CAPÍTULO XXIX
El sitió conocido hoy en México con el nombre de Rancho de Anzures, unido á la hacienda de la Teja, pertenecía por el año de 1532 al capitán
Juan Jaramillo, casado con la hermosa india Malinche, amada, en un tiempo, del conquistador Cortés, y culminante figura en los anales de la conquista.
En relación con los servicios prestados por aquella inteligente y singular mujer, fueron las recompensas y distinciones que se la concedieron é ella y á su marido, comandante que fue de uno de los célebres bergantines en el sitio de México.
La fortuna de D.ª Marina llegó á ser muy cuantiosa, y poseía hermosas y grandes casas en la bellísima ciudad que Cortés había levantado sobre los escombros de la antigua Tenochtitlan.
La capital de Nueva-España creció y aumentó su embellecimiento en la época en que D. Sebastián Ramírez de Fuenleal era presidente de la Audiencia.
Fuentes, mercados, cañerías para la conducción de las aguas y magníficos edificios, la dieron grandeza y ventajosas condiciones, y como el comercio y la industria, la agricultura y la instrucción pública, tenían potente desarrollo, de aquí que llegó á ser la más hermosa y notable población del Nuevo Mundo. Hoy, México, es uno de los principales y más adelantados y hermosos centros de los países americanos.
A la par extendíase el progreso en todas las clases y en todos los ramos, y á la sazón también se fundaba la ciudad Puebla de los Ángeles y se atendía á la propagación de las doctrinas católicas y al bienestar de los indígenas.
Aun pensamos que existe en la calle de Medinas alguna de las propiedades de la Malinche, que contaba otras, no menos valiosas, en San Cosme y en otros sitios de la capital.
Una de las primorosas huertas, que habían sido del emperador Moctezuma en Coyohuacan, pertenecía también á la discreta y seductora india.
Pero la predilecta casa de recreo y la que con frecuencia Marina ocupaba, era la que en el sitio mencionado, en él comienzo de este capítulo, existía y lindaba con ese histórico y majestuoso bosque de Chapultepec, admiración entonces y ahora de los europeos.
A la sombra de los seculares ahuehuetes [26], habíase paseado Moctezuma, caviloso tal vez por la llegada á las playas de Anáhuac, de aquellos singularísimos extranjeros, que tales cambios debían operar en su imperio. Allí recreáronse los emperadores aztecas, con los gorjeos de tan diversos y preciosos pajarillos, que cuelgan sus nidos de las frondosas ramas y los ocultan detrás del calado cortinaje que las madejas de heno forman.
¡Oh bosque de Chapultepec! ¡maravilla de la Creación, I poética muestra de las grandiosas y antidiluvianas selvas del Nuevo Mundo, misterioso, pero lozano y pintoresco agreste oasis de generaciones y generaciones!
Allí, la mano del hombre ha hecho muy poco. La mano de Dios, todo.
Tal vez por aquella proximidad con el delicioso sitio prefería Marina habitar en la quinta de que hemos hablado, y que estaba aislada por completo. Sólo una casa de caña y ladrillo, cubierta con hojas de maguey, había cerca, escondida en lo más espeso del bosque.
Anochecía, y ya en el diáfano azul del cielo brillaban las estrellas y empezaba á blanquear la luna las altas y gallardas copas de los árboles.
La puerta de la choza se abrió, dando paso á un hombre, que á pesar de vestir á la española, demostraba en sus típicas facciones pertenecer á la raza indígena.
Seguro de la soledad que le rodeaba, caminó hasta la linde del bosque, y allí se detuvo receloso, fijando la mirada en la quinta de D.‘ Marina.
Las ventanas y puertas herméticamente cerradas, la quietud y el silencio profundo, hacían comprender que en la casa no había nadie, y disponíase el indio á salir al claro, cuando una mano vigorosa asió la suya, diciendo en idioma azteca.
