CAPÍTULO XIX
Más de una hora Había estado D. Cristóbal en secreta entrevista con Pascual, aquel muchacho que Benito Pérez tenía consigo en la posada del Pinar.
Cuando Arias le condujo á la casa del indio, afirmó que de todos los que componían la servidumbre de don Juan, ninguno más á propósito para que ejecutara ciegamente las órdenes que se le dieran, por ser el menos ducho y experimentado, fácil de seducir y de catequizar, porque á los quince años se reflexiona poco y se desconoce la gravedad de las cosas, sobre todo cuando se ha vivido lejos de las ciudades y en la ignorancia de las pasiones mundanas y del poder incontestable que ejercen.
El oro, llave maestra que vence grandes escrupulosidades y obstáculos, ayudaría en aquello de ganarse la voluntad de Pascual á más de promesas y halagos, sin que tuvieran que temer exigencias ni curiosidades que fueran un peligro, si surgían complicaciones como era de creerse en la doble intriga que se preparaba.
Tan lógicas razones, alegó Arias para poner á don Cristóbal en contacto con el muchacho para que por sí mismo juzgara de aquella naturaleza sencilla, flexible y dócil, que ya por las insinuaciones de Arias estaba dispuesta á dejarse conducir y á obedecer á D. Cristóbal, siempre bajo la inmediata vigilancia de Ordóñez, que ejercía sobre Pascual verdadero influjo.
¿Qué meditaba D. Cristóbal?
Regocijábase el indio de encontrar en su amigo un instrumento fiel que, al unirse á él más estrechamente por un pacto de sangre, le fuera imposible ya abandonarle después.
D. Cristóbal se hallaba en momentos decisivos y aguijoneado por una nueva necesidad, por otros pensamientos que de pronto habían surgido y á los que obedecía ciegamente.
Su vida tomaba otro rumbo más accidentado, más activo, y sacudiendo el marasmo que durante un año le había tenido esclavizado, recobraba su astucia de otras veces, rompiendo por todo y proponiéndose vencer dificultades y allanar el nuevo camino que emprendía.
La influencia material de Beatriz era omnipotente, y en pocos días había hecho la joven que D. Cristóbal fuera un esclavo sumiso, un sér sin más voluntad que la suya.
Aquélla mujer domaba, domesticaba á la fiera.
El amor material, la pasión vulgar era tan violenta, tan poderosa como el torrente que no encuentra dique para contenerse y se desborda, ó como la lava de un volcán que abrasa y esteriliza cuanto toca.
Es cierto que Beatriz resistía, pero á no dudarlo era por el temor que causaba en ella Gaspar, y ratificábase en esta idea por las reticencias en sus primeras entrevistas y por las extrañas circunstancias de aquéllas.
Después de haber buscado ocasiones para verla y hablarla, con el ardor y la insistencia de un primer amor, después de soñar delirante con la primera cita, habla obtenido ésta, cortísima, violenta, con sobresalto, sin conseguir otra cosa que respuestas vagas, miradas furtivas, que alimentando aún más la llama del incendio descubrían á medias horizontes de una ventura, que el indio estaba resuelto á poseer.
La materia le avasallaba y Beatriz, lo comprendía con la sagacidad que era una de las culminantes condiciones de su carácter.
No se engañaba; no podía engañarse. Aquel hombre era su esclavo, temblaba, palidecía, se acobardaba en su presencia. Era una fiera encadenada por su hermosura, y mendigando una promesa, una esperanza que la joven rehusaba desdeñosa y altiva ó casta y avergonzada.
D. Cristóbal tenía momentos de verdadera exasperación. Sufría un suplicio de Tántalo, una embriaguez diabólica, un delirio nuevo y formidable.
Irritábase contra aquel dominio y le buscaba sumiso, enloqueciéndose con él y considerándose feliz, cuando los magníficos ojos de Beatriz le miraban con dulce y risueña expresión y su graciosa boca le decía:
—Así os quiero, resignado y obediente; y no porque no sean de mi gusto esos ímpetus de fiereza que dicen son naturales en los hombres de vuestra raza, pero precisamente por esto me siento orgullosa de que seáis mi esclavo.
—Pero entonces me amáis, entonces seréis mía, pero sólo mía; porque ese hombre me causa horribles celos.
Y la mirada de D. Cristóbal se iluminaba con fulgor salvaje.
Al escucharle Beatriz se entristecía y desviaba de él los ojos murmurando:
—Es mi marido... me causáis miedo con esas violencias y vivo en continua agonía; será preciso concluir.
—Pues concluyamos,-replicaba impetuosamente el indio.-Nunca he sentido lo que siento por vos. Me parece que mi sangre es hirviente lava como la que despiden los volcanes y que mi corazón estalla cuando os veo.
Beatriz fingía luchar entre sus deberes y la naciente pasión.
¿Pasaba algo extraño en su sér? la explosión de aquella naturaleza, de aquel amor tempestuoso y completamente nuevo tenía encantos y atractivos para Beatriz?
¿Lo feroz, lo fogoso, lo salvaje del indio, había logrado conmover su corazón virgen? ¿La hacía sentir ignoradas sensaciones? ¿La locura de D. Cristóbal había también invadido su corazón?
