CAPITULO XLIII
Los primeros rayos del sol sorprendían a las avecillas que en las espesuras de Chapultepec tenían su nido.
La mañana era fresca, pero con ese frescor delicioso que se disfruta en México cuando la brisa primaveral orea los campos y, con su vara mágica, hace brotar miles de olorosas flores que convierten en un edén aquel suelo.
El copioso rocío había humedecido la hierba, y en las hojas de los arbustos temblaban las gotas como bolitas de transparente cristal.
Había un hombre que no reparaba en las suntuosidades de la Naturaleza. No veía los soberbios fulgores que, cual gasa de oro, velaban el azul del cielo bañando los claros del bosque, ni el sin rival paisaje que por ellos se traslucía.
Su rostro huraño, era como una nota discordante en el concierto matutino.
Como negra nube en el purísimo celeste pabellón.
Como el caos y las brumas, en contraste con las maravillas de la luz.
Insensible á las bellezas y claros-oscuros del cuadro, seguía por el intrincado laberinto y por lo más inculto alejándose de los senderos, cual si estuviera más en armonía con su carácter lo agreste y escabroso, que lo suave del terreno.
Al verle receloso y huyendo de ser visto, hubiérasele tomado por un criminal. Sigamos detrás, y, haciendo con él curvas y rodeos, llegaremos á la choza cercana á la quinta de la Malinche, y de la cual vimos salir una tarde á Tenanco.
El Gavilán había cumplido su palabra.
La choza estaba convertida en un risueño apeadero de caza, escondido entre la arboleda y alejado de caminos frecuentados.
El sitio era sombrío y espesísimo, pero pintoresco, solitario y encantador.
Al llegar D. Cristóbal, Espino salió á su encuentro.
—Ya veis que se ha hecho brevemente y según deseabais.
—Bien, no sabes lo que esto puede valer para ti. Entremos.
—Entrad y veréis si todo está á vuestro gusto.
—¿Y el indio que aquí vivía?
—Se marchó. Le di un pretexto. Necesitaba yo la casa para hacerla habitable y que me sirviera cuando con frecuencia vengo á México.
Entraron.
No tenía más que tres piezas sin ventanas, pero todas con salida al reducido patio, completamente entoldado por las altas copas de dos robustos árboles.
En un extremo y bajo un cobertizo, había dos pesebres llenos de fresca hierba y pienso para el caballo de Espino, que era bayo, gran corredor y de hermosa estampa.
D. Cristóbal abarcó todo con la mirada.
—.Perfectamente,-dijo;-la casita es un dije para mi proyecto.
—¡No habéis visto aún todo!
Y encaminándose á la última pieza, asió de una argolla y levantó una trampa mostrando á D. Cristóbal la entrada á una bodega.
Bajaron con luz.
Extendíase más allá de la casa, y para ventilarla tenía dos respiradores á modo de huronera, y que, al pasar por ellos en el bosque, parecían el escondrijo de algún animalejo.
—¡Magnífico!-exclamó en el colmo de la satisfacción; —magnífico, esto es mejor y vale más que toda la casa. Aquí, tú mismo, y sin que nadie te ayude, pondrás un petate, una cama y un sitial.
Gavilán no pudo contener un movimiento de sorpresa.
—¿Vais á traer aquí á alguien? ¿Pensáis hacer prisión de esta cueva?
—Por supuesto, ni hecha de propósito. Cuenta,-prosiguió,-que en el secreto juegas la vida ó ganas la fortuna que te ofrecí.
Gavilán se rehizo.
Por el influjo de la codicia desapareció el asombro.
—¿Tienes una mujer que te sea fiel y no se venda por mucho que la ofrezcan?
—Tengo.
—Pues subamos, y te daré instrucciones.
El acuerdo entre aquellos dos hombres, no fue difícil.
Los deslumbramientos del dinero aseguraban á Gavilán, y á todo accedió sin repugnancia, sin vacilación.
¡El oro! ¡El oro! ¡El mágico poder para el cual no existe nada imposible!
¡El oro! ¡El dios de muchos, la poderosa palanca que mueve á la humanidad, la fuerza, la llave del universo!
¡Cuántas cosas grandes se consiguen con el oro! ¡Cuántas miserias se alivian! ¡Cuántos seres se regeneran! Pero también ¡qué vergüenzas, qué indignidades, qué crímenes causa, qué decepciones provoca!
Es el poderoso auxiliar de los sentimientos sublimes y elevados; pero el móvil también de aquellos más sombríos y más cobardes.
Un bolsillo de oro pasó de las manos de D. Cristóbal á las de Gavilán.
—Dentro de cuatro días, á las ocho de la noche;.precaución y serenidad. Aquí estaré cuando llegues con ella.
