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Lenka

 

 

 

Di a luz a una sola criatura. Una hija. Por años Carl y yo intentamos tener otro bebé, pero era como si mi cuerpo fuera incapaz de producir más de una cría. Cada trozo de vena, cada fragmento de hueso, me fue arrancado para lograr esa perfección única.
Elisa creció alta y fuerte. Tenía las extremidades norteamericanas de su padre. Corría como potrillo, con las piernas estiradas y dando grandes brincos. Al verla de niña en el patio de juegos en carreras contra los chicos, recuerdo haberme quedado sin aliento. ¿Quién era esta criatura que podía saltar con más velocidad que una gacela, que se deshacía las apretadas trenzas porque adoraba la sensación del aire en su cabello? Era mía; pero era salvaje y libre.
Amaba eso de mi hija. Amaba que fuera tan temeraria, que tuviera pasión en su corazón, que se emocionara ante el sol en su cara y que corriera a la orilla del mar, sólo para sentir las caricias del agua sobre sus pies.
Yo era quien se preocupaba en secreto. Jamás le dije que cada noche tenía que luchar contra la ansiedad que hacía estragos en mi mente, contra la inquietud de que algo horrible pudiera sucederle.
Batallaba contra las ideas que recorrían mi cabeza como si fueran leones en mi interior. Peleaba conmigo misma para no permitir que la negrura de mi pasado se colara en ninguna parte de la vida de Elisa. Tendría una vida pura y dorada sin un rastro de sombra, juré. Lo juré una y otra vez.
Mi hija tenía cinco años la primera vez que me preguntó acerca de mi tatuaje. Jamás olvidaré la ligereza de su dedo cuando trazó los números sobre mi piel.
—¿Para qué son esos números?— preguntó, casi hechizada.
Este era el día que me había atormentado desde su nacimiento. ¿Qué le diría? ¿Cómo podía librarla de los detalles de mi pasado? No había manera en que permitiera que una sola imagen de mi pesadilla ingresara en su bella y angélica cabeza.
Así que, esa tarde, mientras Elisa se sentaba en mi regazo, con sus dedos tocando mi piel y su cabeza contra mi pecho, le mentí a mi hija por primera vez.
—Cuando era niña, me perdía constantemente —le dije—. Este era mi número de identificación para que la policía supiera adónde regresarme.
Por un tiempo, esto pareció bastar. Fue de adolescente, cuando se enteró del Holocausto, que se percató del verdadero significado de esos números.
—Mamá, ¿estuviste en Auschwitz? —recuerdo que preguntó el verano en que cumplió trece años.
—Sí —le respondí, con mi voz quebrándose. «Por favor, por favor», recé, mi corazón daba tumbos en mi pecho. «Por favor, no me preguntes más. No quiero contártelo. Deja esa parte de mí en paz».
Vi cómo se levantaban sus cejas ante la rigidez de mi propio cuerpo y supe que había reconocido el temor que inundaba mi rostro.
Me miró con esos ojos azul hielo que tenía. Con mis mismos ojos. Y en su interior vi no sólo tristeza, sino la capacidad de compasión de mi hija.
—Lo siento tanto, mamá —exclamó, y se acercó para envolver sus largos brazos a mi alrededor y para acurrucar mi cabeza contra su delgado pecho.
Y entendió que no debía preguntarme nada más al respecto.

 

Aunque jamás pronuncié palabra acerca de Auschwitz con mi familia, seguía soñándolo. Si has pasado por un infierno así, jamás te deja. Al igual que el olor del crematorio que perdura por siempre en alguna parte de mi nariz, mis sueños de Auschwitz siempre se encuentran en algún rincón de mi mente, a pesar de todos los esfuerzos que he hecho por deshacerme de ellos.
¿Cuántas veces soñé con la última vez en que vi a mi madre, a mi padre, a mi hermana? Cada uno de sus rostros apareció ante mí en forma espectral con el paso de los años. Pero el peor de todos era el sueño en el que estoy en Auschwitz con mi hija Elisa. Cuando lo tenía, ese sueño me torturaba por días y días.
Los sueños cambiaron a medida que cambió Elisa. Al llegar a la adolescencia, se volvió perezosa como sus amigas estadounidenses. ¿Cuántas veces le pedí que limpiara su cuarto, que recogiera su ropa o que me ayudara a pelar verduras antes de que su padre llegara del trabajo? Pero Elisa jamás toleró ese tedio; todo se centraba en reunirse con sus amigas o con chicos.
Y en esos años, mis sueños siempre comenzaban con el proceso de selección en Auschwitz. Mi bella hija está parada junto a mí, y en el sueño le estoy rogando al soldado de las SS que la envíe al lado derecho conmigo. Le digo: «¡Por favor! ¡Es una buena trabajadora!». Le imploro que la ponga en la fila conmigo. Pero en el sueño siempre separa nuestras manos aferradas con fuerza y la envía a la izquierda. Y despierto, con mi camisón empapado de sudor y Carl tratando de reconfortarme, murmurando que sólo fue una terrible pesadilla.
Siempre en esos momentos, cuando mi esposo me abrazaba, supe que había tenido suerte en encontrarlo. Esas manos sobre mis hombros jamás perdieron su calidez durante todos los años de nuestro matrimonio. Siempre fueron las manos del joven soldado que me encontró en el Campo de Personas Desplazadas, que me trajo un cobertor y una comida caliente; que me dijo en su mal alemán que él también era judío.
Cada noche, antes de dormirme, miraba la fotografía en blanco y negro de él en su uniforme del ejército. Su abundante cabello, sus oscuros ojos cafés llenos de la misma compasión que tuvo desde ese primer día. Así es como llené el lienzo de nuestro matrimonio. Lo poblé de gratitud. Porque, sin importar qué más pudiera suceder, siempre pensaría en Carl como en la persona que me había salvado.
Adaptó al inglés mi nombre como «Lainie» y me dio una buena vida y una hija sana. Ella se dedicó a la lucrativa profesión de la restauración de obras de arte y se convirtió en la madre de mi adorada Eleanor, quien heredó la gracia de cisne de mi madre y que hacía que todos voltearan a contemplarla cada vez que entraba en una habitación. Con los idiomas era como pez en el agua. En su graduación en Amherst se llevó casi todos los premios.