Héla aquí enamorada pero con un amor del infierno, con un amor sin límite ni medida, porque ella no había sentido por Gaspar sino la impresión poco profunda del capricho ó más bien el natural influjo de las primeras aspiraciones de la niña que se convierte en mujer, y no el sentimiento que domina y esclaviza con tiránico imperio.
Del secreto que á D. Juan importaba ni se había ocupado; ¿qué interés tenía para ella? Ambicionaba conocer la vida de D. Cristóbal, únicamente, porque según decían se encontraban en ella muchos puntos negros y pormenores que la interesaban y ya él por entero hubiera satisfecho su curiosidad, si la mayor parte de las veces que se veían, no supiera Beatriz que Gaspar andaba cerca y espiando; pues no creía que D. Cristóbal se negara en nada á su deseo.
Pero por de pronto sentía vago terror, porque Gaspar empezaba á ser exigente y desconfiado.
D. Juan también instálale para que las cosas se llevaran con más rapidez al terreno de acción, y comprendiendo las mortificaciones de Gaspar, sentía ya haber echado mano de un recurso peligroso y hasta entonces sin éxito.
Creía él, que con maña y abusando de la ciega pasión de D. Cristóbal, podría Beatriz entrar en confianzas, y del fondo de ellas sacar el secreto que Arias no había podido arrancarle; un rayo de luz que guiara hasta encontrar á los hijos de Xihuitl.
Gaspar, con su instinto de enamorado y de celoso, advertía honda cavilación en Beatriz, y notaba en sus ojos fulgores extraños.
Sus celos concentrados y furiosos, amenazaban desbordarse^ ya varias veces había llegado hasta la puerta no cerrada nunca, y al escuchar algunas palabras sueltas, le daban impulsos de presentarse, y de una manera violenta romper el coloquio y exterminar al indio.
A solas con Beatriz, tembloroso y excitado, no siempre lograba contenerse, y sus labios pronunciaban palabras de despecho y de rabiosa impaciencia.
—Recuerda,-le decía Beatriz con sereno ademán y dulce voz,-que has ofrecido no atormentarme con tus injustos celos y permitirme entera libertad.
—Sí, sí; no lo olvido; pero es algo superior á mis fuerzas; concluiré por matar á ese hombre; te amo demasiado, no creí llegara á tanto, y la verdad es que ya se agota mi paciencia porque hay otra cosa.
—¿Cuál?
—Que yo temo lo que ni aún quisiera pensar: tú no eres la misma, tú estás cavilosa y como si tuvieras algo en el pecho que me ocultas, tú...
—¿Yo, qué?...-preguntaba Beatriz provocando á Gaspar.
—¡Oh! por Dios, ten compasión de mí y de tí... soy un insensato, un pobre demente que te ama hasta la adoración; ¡perdóname! hay momentos en que me parece que tú puedes amar a ese hombre y pierdo el juicio.
—¿Y si fuera verdad?
Beatriz se complacía en estudiar el efecto de sus palabras^ era espantoso.
El rostro de Gaspar tornábase lívido, sus ojos relucían como los del chacal, y sus manos crispadas y trémulas parecía que acariciaban el mango de un puñal.
En aquel parasismo de furor, oía una larga y ruidosa carcajada y sentíase abrazado por Beatriz.
—¡Celoso, celoso mío! ¡te amo, te amo! recobra la tranquilidad y no me mires así porque me causas miedo.
Con estas palabras calmaba siempre á su amante, el que con frenéticas ternuras y caricias impetuosas, quería hacerse perdonar sus injustas sospechas.
Beatriz era una leona que se encontraba en situación terrible y al borde de un abismo.
Empezaba á ver en Gaspar un obstáculo para su felicidad, y se estremecía y temblaba luchando y Violentándose; para llegar al fin que se había propuesto.
Se resolvió á ponerse de acuerdo con D. Cristóbal y aprovechar se de un momento de libertad, Ínterin Gaspar estaba en casa de D. Juan.
Era preciso avisarle, porque Beatriz no recibía nunca al indio sino cuando Gaspar se encontraba en casa, por más que aquél creyera lo contrario.
Desde que Gaspar tenía sueldo y bien pagado por don Juan, no se encontraba sola Beatriz para los quehaceres domésticos; una muchachita, hija de padres pobres y vecinos, salía y entraba, ayudando á todo desde por la mañana hasta cerca del anochecer, que, ya preparada la cena, se volvía á su casa.
Juana era lista y á ella mandó Beatriz con urgente recado para D. Cristóbal.
Se exponía; era una imprudencia, pero sólo así lograba burlar la vigilancia de Gaspar.
—Dile, que mi marido tardará en volver y que le espero, que son las tres, y que hasta las cinco me hallará sola: oye, cómprate al paso aquel pañuelito azul que te gustaba el otro día: te lo regalo, ¡ah! ya olvidaba otra cosa: no digas á nadie que vas á casa de D. Cristóbal.
La niña, saltándole la alegría en el semblante, salió, y ufana y satisfecha, estuvo de vuelta al poco rato.