—¡Tenanco!
—¡Ah, eres tú! creí no encontrarte hasta el sitio convenido. No importa, porque ya lo ves, la Malinche no está y nadie nos acecha.
—¿Has preparado todo?
—Todo, y si me das instrucciones me pondré en camino al momento.
— Una carta de Xihuitl. La entregarás en Veracruz á D. Juan de Texcoco, que llega de España en un bergantín de su propiedad. Urge la reciba antes de que salga para México.
Ambos salieron del bosque, y breve rato caminaron unidos, pero sin decir una palabra.
La noche era serena y clarísima. La luna plateaba los campos inspirando dulcísima melancolía y místico recogimiento.
Cosa de media hora anduvieron juntos, pero guardando el mayor silencio, hasta llegar á los escombros de un antiguo palacio de Moctezuma.
Allí acortó el paso el compañero de Tenanco y dijo:
—Adiós. No cometas una imprudencia. Debes viajar como tratante de ganado.
—En cuanto vuelva te avisaré...
—Eso dependerá de las órdenes de D. Juan. Te toca obedecerlas. Adiós.
—Adiós, Ehcatl.
Tenanco había sido pain (correo), por lo que en brevísimo rato cruzó el valle, y apretando el paso y sin cuidarse de los terrenos sembrados, saltó sobre ellos, y ligero como un antílope desapareció á la vista de nuestro antiguo conocido Ehcatl.
Éste, apartándose del camino, cruzó de nuevo el bosque, y dando un larguísimo rodeo, conocedor del terreno, volvió á la ciudad, cortó por varias de sus nuevas calles, y se detuvo al llegar á una casa de construcción india y restaurada á la española.
Quedaba á no larga distancia del antiguo palacio de Moctezuma.
Aquella casa era de piedra y cal como todas las que pertenecían á los aztecas de elevada clase.
Tenía dos pisos.
La parte baja conservaba el primitivo sello de las construcciones indígenas, mas como el cuerpo superior había sufrido bastante en la toma de la ciudad, se reconstruyó y revocó tomando el estilo español.
Era un palacio con dos anchurosos patios pavimentados con losas blancas y finísimas y rodeados por hermosos corredores, que elevadas columnas de mármol blanco sostenían.
En el primero, deleitábase el ánimo con el suave murmurar del agua, que por ancha boca de una cabeza enorme caía en hondo pilón, salpicando los verdes arbustos que crecían en caprichosos maceteros.
Todo en el interior de aquella casa acusaba la esplendidez y la riqueza, pues lo mismo que en los palacios reales, tenía techos de riquísimo cedro labrado, espaciosos salones, baños y jardines, y en éstos, bajo frescos toldos de enredaderas y parásitas, sombreadas á su vez por las extendidas ramas del gigantesco arbolado, glorietas deleitosas y cristalinos estanques, en donde se regocijaban multitud de pececillos mostrando en la superficie sus dorados lomos ó plateadas colas.
Escuchábanse entre la verde bóveda los revoloteos y los píos cariñosos de pintadas aves, muchas tal vez descendientes de aquellas que lograron escapar de las pajareras reales incendiadas cuando los estragos del sitio.
Los canarios de siete colores, los gorriones de cabecita encarnada, los graciosos jilgueros pardos y azules, el especialísimo é imitativo zentzontle, el ceniciento chocolché, las calandrias negras, blancas y oro, y el cardenal vestido de rojo plumaje vivían en fraternal intimidad:
Ocupando vasto espacio, había una jaula con divisiones, á propósito para que en ella tuvieran cabida juguetonas ardillas negras y blancas, monitos microscópicos de suavísima piel oscura, el tigrillo ceniciento con anillos negros, el feroz coyote, pardo, blanco y negro, voraz como el lobo, astuto como la zorra y parecido al primero por el prolongado aullido y el manso quitam de la isla de Azumel, que los conquistadores confundían en el principio con un cochinillo.
