CAPÍTULO L

EL DOCTOR INDIO

Veíase como un hormiguero de cabezas, bañadas por un sol esplendoroso y ardiente.

En el muelle era aún mayor la confusión: iban y venían multitud de indios y marineros españoles, embarcándose en piraguas y en canoas, que volaban sobre el tranquilo mar hasta los navíos que en breve iban á salir para España.

Los balcones y ventanas estaban cuajadas de gente, pero en los semblantes no se retrataba la alegría, ni en los ojos la curiosidad, pues que en muchos las lágrimas apagaban el brillo.

Por las calles de Veracruz, puerto entonces, como hoy, concurridísimo, y principal arteria para el comercio, circulaba inmenso gentío, pero triste y cabizbajo, en solemne silencio.

¿Por qué aquel mudo pesar? ¿Por qué siendo nube en el hermoso día y haciendo contraste con el alborozado sol, que á torrentes se desparramaba por la ciudad, advertíase general abatimiento?

Ya adelantaba la mañana, cuando nuevos rumores y el oleaje de la muchedumbre anunció que hacia el muelle se dirigía el noble prelado Fray Juan de Zumrraga, que, cumpliendo los deseos de la emperatriz, esposa de Carlos Y, se embarcaba en ese día para España.

He aquí la explicación de los lamentos, del llanto y del natural dolor que traducían los semblantes.

No se dudaba que una vez consagrado el buen obispo y en cuanto pasaran algunos meses, volvería á dirigir su rebaño y á continuar las humanitarias obras que con tanto celo comenzara; pero aunque esta idea disminuyera la amargura de la despedida, no era bastante para consolar por completo á los indios, que veían en él á un padre bondadoso, ni á los españoles que, á la vez de veneración, sentían por el venerable anciano respeto y cariño.

De las ventanas, de las azoteas, desde las puertas de las casas, arrojábanse aromadas flores y hojas de rosa sobre el humilde y modesto siervo de la Iglesia, que correspondía al amor y á la manifestación popular con benévola sonrisa, con bendiciones y con preces, para que el Eterno derramara cuantiosos dones sobre su grey.

Arrodillábanse los indios y besábanle el borde de su hábito y la mano que hacia ellos se tendía, mientras que un raudal de lágrimas cegaba sus ojos.

Creció el tumulto y mezcláronse con él los clamores y los gritos al ver ya en la piragua al obispo, y que aquélla, desprendida del muelle, cortaba las olas dirigiéndose á la nave que iba á darse á la vela.

Fray Juan de Zumrraga sentía gratitud intensa por aquella gran familia católica, que tanto le amaba, y de pié en la frágil embarcación, hondamente conmovido se despedía enviando con su mano el supremo adiós.

Llegó al navío, y ya desde la cubierta, vió á la multitud apiñada en el muelle y agitando millares de pañuelos, que, en alas del viento, transmitían el saludo y la despedida de los sencillos corazones.

Leváronse las anclas, y el buque con las velas desplegadas se puso en movimiento, y llevado por la brisa, que era favorable, no tardó en salir de la bahía, meciéndose sobre el mar cual blanca gaviota, hasta que poco á poco fue desvaneciéndose, achicándose, y por último, se perdió de vista.

Como en duelo quedaron los vecinos de Veracruz y los que de diversos puntos habían acudido á presenciar el embarque, y se esparcieron por las calles y entraron en sus casas, como aquel que acaba de perder á alguien muy amado, que tal era el efecto que les producía el alejamiento del obispo.

Al día siguiente muy de madrugada advertíase gran movimiento en la casa de un rico comerciante de Veracruz. Iban y venían los criados sacando hermosos caballos de las caballerizas, que, ya ensillados, piafaban relinchando en la puerta, y todo hacía sospechar un próximo viaje ó una lucida cabalgata de paseo.

A breve rato aparecieron en el portal y salieron á la calle dos jóvenes hidalgos, vestidos con pintoresco traje de montar á caballo, ambos apuestos y de noble presencia.

Ambos ricos y de elevada clase.

Eran D. Diego de Altamirano v D. Rafael de Nájera.

—Soberbios animales,-dijo el primero,-examinando como experto los caballos.

—Sobre todo este bayo: tiene finísimos los extremos: y ¡qué cola negra y que crin! parece azabache.

—Que resalta más por ser un bayo muy claro.

—Escogido para que monte en él la que tiene en México el cetro de la belleza.

—No tanto. Ya sabéis que hoy son dos astros, dos mujeres divinas...

—O más bien dos diablos,-dijo Nájera riendo;-no arruguéis el ceño, Altamirano, porque indudablemente es cierto. Sólo hace tres días que la casualidad nos ha hecho íntimos amigos; vos habéis venido siguiendo 1 una mujer, y yo vine...

