CAPÍTULO XC
Ahí tras la lomita encontrará su mercé casa y comida, bajando á la izquierda.
Decía estas palabras un indio, respondiendo á la pregunta dirigida por D. Cristóbal que buscaba en donde guarecerse, porque la noche se le echaba encima, y á juzgar por lo nebuloso del cielo y lo cargado de la atmósfera, amenazaba ser lluviosa y oscurísima.
No debió de inspirarle confianza el dicho del indio, porque sabía que él ahí con frecuencia convertíase en leguas, por lo cual arreó el caballejo, que era flaco y tenía un trotecillo capaz de desesperar al más pacífico jinete, y la emprendió por una cuesta bastante empinada y trabajosa.
—Ese maldito río tiene la culpa,-iba diciendo,-por buscar el vado he perdido el camino y ya no tiene remedio, porque va cerrando la noche y está como boca de lobo, empieza á llover... Esta subida será, y no debe de estar lejos la lomita á que aludía el labrador: no cabe duda; de todas maneras, no reconozco el camino.
Y siguió adelante, envolviéndose lo mejor que pudo y echándose el sombrero sobre los ojos, para defenderse de la lluvia y del fuerte viento.
Volvía el feroz indio á su antiguo escondite, porque, seguro de que la venganza sobre Juana era completa y después de haber visto marchar á Cortés, nada tenía ya que hacer en los alrededores de Cuernavaca, y como por algunos indios que aun le eran fieles y le servían, supo que no descansaba la justicia, y que le buscaban con ahínco, pareciole prudente no exponerse. Los indios y la Chona callarían como muertos, porque les había pagado bien y esperaban mayores ventajas si triunfaba el levantamiento que, según les había dicho D. Cristóbal, era seguro una vez se tuviera noticia de que el marqués del Valle había sucumbido.
La sagacidad de D. Cristóbal era mucha, y, siempre desconfiado, no les dijo quién era ni en dónde habitaba, y como por entonces muchos antiguos señores andaban descontentos, no dudaron fuese uno de los principales capitanes déla conspiración, y el indio les dejó en aquella creencia.
Urgíale volver, para ocuparse de algo importantísimo é indispensable en la vida.
No tenía dinero. De las joyas que pertenecieron á Beatriz, quedaban las de menos valor, y demasiado sabía el indio que sin el oro nada se puede hacer ni intentar.
Se trazó un plan, y á cortas jornadas y cambiando de caballos y dando rodeos sin cuento, para no ser visto en sitios en que fuera fácil le conocieran, venció el largo camino, y cuando lo hemos encontrado, se hallaba cerca del subterráneo.
Ya lo pensaba él, pero se confundía por no haber encontrado el bosque, antes de llegar á la cuesta.
En fin, cuando llegó á la cima de ésta, no pudo distinguir nada, porque la lluvia era tan fuerte y la oscuridad tan densa, que se confió al instinto del caballejo, y sosteniendo tirante la rienda, le dejó que bajara á su antojo.
Por la impaciencia que tenía, se le hizo la cuesta más pesada y larga que á la subida, pero por el paso de la cabalgadura, comprendió que estaban al final, y por último que habían entrado en camino llano.
Pero, ¿en dónde se hallaría la casa? Le hubiera sido imposible orientarse, y á la ventura giró hacia la izquierda, como el indio le había dicho.
Renegando de su suerte, porque estaba calado hasta los huesos y temeroso de algún mal encuentro, por ser sitio en donde abundaban los tigres y pumas [54], seguía su camino, cuando afortunadamente distinguió á lo lejos una luz.
Un latigazo aplicado al jamelgo hizo milagros, porque saliendo de su trote, dió á correr como si de repente se hubiera transformado, y en corto espacio llegó al sitio de donde salía la luz.
Era una casa, la misma que había sido del Méxica.
La puerta estaba abierta y en el dintel había un hombre.
—¡Cuculli!-exclamó D. Cristóbal al reconocer á su fiel criado.
—Señor, desde ayer te aguardaba, según tu aviso...
—Debía haber llegado esta mañana, pero los caminos están como lagos, y llenos de barrancos que han hecho las lluvias, y era imposible apresurarse: además este caballo está medio muerto; pero no había otro.
Y hablando, habíase desmontado, y sin que llamara la atención de dos ó tres indios que en el portalón estaban, entró en la casa en donde una noche vimos á Nuño de Guzmán.
—Me parece que conozco este lugar; aquí estuvimos el día que el Méxica nos condujo al subterráneo.
—Sí; era su casa.
—¿Dices era?
D. Cristóbal ignorábala suerte de su indio.
—Lo mataron en el bosque,, señor.
