ha traído á México!

—No te sulfures y seamos amigos. Siéntate y hablemos con calma. No vengo para emplear las armas contra ti, si tú obedeces, si tú entras en mis planes.

—¡Vive Dios que pierdo la paciencia!

—Cortés no la tendría tampoco, si la marquesa, llorando, le pidiera el castigo del asesino de su hermana.

Angulo hizo un gesto de rabia y un movimiento como para arrojarse sobre aquel hombre y estrangularlo.

—No estoy en tus manos como Caltzontzi,-dijo riendo,-Nuño de Guzmán también tiene cuentas atrasadas conmigo.

—¿Le conoces?

—Ya lo creo, y te aseguro que no tendrá mayor placer que tú en verme aquí. Pero escucha, porque es tarde y tengo sueño. Soy el heredero de Muley, y harás me entreguen el millón que me corresponde, y como pienso establecerme en México, escojo una de las casas que el testamento me...

—¿Pero cómo has sabido?...

—Te diré en pocas palabras. El amigo, el pasajero de La Esperanza que intencionadamente dejé envolver por

las olas y que encontró tumba en el fondo del Océano, era Aben-Mehk, El mar no devuelve su presa, s-¡Ahí comprendo.

—Me había referido el motivo de su viaje, y pensé desde luego en ocupar su puesto. De todos modos, no hubiera pisado tierra mejicana... El naufragio fue mi cómplice.

—¿Pero no podrás probar tu personalidad?

—Ni acaso esa esperanza te queda. Sabía yo que en una cartera guardaba los papeles que le acreditaban para la herencia, y como por mí sabía que yo era ágil nadador, me dijo en el momento del peligro: «Tomad, os entrego la fortuna de mi hija, más fácil es que vos la salvéis.» Yo os sacaré á tierra, repliqué, si el cansancio os agobia, pero ya la cartera estaba en mis manos.

—¿Y la tienes?

—Te compadezco, Angulo.

—¿Por qué?

—¿Piensas que soy un niño ó un mentecato?

Angulo se turbó.

—Pudieras hacerme desaparecer, para de un golpe librarte de un enemigo, y del heredero de un millón.

Angulo se mordió sus delgados labios con reconcentrada ira.

—Ya ves que te comprendo. En la cartera habla una carta para un comerciante de Veracruz, Ferrán Núñez.

—¡El amigo de Muley!

—El mismo. Pues bien, me presenté á él y en su poder dejé la cartera. Ahora bien; desde hoy somos parientes, y en todo ¿entiendes? en todo ejecutarás mis ordenes. Si cumples, callaré. Sino ¡ay de ti!

Centellearon los ojos de Angulo, pero guardó silencio. Estaba en manos de Hernando.

—Las rentas de los bienes que en España poseía Muley, las necesito.

—Son de mi esposa.

Una sonrisa extraña iluminó el semblante de Hernando.

—Será dócil á nuestra voluntad. Pero dime, ¿la amas?

—Yo creo que no. Sus locuras, sus desdenes han dado ese resultado.

—¿Pues qué te unió á ella, el amor?

—No; el interés. Pero Margarita me amaba con delirio. Después de la muerte de Muley, su hermosura, su carácter de fuego y su desprecio hacia mí, me hicieron concebir una pasión loca, de la que ella se ha complacido en burlarse.

—¿Pero no dices que te amaba?

—Sí, al principio.

—Pero ahora...

—Me aborrece.

—Me ocultas el motivo.

La mirada investigadora de Hernando quiso leer en el rostro de Angulo, y adivinó algún terrible secreto.

—El testamento, mis arrebatos, y que tal vez conoció entonces que la ambición me había unido á ella.

—No, no; hay algo más.

—Te juro...

—Bien, no insisto. Lo que tú no me digas me lo dirá Margarita.

—¡Eres un demonio!

Hernando pagó el calificativo con una sonrisa,

—Concluyamos. Ya sabes mis condiciones. Seremos

inseparables: dispondré de tu fortuna según me plazca, y de la de tu esposa...

—¿Pero entonces, tratas de arruinarme?

—No‘ Sólo quiero tener medios para escalar el poder.

—¿El poder?

—Sí; subiré muy alto. Tus secretos me responden de lo que te confío, y tu cabeza.

Angulo se quedó helado de terror.

—Si te digo mata, obedecerás.

—¡Me espanta ya la sangre!-replicó Angulo con lúgubre tono.

—Bah, no ha sido siempre así.

—Te complaces en torturarme.

—Nada de eso. No hago sino recordarte hechos. Mañana me pondrás en contacto con el médico Mixcoac.

Angulo se estremeció, porque no dudaba que aquel sabía el envenenamiento de Muley, pero doblegado por las circunstancias, murmuró;

—Le convidaré para almorzar.

—Dos advertencias, y hemos concluido por esta noche. Desde ahora olvidarás á tu mujer...