—Para distraeros dé los desdenes de otra y de los celos. Y en verdad que ambas son dos sirenas, debemos confesarlo. Pero callemos, aquí viene Margarita, ¡qué hermosa es, no tiene, rival!

—Sí lo tiene. D.a Beatriz.

Ambos jóvenes se miraron, soltando una carcajada. En aquel momento se presentó en el umbral una mujer.

Iba vestida de amazona y llevaba prendido en el pecho un ramo de olorosa madreselva.

Como si dijéramos un lazo de amor, que tal simbolizaba en lenguaje morisco. Sus ojos oscuros claváronse con singular insistencia en Altamirano, y una sonrisa se dibujó en sus labios.

Era más elocuente que las palabras y traducía un mundo de pensamientos.

La sonrisa en boca de una mujer es un libro.

Al mismo tiempo vivísimo encarnado coloreaba sus mejillas, pálidas generalmente, porque Margarita tenía ese blanco mate que es tan interesante en la mujer.

Nájera sorprendió aquella sonrisa y aquella mirada y su frente se contrajo á impulso de los celos.

Varios caballeros seguían á Margarita y se agruparon en torno suyo como para esperar órdenes. Era una reina con sus cortesanos.

—¡A montar á caballo, señores, á montar!-dijo con graciosa coquetería.

Nájera se precipitó hacia el bayo, y puso una rodilla en tierra, diciendo:

—Aquí tenéis donde apoyaros, señora.

La joven hizo un movimiento, y sus labios iban sin duda á pronunciar una palabra, cuando cambió de idea, y poniendo su diminuto pié sobre la rodilla de Nájera, asió la crin del caballo, montó con ligereza, le hizo caracolear y revolviéndole salió á rienda suelta.

Todos la siguieron, menos dos de los jinetes, que al paso, quedaron muy atrás de la cabalgata.

—Es tan caprichosa como bella,-dijo uno de ellos, que podía contar, juzgando por su rostro, de cuarenta á cuarenta y cinco años, de puro tipo español.

Cincuenta contaría el otro; pero en su mirada, en su color moreno oscuro, brillante, en su frente no muy ancha y un poco deprimida y en sus facciones, revelaba pertenecer á la raza indígena.

—Es la hermosura de Satanás que fascina, D. Álvaro; es la serpiente que se enrosca para clavar el agudo dardo dejando en la herida su veneno. Esa mujer es muy peligrosa.

—¿Conocéis su historia, Mixcoac?-interpeló mirándole sorprendido D. Álvaro.

—Sí, y me estremezco del ascendiente que esa mujer ejerce sobre los que la rodean. Su amor es funesto.

—Margarita ha nacido para inspirar vehemente pasión en todo el que la conoce, ¿no os parece lo mismo?

El indio guardó silencio.

—Todos se rinden á sus hechizos.

—No todos, D. Álvaro. Su marido la aborrece, la odia.

—¿Y por qué?

—Os lo diré; primero porque ama á otra.

—¿A otra, decís?

—Sí. A otra que es tan coqueta y sin corazón como Margarita. Y tal vez más perversa.

—¡Beatriz!-murmuró D. Álvaro con acento amargo.

Mixcoac hincó sus ojos en su interlocutor, y después' de breve pausa, dijo:

—Os estimo demasiado y sentiría fuerais víctima de esa española que enloquece á los hombres, les hace esclavos y después les rechaza y desdeña, gozándose en su desesperación.

—Es cierto.

—Pues bien, yo no comprendo ese papel; no comprendo el amor sin ser correspondido... ¡Si encontrara una mujer como Margarita ó Beatriz, engañado con esperanzas y burlado después, la mataría!...

El acento del indio era tan feroz que heló á D. Álvaro.

—¿Pero cómo sabéis que yo la amo?

—Lo he visto en vuestros ojos, en vuestra actitud cuando estáis con ella... por ella habéis desafiado á un hombre que era vuestro amigo, casi vuestro hermano.

—Me confundo, ¿quién pudo contaros?...

—Su marido.

La sorpresa hizo enmudecer á D. Álvaro.

—Dícese que ese D. Cristóbal la adora, es decir que está dominado por esa beldad, orgulloso de sus triunfos, y que con las torturas de otros consuela las suyas.

—¿Pues qué, ella es tan cruel para su marido como para los demás?

—Lo es, á no dudarlo, porque esa mujer no tiene más que un amor: la he juzgado á primera vista.

—¿Y cuál es?

—El de sí misma: hasta que encuentre quien logre conmover su corazón. A pesar de estóvale menos que la morisca. Fátima, ¿os sorprendéis?