Esperando á D. Cristóbal, había sabido por los criados de Caltzontzi la causa de su desaparición.
—Pero, ¿esta casa está habitada?-preguntó con recelo. —Por pocos días, está en ella el hijo del rey de Michoacan, y él me permitió que te esperase aquí. En la otra pieza se halla.
Conocía D. Cristóbal la historia de Caltzontzi, pero como sabía que si odiaba á Nuño de Guzmán, no era lo mismo para los demás españoles, pensó en no darse á conocer.
Era urgente se despojara de las ropas que chorreaban agua y tenía prisa por descansar.
No había más cama que unos petates, y sobre ellos se acostó, no sin haberse informado de que Cuculli había fingido llegar de muy lejos y ser criado de un noble que volvía de México, sin sospechar que Caltzontzi pudiera conocerle, ni que Luisa, sin vender el secreto de su padre, le hubiera hablado de que necesitaba vivir oculto.
El amor de ambos jóvenes, había crecido hasta el punto de que les fuera imposible vivir sin verse diariamente.
Caltzotnzi era tan venturoso con aquel amor, que no lo hubiera trocado por una corona, y aquellos meses habían sido los más felices de su vida. De momento en momento, descubría nuevas dulzuras en el carácter de Luisa, nuevas y angelicales prendas, y sobre todo su candor y su sencillez le hacían soñar con un cielo de dichas inagotables para cuando la llamara su esposa.
Con tan inocente abandono le pintó su triste infancia y el vacío de su juventud, los anhelos que sentía de cariñosas expansiones y las amarguras que por falta de aquéllas había soportado, que Caltzontzi sintió por Luisa infinita ternura, estando resuelto á prodigarla todas las ternezas y cariño de que había carecido.
No hay para qué decir, si la felicidad de Luisa superaba á todo, y que al calor de la ardiente pasión de Caltzontzi, olvidaba los sinsabores y las zozobras de su existencia.
Sólo el recuerdo de Rafaela era en su pasado un punto luminoso y de grato recuerdo. Tal vez á distancia la quería más, es decir, comprendía la fuerza de aquel cariño fraternal.
El tiempo pasaba rápidamente y sin sobresalto, pareciéndole muy natural su confianza con el hombre á quien adoraba. No se le ocurría á Luisa que de un día á otro volviera su padre, ni menos que al saber su amor no lo aprobase...
¿Por qué? Más bien ella era un estorbo para él, una carga, y estaba convencida de que la veía con glacial indiferencia, y por lo mismo era un medio para que no tuviera que pensar en ella.
No dejaba de asustarse algunas veces recordando su carácter salvaje y brutal, pero la niña se tranquilizaba instantáneamente con las seguridades que la daba Caltzontzi, siendo incomprensible para él las singularidades de aquel amor paternal.
Luisa había cuidado escrupulosamente de que ignorase la causa que le obligaba á huir y ú ocultarse.
El día anterior á la llegada de D. Cristóbal, le dijo Luisa á su amado:
—Mi padre vuelve y estará aquí mañana.
—¿Y por qué estás triste? ¿qué podemos temer?
—No lo sé; pero te aseguro que me estremezco al pensar en que no apruebe nuestro amor.
—No hay motivo, ángel mío, para lo que te figuras. Tú eres tan tímida, que todo te asusta y te hace temblar.
—¿Qué me aconsejas?
—Lo mismo que te he dicho siempre. Dile la verdad, y afírmale que sólo he aguardado su vuelta para pedirte por esposa.
Una sonrisa divina iluminó el lindo semblante de Luisa, y digo lindo, porque el amor le había embellecido con matices frescos y rosados.
—No; jamás me atreveré en ser la primera para decírselo.
—Pues entonces me advertirás y le veré, y pintándole la dicha que te aguarda á mi lado, conseguiré que seas mi esposa,
—Eres tan bueno, que todo lo alcanzarás; pero no yo.
La confianza de Caltzontzi no se transmitió á Luisa, y al separarse sintió una emoción violenta que no podía explicarse.
Triste y turbada se alejó y dos ó tres veces quiso volver, pareciéndole que algo les amenazaba.
Las horas del día siguiente le parecieron eternas. Ignoraba si D. Cristóbal llegaría temprano ó en la tarde, por lo cual no se atrevió á salir del subterráneo, aguardando con el pensamiento fijo en Caltzontzi y con indecible ansiedad.
Vió que Cuculli marchaba á esperar á D. Cristóbal, y la pobre niña pasó la noche sin que el sueño la rindiera un instante.
Ya muy entrada la mañana y cuando impaciente se dirigía á la cascada, oyó ruido de pasos y de voces.