Tenía la casa, además de la entrada principal, otra que en tiempo de los aztecas daba al canal, ya cegado á la sazón.
La ciudad de los emperadores, la Venecia americana, estaba edificada en el sorprendente lago que cubría una gran parte del ameno valle de México, y cuando los españoles se hicieron dueños de ella, todas las casas separábanse entre sí por el agua y tenían puentes levadizos. Más anchos y más sólidos eran los que dividían las calles dispuestos para que por ellos pasaran hasta veinte hombres á la vez.
La ciudad estaba aislada.
Tres anchas calzadas, hechas á mano, la unían con tierra firme.
La de Itztapalapa, Tacuba y Tepeaquilla. La primera tenía dos leguas.
De distancia en distancia estaban atravesadas por puentes, por bajo de los cuales corrían las aguas de la laguna.
Todos los historiadores afirman que las calles de la capital de Anáhuac eran rectas y hermosas, tanto las de tierra, como las de agua, y reinaba en ellas extraordinario movimiento.
Numerosas canoas, piraguas y chalupas, cruzaban como blancas gaviotas los canales, y conducían á las plazas de mercado cuanto los habitantes pudieran necesitar.
No era costumbre tener tiendas en las calles.
Los mercados rebosaban en toda clase de objetos y producciones.
Allí se acudía á surtirse de todo, y la abundancia era grande, y cuéntase que en la plaza de Tlatelolco se reunían más de sesenta mil personas, parte compradores y otra los que vendían.
Frutas riquísimas y variadas, aves de todas clases, legumbres frescas y sabrosas, dulces y pescados, joyas y telas de pluma y algodón, perfumes y pieles, cuanto aquella fértil tierra producía, cuanto la industria y el refinamiento del lujo inventara, se hallaba en aquellas plazas.
En ellas también había fondas, barberías y sitios en donde templar la sed con riquísimos refrescos ó licores que componían del jugo del maíz, de las palmas y del maguey, que tan generalizado está en México.
Llamábase neuctli ó vino dulce, pero los conquistadores, como era bebida fuerte y que embriagaba, diéronle el de pulque, que hoy conserva, tomado por aquéllos del idioma de los indios de Chile: el araucano.
Una de las más exquisitas bebidas era la del cacao, servido en los palacios y á los nobles en ricas copas de oro.
Para que la buena fe no se alterase y en los mercados reinara la más estricta rectitud en las cuentas y medidas, porque las ventas no se efectuaban al peso, había un tribunal compuesto de doce jueces, establecido en el mismo mercado y en edificio á propósito.
Asombra la mezcla de civilizadoras instituciones, de leyes sabias, de justos y hermosos detalles en las costumbres, con lo terrible, lo sombrío, lo arbitrario, lo tiránico de otros actos que aterran y repugnan.
Es el caos y los radiantes fulgores del sol.
Es lo tenebroso de la barbarie, con las auroras del progreso que se desarrollaba en Anáhuac cuando llegó Hernán Cortés.
Había en la ciudad azteca delicadísimo gusto por las flores, y era de ver, meciéndose en los canales, las preciosas y poéticas islitas llamadas chinampas, que aún hoy flotan en las aguas del canal de Santa Anita.
Son huertecillos y jardines ambulantes, lozanos y encantadores, y de total originalidad.
El clima, la vegetación viciosa como ninguna, les presta lozanía incomparable.
Dispénsenos el lector por habernos extendido en algunos detalles, que creemos interesantes, dignos de mención y necesarios para dar una idea, aunque incorrecta, de aquellos pueblos y de la belleza de la antigua México.
Por la entrada de la casa, que en un tiempo daba al canal, penetró Ehcatl, y sin detenerse atravesó el jardín.
Estaba silencioso y sombrío.
Algún rayo de luna, filtrándose por entre el laberinto de las hojas, llenaba de luz determinado espacio y rielaba como cintillo de piedras preciosas en los estanques.