Cerraron la casa y ambos se dirigieron á México.
Allí Espino tomó por las calles que conducían al mercado del Volador y llegó á una de las que se estaban formando en el extremo á la izquierda: se detuvo delante de una casa de modesto aspecto, y como aun era temprano y la puerta estuviera cerrada llamó.
Una india, joven y graciosa, abrió de par en par.
—Cierra, chula,-dijo entrando,-tenemos que hablar largo y de muchas cosas.
Y echando el brazo al cuello de la muchacha, entró en una salita, se dejó caer en una silla y sentó á la india sobre sus rodillas.
—Pascualilla, llegó el momento ofrecido; nos casaremos pronto para vivir como Dios manda. Yo soy rico, ó lo seré, y sin aguardar nos echará el padre de Santo Domingo la bendición y nos iremos para mi tierra.
—¿Y cómo y de dónde viene ese fortunón que se entra por la puerta?
—De un asuntillo, de una herencia, y con lo poco que ya tengo en Cuernavaca y los ahorros, juntamos un capital. Viviremos como príncipes. ¡Ya verás! En cuanto me entreguen lo que espero nos embarcaremos.
—Pues cuanto antes; por mí, ya ves si estaré contenta.
—¿Bendita sea tu boca! Para conseguir lo que me falta tienes que ayudarme.
—¿A qué?
—Ya lo sabrás. No creas ha de costarte mucho. En cuanto llegues mañana á Chapultepec te enteraré.
Pascuala hacía dos años que tenía amores con Espino, y aunque éste le doblara la edad, le quería verdaderamente y le era fiel, mientras llegaba el día de casarse.
El corazón y la naturaleza de Espino eran incapaces de sentir una pasión; pero el carácter de la india, su sencillez y buenas costumbres le hicieron resolverse á. darle palabra de casamiento; porque estaba seguro de pasar los años felices y tranquilos con ella.
Así, pues, la proposición de D. Cristóbal redondeaba su fortuna y colmaba su única ambición. Volver rico á España, á la aldea que cerca de la Coruña le vió nacer.
—Anda, Pascualilla, anda; tráeme un vasito de pulque y me voy, que tengo mucho que hacer.
Gavilán, al decir esto, ciñó el cuerpo de su novia la' acercó á sí y la besó en los ojos y en la boca.
—¿Me quieres?
—Con el alma y la vida.
Y en las negrísimas y brillantes pupilas de la india ardía voluptuoso fuego.
—Toma,-dijo alargando un vaso lleno del opalino líquido.
—¡A tu salud, lucero! ¡por que nos casemos pronto!
Gavilán chocó su vaso con el de Pascuala, después levantándose dijo:
—¡Hasta mañana! te aguardo temprano.
—Iré: no tengas cuidado.
Cuatro días más tarde llegaba un hombre, vestido de franciscano á la casa de D.ª María Isabel manifestando gran urgencia por hablarla.
Era en extremo caritativa y familiar con todos, por lo que Nuño no vaciló en anunciar al fraile, que pocos momentos después hallábase delante de la princesa.
Tenía ésta la más alta idea de todo cuanto se relacionaba con el culto católico, así es, que al ver á un misionero, que tal le pareció por el hábito, mostrose benévola y respetuosa, pensando iría á implorar su caridad, como sucedía con frecuencia.
—Sentaos,-dijo,-padre mío, y decidme lo que deseáis de mí.
El religioso tenía la cabeza humildemente inclinada y los ojos bajos, por lo que imposible era ver en ellos el brillo de la astucia y el refinamiento de la malicia.
—El obispo Fray Juan de Zumrraga,-articuló lentamente,-ha sido muchas veces depositario de vuestras cuantiosas limosnas y os cita como ejemplo de virtud y de caridad cristiana; por lo que de oídas os conocía mucho, y esto disculpará»mi atrevimiento.
El nombre del mejor amigo de D.‘ María Isabel, aumentó en ella la confianza y la simpatía por el franciscano.
—¿Venís á solicitar mi ayuda y á interesaros en favor de alguna familia infortunada? Dispuesta estoy á socorrerla y á secundar vuestros deseos, padre. Hablad sin tardanza: no necesitáis disculparos, no; pues que al venir á verme lo hacéis por vuestros semejantes.
Parecía que el misionero reflexionaba y D.‘ María Isabel respetó su silencio.
Al cabo de breve pausa, dijo:
—Se trata de algo más grave que una limosna; de algo que os toca muy de cerca.
—¿A mí?
—A vos y á un sér á quien lloráis hace ocho años.
El corazón de Xihuitl latió con violencia.
—Los humildísimos siervos del Señor somos los últimos amigos de los moribundos, y esta mañana recibí de uno el encargo que me trae aquí.