—Ciertamente, y veo que no me equivoqué al creeros un sér excepcional.

—Os diré. Cuando vinieron á este país los españoles era yo cacique, señor de pueblos y vasallos, y habíame dedicado con afán al estudio de las plantas, llegando á conocerlas perfectamente y á saber aplicarlas, según las enfermedades. Tal era mi afición, que apenas tomé parte en la lucha y fui de los primeros en someterme al nuevo orden político y al rey de España, porque para mí valía más la ciencia que todo.

—Y ahora sois un sabio.

—No os burléis de mi ignorancia, no es cierto. Pero sé que no siendo por naturaleza guerrero, dejé correr las cosas, y ya bautizado, aprendí el castellano con afán y entablé amistoso trato con los españoles que tenían grandes conocimientos en la medicina, para ampliar los míos, y creo haberlo conseguido algo.

—Mucho: cítanse de vos curaciones admirables, porque tenéis sobre nosotros la ventaja de poseer un tesoro de hierbas medicinales y de conocerlas.

—Pues bien; favoreciéndome la suerte y teniendo un poco de acierto, he penetrado en todas las casas, guardo en mi pecho, como el confesor, secretos de mis enfermos. El médico necesita á veces cuidarse tanto de la enfermedad moral como de la física. De ese modo llegué á saber el pasado de Fátima ó Margarita.

—¿Es árabe esa mujer?

—De Granada.

—¿Y cómo se encuentra aquí?

—Es lo que voy á deciros. Ved la cabalgata: va muy lejos, porque lleva una carrera desenfrenada, y supongo que no pensáis sofocaros para darle alcance.

—Y pensáis bien. Ellos harán sus paradas en donde á Margarita se le antoje, y nosotros somos libres para hacer lo mismo.

—Tanto da que lleguemos á México un día antes ó un día después. Mi objeto fue dar el último adiós á fray Juan de Zumrraga, á quien amo y respeto, y casualmente me hospedé en la misma casa que vos.

—Lo que para mí ha sido un gran bien. Os conocía, os estimaba, pero hoy os considero mi mejor amigo.

—Y lo soy. Ojalá que jamás llegue un momento de prueba, Altamirano; pero si tal sucede, contad conmigo. El sol está ya muy fuerte y haremos bien en dejarlo pasar un poco á la sombra de esos copudos árboles, y á orillas del Alvarado. Allí veo una choza; algo encontraremos para almorzar. Entre tanto, pié á tierra si os parece; tendamos las cobijas en el suelo y demos suelta y descanso á los caballos.

—¡Qué hermoso sitio! Tan espesa es la arboleda, que no permite penetre un rayo de sol, y sería imposible encontrar otro más á propósito para larga plática.

—Después, pasado medio día, emprenderemos la marcha y ya con el fresco de la tarde venceremos la jornada.

Los jinetes tendiéronse sobre la mullida hierba al pié de un árbol, sintiendo que su pecho se ensanchaba al aspirar la saludable brisa.

No es posible comprender esa satisfacción, cuando no se han hecho largas jornadas á caballo en tropicales climas y bajo la abrasadora influencia de aquel sol de fuego.

Los corceles también con sus relinchos expresaron el bienestar que sentían y, sin apartarse largo trecho de sus dueños, solazáronse con el abundante y lozano pasto.

—Os dije hace un instante que Margarita es árabe, nacida en Granada de un rico personaje, descendiente de príncipes y de una doncella castellana. Un día, hará de eso como dos años, fui llamado para asistir á un hombre agonizante que moría envenenado.

—¡Envenenado!

—Con una hierba de nuestros campos que tiene un contraveneno activo, pero que fue inútil, porque ya era tarde. Aquel hombre me confió que Margarita, su hija, era esposa de Carlos Angulo, pero no cómplice de su marido.

—¿Y cuál fue la causa de ese crimen?

—El oro, las riquezas; el ansia de poseer las que el noble morisco guardaba. Tuvo tiempo, gracias á un elixir que le administré, para referir su historia.

—Ya me interesa mucho y más todavía porque mi sobrino ama con locura á esa mujer.

—¿Diego?

—Sí. Y está celoso.

—No de Angulo.

—No; dé Hernando, qué es la sombra de Margarita... —No ha venido con ella y es extraño.

—fue un capricho. Se escapó.

—¿Cómo?

—No admite negativas. Habló de su deseo de presenciar el embarque, y no accediendo á satisfacérsele, se hizo acompañar por sus cortesanos y salió de México sin que supieran Angulo y Hernando su viaje.

—Siempre la misma.

—Comenzad su historia. Os escucho.

Cuauhtemoc o el mártir de Izancanac
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