Aunque no había participado Luisa de las esperanzas de Caltzontzi, tuvo un impulso de loca alegría, y olvidó todo para pensar en su padre y en la ventura que esperaba de él.
Temblorosa se adelantó á su encuentro y le tendió los brazos, pero el espanto detuvo en sus labios la palabra cariñosa que iban á pronunciar.
En el semblante, en la mirada, en la aptitud, se advertía á primera vista una cólera terrible, el parasismo del furor.
No podía adivinar Luisa, el motivo de aquel arrebato, porque ignorando que su padre hubiera pasado la noche en la misma casa que Caltzontzi, no creía que fueran sus amores los que le trastornaban de aquel modo, pero instintivamente sintió como si un puñal hubiera herido su corazón.
Cuculli envolvió á la niña en una mirada compasiva, pero los ojos de D. Cristóbal se clavaron en él con tanta insistencia, que temeroso y confuso se alejó, dejando en la entrada de la gruta, al padre y á la hija.
Y corrieron algunos minutos.
—Luisa,-dijo de improviso el indio malconteniendo su ira;-mi ausencia ha sido provechosa para tí, puesto que te has empeñado en unos amores locos, sin comprender que yo jamás los aprobaría.
La joven sintió una sacudida mortal: algo que atenaceaba su pecho, que subía á sus ojos y golpeaba sus oídos y sus sienes.
—No respondes;-prosiguió sin compasión de su angustia.
Hizo un esfuerzo para hablar, pero no pudo articular una palabra.
—Ese hombre ha dicho que está seguro de tu amor, que le has jurado serías su mujer, y que te haría feliz... y no será así.
—¿Pero por qué?-pudo al fin preguntar.
—Porque yo no quiero. Porque necesito de tí. Porque estoy errante y perseguido, y en breve saldremos de estas breñas para no volver.
—¡Dios mío!-exclamó Luisa,-me moriré de dolor; porque si él os ha dicho que le amo con toda mi alma, no se equivoca; porque si él dice que su amor es mi dicha, es verdad, la única que he disfrutado desde hace muchos años, y desde que mi pobre madre murió...aun recuerdo sus caricias, sus apasionados besos, sus miradas llenas de ternura; después ¿qué he encontrado en vos? dureza, desvío, accesos de cólera, momentos de feroz satisfacción en atormentarme...
La desesperación había dado valor á la joven para evocar aquellos recuerdos.-Por último,-añadió,-había encontrado unos brazos amantes, un consuelo de hermana en Rafaela y también la fatalidad, si no vos, me arrancó de su lado. Pues bien, no seáis ahora cruel, no os opongáis á los impulsos de mi corazón.
—¿Que no me oponga?-gritó D. Cristóbal lanzando llamas por los ojos,-¿quieres que yo destruya mi propia obra? me miras con asombro, porque te es imposible comprenderme. Tú estás destinada á coronar los planes de muchos años, á servirme para mis proyectos, y lo que he pensado ha de ser.
Aterrada Luisa, ni aun se atrevió á responder. La audacia de un momento había desaparecido, y su timidez, sobreponiéndose á todo, la impedía arrostrar el enojo de su padre.
Sin embargo, en aquel cuerpo delicado había fuerza de voluntad no exaltada hasta entonces, pero que pudiera ser indomable si llegaba el caso.
Sobre todo, Luisa amaba con la vehemencia del primer amor, y como éste ejercía un dominio incontrastable, sublevábase á la idea de su propia flaqueza, sintiendo impulsos de hacer frente á la ira de su padre y arrostrarla, antes que resignarse á la pérdida de aquella ventura con la cual había soñado.
Hizo un postrer esfuerzo.
—Padre mío,-dijo con voz insegura y medio ahogada por el llanto que en vano quería disimular,-padre mío, pensad en mi porvenir; pensad que Caltzontzi es un hombre noble, de generosos sentimientos y que me ama tanto, que aguardará, si las dificultades de ahora os detienen, hasta que con vuestro beneplácito pueda unirse á mí.
—¡Jamás! ¡todo es inútil! te repito que nunca serás su mujer.
Luisa cayó de rodillas á los pies de D. Cristóbal y juntando las manos, dijo:
—Por lo que más améis, no seáis tan injusto para mí. —Hace muchos años que no he amado á nadie,-contestó con acento duro y breve.
—¿Y queréis condenarme también á esa terrible existencia, á esa soledad del corazón?
D. Cristóbal no respondió, y Luisa, viéndola inutilidad de sus palabras, se alzó del suelo y en vano pensó en apelar á Caltzontzi.
D. Cristóbal, sombrío y silencioso la vigilaba.