—¿Y cuál es, padre mío?
—El de suplicaros que me acompañéis, porque desea descargar su conciencia de un horrible peso.
—Y no os ha dicho...
—En confesión todo... Pero de ello sólo puedo deciros que sabe donde se encuentra vuestra hija, robada por él... fue pagado por un enemigo vuestro.
—¡Dios mío! ¿será posible?
—Yo no pude absolverle sin que reparase el daño...
El tiempo urge... Le quedan pocas horas de vida.
—¡Ay, padre mío! ¿Y si hubiera muerto ya?
—Está gravísimo, pero Dios querrá que lleguéis á tiempo.
—¡Jesús, mi Dios, cuántos favores os debo! Ahora que he recobrado á mi hijo me ponéis también en camino de hallar á la pobre criatura que vive huérfana de mis caricias!»
Resplandecía en la mirada de D.ª María Isabel la más fervorosa gratitud hacia la Providencia.
El religioso, al escucharla, alzó la cabeza.
A no haber estado aturdida por las esperanzas y delirante de júbilo, hubiérase extrañado de la expresión de aquel semblante y de la total ausencia en él de mansedumbre y de bondad.
Advertíase que cuidadosamente dejaba caer la capucha sobre la frente, y que el hábito le quitaba la acción y libertad en los movimientos, como de quien no tiene costumbre de usarle.
Abrió la boca para preguntar, pero se contuvo y de nuevo bajó la cabeza.
Todo esto pasó desapercibido para D.ª María Isabel, porque la impaciencia la devoraba, y habíase puesto en pié.
—Os prevengo,-dijo el misionero,-que la casa está lejos y fuera de la población.
—Pero entonces, ¿no podré ir sola?
—Yo os acompañaré ahora, lo mismo que á la vuelta...
—Está anocheciendo...
—Si vaciláis mañana vendré... Pero no es posible saber si vivirá ese hombre hasta el nuevo día.
—¡Oh! con vos no vacilo... Iré.
—Pues vamos pronto.
El tono del franciscano fue brusco y breve.
Xihuitl lo atribuyó á ofensa producida por sus observaciones.
Envolviose en un manto negro y salió con el religioso, henchido el ánimo de risueñas ideas.
Con frecuencia sucedía la vieran los criados salir tapada para llevar socorros y consuelos,' pues su caridad era inagotable, y aun cuando por lo general acompañábala Rafaela ó la esposa de Nuño, no les causó extrañeza, puesto que el misionero iba con ella.
—¡Cuán buena y misericordiosa es! ¡Qué alma tan celestial y qué virtud tan sublime. ¡Por eso Dios la premia! ¡Cuando pienso que Fernando es su hijo! Aquella semejanza con D. Juan me llamó la atención... Aire de familia, pero yo no sabia detalles... sin la venida de Cortés á esta casa tal vez Fernando nunca hubiera abrazado á su madre.
Ehcatl interrumpió el monólogo de Nuño, que en el umbral permanecía desde que saliera D. María Isabel.
Al saberlo el azteca quedose perplejo, pensativo, y sin causa sintió inexplicable malestar, súbito espanto.
Su imaginación, sin fijarse en nada, y obedeciendo á no sé qué ideas, que apenas en boceto desaparecían para dar lugar á otras, se hizo un caos y sus ojos eran el riel espejo de sus pensamientos.
—Sola,-murmuró,-sola y á estas horas... Muy urgente sería. ¿Y no conocéis á ese religioso?
—No; jamás lo he visto aquí. Pero es indudable que se trata de limosnas, de alguna desgracia que la princesa habrá querido juzgar por sí misma...
—¡Quién sabe!...
—¿Teméis algo?-preguntó Nuño inquieto y sorprendido.
—No sé qué pensar,-respondió Ehcatl titubeando, —no sé... todo es posible... Limosnas, su caritativo corazón... Habrán apelado á ella, y ya se ve, como nunca dice que no... pero no sé por qué estoy impaciente...
La vaga claridad del crepúsculo había desaparecido. La noche estaba muy oscura y las horas corrieron aumentando el ansia de Ehcatl y sus temores transmitidos á Nuño.
Era imposible que D.ª María Isabel pasara la noche fuera de su casa.
¿Qué habría sucedido?
—¿Qué opináis, Nuño? Porque yo pierdo la paciencia.
—Como vos sospecho y tiemblo. Algo me da el corazón.
—Desde luego yo tuve como un presentimiento; ¿y de qué sirve que me lamente?
—¡Jesucristo! ¿No sería cosa de aquel hombre infame?
—También se me ocurre. Y D. Juan ausente... no puedo esperar más.
—¿A dónde vais?
—No lo sé; primero avisaré á Arias. Después á buscarla por todas partes.