—¿Qué dices?

—Si no la amas, ¿qué te importa? y si la amas,-añadió con mirada amenazadora,-peor para ti, porque entra en mis planes hacerme amar de ella.

—Esto es demasiado...

—¿Sí? pues no te impone sus ligerezas y sus coqueterías?...

—Pero ignoro si nunca me fue infiel.

—Nuestro pacto no puede tener efecto sin tu completa sumisión. Si no aceptas, Cortés tendrá noticia de cuñada es tu esposa...

—¿Qué dices?

—Sí, porque vive.

—¿Que vive Leonor?

—Tu puñal no fue certero. Te repito que estás en mi poder.

Angulo se sintió anonadado, perdido, sujeto á Hernando.

—¿Qué respondes?

—Que te obedeceré en todo, puesto que eres el más fuerte.

—¡Pardiez! no dudaba que te dieras á partido. Hasta mañana.

Y con la sonrisa en los labios, imperturbable y sereno, vió salir á Angulo.

Después, cuando se perdió el ruido de sus pasos, abrió una ventana y aspiró con delicia el frescor de la noche.

—¡Feliz estrella la mía! — murmuró; —está atado de pies v manos, indefenso... ¡Ah, Leonor! ¡pobre víctima! Sólo cuando pienso en ti me horrorizo de mí mismo. ¿Y quién ha tenido la culpa de todo? Angulo. ¿Y podría sentir compasión? Jamás... Veo una luz... ¿será en el cuarto de Margarita? Veamos.

Y sin vacilar saltó al jardín, y con callado paso adelantó, deteniéndose bajo de la ventana, que estaba iluminada.

Habían dado á Hernando habitación en el piso bajo, Margarita ocupaba el superior, y encima de éste extendíase una gran azotea.

La altura, pues, era escasa.

Hernando reflexionó, y como un gato suspendiose de una rama y trepó á un frondoso árbol que, con su ramaje sombreaba el cuarto de Margarita. Desde aquel observatorio vió á la joven, aún levantada, envuelta en un peinador blanco y meditabunda.

—Piensa en mí, — se dijo Hernando, — lo juraría... ¡Qué hermosa es! ¿Por qué aborrecerá á Angulo? Aquí hay otro misterio que descubrir... Y no será insignificante cuando Carlos lo oculta... Temblaba al interrogarle... su color era lívido... ¿algún crimen? Tal vez. ¡Ah! me pagará la miseria que he pasado y las tristezas y martirios de Leonor. ¡Qué mujer tan bella es Margarita!... ¡Qué pensativa está!... Sus ojos brillan y luego languidecen... está muy pálida... sus hermosísimos ojos acarician una imagen que evoca su mente... se acerca á la ventana... ¡Es divina! ¿sería yo capaz de enamorarme?

Efectivamente, Margarita abrió la ventana, como impulsada por misterioso influjo, y apoyó sus redondos y mórbidos brazos en ella.

—¡Qué noche,-dijo,-tan sofocante! siento como fiebre; ¿qué pasa por mí? Me abruma esta cadena que arrastro y que cada día es más pesada...

Hernando escuchaba con ansia

—¡Oh padre mío, padre mío! ¡por qué he sido tan cobarde, por qué no te he vengado!-continuó levantando los ojos al cielo y como interrogando:-¡Qué vida la mía! Pero paréceme que esta noche no estoy tan triste... Desde hoy cuento con otro amigo fiel, porque Hernando es casi mi hermano... ¡cosa rara! consideraba á ese heredero con repulsión, pues que me arrebataba una parte de mi fortuna, y ahora... ahora no sé qué siento...

Margarita calló, y después de breves instantes se retiró, cerró, y dejando caer las pesadas cortinas de seda, se quitó el vestido blanco, dirigiéndose al lecho.

—¡Me repugnan, — dijo, — mis devaneos, mis caprichos, que tenían por móvil el afán de aturdirme y llenar el vacío de mi existencia...

Lentamente se desnudó y se acostó.

Una lámpara oriental esparcía suavísima luz, y como las cortinas de la ventana habían quedado medio descorridas, Hernando había podido seguir con la vista á la joven, hasta que las ropas de la cama cubrieron sus formas y su airosa cabeza cayó sobre la almohada.

La sangre de aquel hombre hervía, y circulando como lava por sus venas, trastornaba todo su sér.

Por fin se arrancó á la peligrosa contemplación, y deslizándose, llegó al suelo, volvió á su cuarto y poco después, revolviéndose en la cama, decía:

—Los corsos tenemos fuego en vez de sangre... Esa mujer embriaga... necesito dominarme.

Al mismo tiempo Angulo, tratando en vano de contrarrestar la tormenta que se cernía sobre su cabeza, execraba á Hernando y á Margarita, no sin que la imagen de Beatriz cruzara también por su mente como tentación irresistible.

Cuauhtemoc o el mártir de Izancanac
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