—¿Qué te ha dicho?-preguntó ansiosa Beatriz.
—Que vendrá, y vaya si estaba contento... nunca le he visto así... ¡y es más bueno! También me regaló para comprarme otra cosa, pero mirad el pañuelo... ¿qué bonito?
Y Juana, con infantil coquetería, se le anudó al cuello llena de gozo.
A las tres y media acudió á la cita D. Cristóbal.
Beatriz estaba seria, altiva y tenía el rostro descompuesto y pálido. D. Cristóbal se sorprendió, porque pensaba encontrarla amorosa y dulce, pues que la inesperada cita le había hecho concebir locas esperanzas.
—¿Qué tenéis?-dijo mirándola afanoso.
—Nada y mucho. Tengo que deciros algo muy importante y en breves palabras, porque puede sorprendernos mi marido.
—¡Oh! ese hombre nos estorba Beatriz; ese hombre me roba lo que quiero que sea exclusivamente mío, lo entiendes,-dijo atreviéndose por primera vez á tutearla. —De eso mismo se trata: escuchadme.
—Beatriz,-repuso D. Cristóbal, asiendo sus manos con las suyas nervudas y ardientísimas,-Beatriz, háblame como yo te hablo; al mandarme venir, has hecho que me crea en el cielo.
Y el indio intentó ceñirla con sus brazos.
Pero la joven le rechazó, y con acento imperativo dijo: —Escuchadme.
Aquel hombre audaz y dominado por la pasión, se contuvo y cedió como un niño, y admirando asombrado la energía que revelaba al aspecto de Beatriz: era una nueva y más seductora sorpresa.
—Soy joven y creía haber amado: he visto que no era cierto,-dijo con voz breve y firme,-no he conocido el amor y no sé si es ahora lo que siento.
D. Cristóbal lanzó una exclamación de alegría, de triunfo, de indefinible expresión, y sin que la joven pudiera defenderse la levantó en sus brazos, como si intentara huir y llevar aquel tesoro que ya consideraba como suyo.
—Dejadme,-articuló sofocada Beatriz,-mi marido vendrá pronto, y tengo que explicarme con vos: si no permanecéis tranquilo no os vuelvo á ver.
Todavía dominó el indio las tumultuosas ideas que le hacían perder la razón, pero no puso en el suelo á Beatriz, sin besar con frenesí su boca.
—Hay algo en vos que responde á lo que yo quería, á lo que había soñado. Vos sois un hombre distinto de todo lo que he conocido y me siento dispuesta á corresponderos. No os amo, todavía no; pero os amaré porque vos sois una fiera y quiero dominaros. Nuestros corazones tenían que encontrarse porque son iguales. Pensad lo que vais á disponer de mí, para que Gaspar, no me mate.
—¡Ah!-rugió el indio.-Ahora nada temas: serás libre, serás viuda: le mataré yo.
.-Te lo prohíbo.
En la voz de Beatriz, había ruego, cariño, languidez; se transformaba de nuevo.
—No necesito que cometas un crimen; soy libre.
D. Cristóbal la miró con estupor y sin comprender.
—No es mi marido,-añadió,-la ocasión, la creencia de que le amaba, la soledad y su ardiente amor, me arrastraron, me hicieron suya, pero pronto conocí mi engaño.
—Y entonces ¿qué temes?
—Sus celos; porque me quiere con locura, por eso tengo lástima; además te acecharía, no lo dudes, y yo no quiero que mueras.
Aquellas palabras asemejaban á una caricia y estremecieron á D. Cristóbal.
Era satánica aquella mujer.
—Pues entonces te llevaré á las soledades de mi país; te esconderé en donde nadie pueda encontrarte: te guardaré en los bosques desconocidos, y allí no tendré celos, ni tu hermosura será vista por otro hombre más que yo. Eres mía, mía, y ni el infierno, ni el cielo podrá ya separarnos.
La cara del indio era espejo fiel de todas las sensaciones que le conmovían: no podía ocultarlas.
Veíase en sus ojos el ansia del ave de rapiña y la fiereza selvática. En su aptitud, el desafío y la voluntad sin freno.
Beatriz le admiró.
Empezaba á dominarla á su vez.
—Márchate,-le dijo,-quiero que Gaspar no te vea, y va á venir.
—;Y me seguirás?
—Te seguiré, pero no exijas nada más que lo que yo quiera concederte, porque no seré tuya hasta que pueda convencerme de que te amo con todas las potencias de mi ser, con todas las fuerzas de mi corazón: entonces, —prosiguió diciendo con el fuego del amor en los ojos, —entonces allí, en esos bosques, en esas soledades, seré tu esposa; si quieres llegar á ese paraíso, respétame.
Tenia Beatriz natural elocuencia, y aventajaba á don Cristóbal en el roce del mundo y en perspicaz entendimiento, porque un hermano de su padre, hombre docto y que adoraba en la rapazuela, se había complacido en instruirla, aunque apenas empezada su educación, había sido víctima de una epidemia, dejando á la niña antes de que hubiera tenido tiempo de formar sus sentimientos.
De ahí la mezcla del bien y del mal que vivía en ella.