Siguió adelante Ehcatl, por el espacioso corredor, al que tenían salida varias y magníficas habitaciones.
Entró en ellas.
Estaban iluminadas con caprichosos candiles de plata, pendientes del techo por largas y gruesas cadenas.
Estas luces habían sustituido á las rajas del perfumado ocote, usado anteriormente por los indios.
Hermosas y mullidas alfombras de Flandes cubrían el suelo, y los lujosos muebles europeos alternaban con los de estilo azteca, sin que tal desorden fuera de mal gusto, pues por el contrario, halagaba la vista por la misma originalidad.
Brillaban en las paredes los preciosos espejos de obsidiana [27], que también encontraron en el Perú los conquistadores.
Veíanse junto á los sitiales del siglo XVI, los icpalli [28], aztecas cubiertos con soberbias pieles de tigre, nutrias ó leopardos, ó también con almohadones de algodón y oro, de caprichosos y raros dibujos.
Había mesas de costoso cedro, con mosaicos y talladas al estilo de la época, y sobre ellas braserillos de oro, ó de barro colorado de Cholula, con jeroglíficos y figuras.
Llegó Ehcatl á un aposento más reducido que los demás y con las paredes tapizadas de seda.
Tenía la techumbre de madera de ciprés admirablemente trabajada.
Había ancho y rico diván de seda y terciopelo en frente de las columnas de mármol que formaban la entrada, y entre las cuales corría amplio cortinaje de seda levantado con gruesos cordones y recogido en los lados.
El mejor y más notable adorno de aquella estancia, era un hermoso retrato de cuerpo entero pendiente sobre el diván.
Representaba á un hombre joven y hermoso, vestido con el pintoresco traje azteca.
Ceñía su frente la regia corona de los emperadores mejicanos, en forma de mitra, cuajada de perlas y con el penacho de plumas, señal de la alta jerarquía militar y real.
Calzaba ricas sandalias, con suelas de oro y piedras preciosas en las cintas enlazadas en la garganta del pié.
El semblante era bello, pero profundamente melancólico y un tanto demacrado, demostrando sufrimiento físico y moral.
La expresión era noble y arrogante.
Ceñía valioso maxtlatl ó faja con amplias extremidades, que cubrían hasta la mitad del muslo.
El xiuhtilmatli ó capa de oro y algodón, pendiente de los hombros, estaba recogido sobre el brazo izquierdo, y sus puntas primorosamente bordadas anudábanse en el cuello.
Aquel retrato era el de Cuauhtemoc;
Hacía dos años que entre uno de tantos que llegaban á la Nueva España, con el deseo de buscar fortuna; se encontraba un pintor joven y ya celebrado por la habilidad de su pincel.
Inmediatamente se puso á trabajar con ahínco, y sobre todo con prodigiosa buena suerte, y como los retratos que hacía eran de admirable parecido, adquirió en breve
plazo favor, dinero y no corta fama, todo lo cual satisfacíale su ambición y recompensaba todos sus afanes y laboriosidad.
Como artista, era partidario de costumbres extrañas, y complacíase con algunas de los indios, entre ellas, la de fumar después de la comida y dormir siesta.
La hoja del tabaco, abundantísima en Nueva España, se servía en tubitos preciosos y se mezclaba con yerbecillas olorosas ó sólo con liquidámbar, para hacerle más grato y embriagador.
Un día, el sueño-había sido rebelde, á pesar del humo del tabaco que con delicia saboreaba D. Luis de Paredes, y cuando ya después de largo rato se adormecía, oyó en la antecámara una voz desconocida.
Alguien pronunció su nombre, solicitando hablar con él.
El pintor se levantó, fue á la puerta, descorrió la colgadura que la cubría y se encontró frente á frente con un hombre joven, de apuesta presencia y con traje español. —Pasad adelante,-dijo con exquisita cortesía.
—Dispensadme si he venido á interrumpir vuestro sueño, pero se trata de algo urgente y de importancia.
Dentro de pocos días, como tal vez sabréis, salen para España varios buques y en ellos marchará un pariente mío. No hay tiempo que perder para que hagáis el retrato.
—Creo difícil poder complaceros.
—¿Por qué?
—Como veis,-y señaló varios lienzos preparados,— tengo compromisos adquiridos de antemano...
—Los dejaréis para después.
—¡Imposible!
—Sé que sois hombre caballeresco y de nobles prendas y que os ofenderla al deciros que ese retrato os asegura una inmensa fortuna, y que no tendrá precio vuestra obra, pero apelaré á medio más seguro. ¿Estamos solos?
D Luis miró con extrañeza á su interlocutor y respondió:
—Completamente solos. ¿Por qué lo preguntáis?
—Os lo diré. Una mujer desventurada, la viuda del último emperador, es, quien me envía.
—¿La reina Xihuitl?
—Ella, sí, ella. El pariente que ha de salir para España, tiene extraordinario parecido con Cuauhtemoc, y...
—¡Ah! comprendo. No teniendo retrato del infeliz monarca quiere...
—Habéis acertado. Y ahora ¿os negaréis al deseo de una dama y de una reina?
—No, no; sus infortunios me inspiran respeto y compasión. Haré el retrato.
—¡Gracias!-dijo Ehcatl, que era él,-¡gracias! todavía tengo que pediros otro favor.
—¿Cuál?
—El secreto. Apelo á vuestra palabra de honor.
—La tenéis,-contestó noblemente D. Luis.
—Pues hasta mañana. Yo vendré á buscaros.
Esperó D. Luis el siguiente día con verdadera impaciencia, y sobre todo con natural curiosidad.
La idea de conocer á Xihuitl, había preocupado su imaginación toda la noche. Era para él una aventura de inmenso encanto.
No ignoraba el valor de aquella mujer, su entereza, y la sublime abnegación por el emperador. Sabía también que se le atribuían fabulosas riquezas, y que de ellas una gran parte pasaban á manos del obispo Zumrraga, para obras de caridad.
Aquella reina destronada tenía un corazón grande, generoso y noble.
Era la personificación de la mujer amante, de la mujer modelo de fidelidad y que lleva su amor hasta el sacrificio de su propia vida.
Por eso, D. Luis, sentía deseo vehementísimo de conocerla.
Ehcatl fue exacto, y condujo al pintor, no á la casa que hemos reseñado, sino á otra que á él pertenecía.
El aposento en donde se hizo el retrato era de estilo azteca, para que cuanto rodeara al artista le identificase más aún con el personaje que su pincel reproducía.
La inspiración brotó á raudales.
D. Luis, impresionado por el conjunto y poderosamente atraído por Xihuitl, pintó una maravilla, una figura llena de vida, de verdad pasmosa y de típica expresión.
A más, el original de aquel retrato, le inspiraba hondo interés y franca simpatía.
¿Por qué? No encontraba explicación.
El trabajo se hizo en pocos días, y con sentimiento se marchó D. Luis de aquella casa.
Xihuitl era un hermoso ideal, y el noble que iba á partir para España, un misterio, el héroe de una leyenda incomprensible.
Quince días después de haber concluido el admirable cuadro, recibió el pintor una cantidad equivalente á treinta mil pesos de hoy y un lujoso pergamino con estas palabras:
«Xihuitl y D. Juan deTexcoco, á D. Luis de Paredes.»
La renumeración era regia, y el pintor, más aún que el dinero, tuvo en mucho la delicadeza que con él usaban.
Una idea surgió en su mente: grabado en la memoria tenía al original del retrato, y su pincel lo reprodujo con admirable facilidad, pero había dado su palabra de honor y á nadie hizo partícipe de aquel secreto.