 

Cuando Carl enfermó, finalmente me convertí en la cuidadora dentro de nuestro matrimonio. Le sostuve la cabeza cuando necesitaba vomitar y le hice platillos de dieta blanda cuando su estómago ya no fue capaz de digerir nada más. Cuando la quimioterapia lo hizo perder su abundante cabello blanco, le dije que siempre seguiría siendo mi apuesto soldado. Sostuve sus manchadas manos contra mis labios y las besé cada mañana y cada noche. En ocasiones, las sostenía contra el centro de mi camisón a medio abotonar para que pudiera sentir el latido de mi corazón. Supe que se acercaba el final del cuadro de nuestro matrimonio y me apresuré a llenarlo con algunas pinceladas más.
Aunque soy una persona muy reservada, puedo decir que nuestro último momento juntos fue quizás el más bello. Esa última noche, después de que lo hubiera arropado en la cama. Le di sus pastillas para el dolor y me estaba preparando para tomar un baño.
—Ven acá —logró susurrar—. Ven a mi lado, antes de que las pastillas me nublen la mente.
Creo que aquellos que tienen el lujo de morir en su propia cama frecuentemente tienen la capacidad de intuir el final que se acerca. Y ese fue el caso con Carl. Repentinamente su respiración se hizo más laboriosa y su piel adquirió una palidez sobrenatural. Pero en sus ojos había fiereza; la absoluta determinación de utilizar cada gramo de sus fuerzas para verme claramente por última vez.
Tomé su mano en la mía.
—Prende la música, Lainie —murmuró. Me levanté y fui al viejo tornamesa para poner su disco favorito de Glenn Miller. Regresé para sentarme junto a él y deslicé mi mano vieja y arrugada en la suya.
Con todas sus fuerzas, mi Carl levantó su brazo como si estuviera a punto de guiarme en un baile. Meció su codo y mi brazo siguió sus movimientos. Me sonrió a través de la bruma de los medicamentos.
—Lainie —dijo—, sabes que siempre te he amado.
—Lo sé —le respondí, y apreté su mano tan fuertemente que temí lastimarlo.
—Cincuenta y dos años... —Su voz era apenas un suspiro, pero seguía sonriéndome con esos oscuros ojos cafés.
Y entonces fue como si mi viejo corazón finalmente se hubiera desgajado por completo. Pude sentir cómo se resquebrajaba esa coraza que con tanto cuidado había mantenido por años. Y las palabras, los sentimientos internos, brotaron como la savia de algún viejo y olvidado árbol.
Fue allí, en nuestra habitación con las descoloridas cortinas y los muebles que habíamos comprado hacía tantos años, que le dije lo mucho que lo amaba también. Le dije cómo por cincuenta y dos años había tenido la bendición de pasar mi vida con un hombre que me había tenido cerca, que me había protegido y que me había dado una hija fuerte y sabia. Le dije cómo su amor había transformado a una mujer que sólo quería morir después de la guerra en alguien que había vivido una vida bella y plena.
—Vuélvemelo a decir, Lainie —susurró—, vuélvemelo a decir.
Así que se lo dije de nuevo.
Y de nuevo.
Mis palabras fueron como un kadish para el hombre que no era mi primer amor; pero que era mi amor a pesar de todo.
Se lo dije hasta que finalmente partió.
Querida Eleanor:
Me resulta casi imposible creer que mañana vas a casarte. Siento que he vivido un sinfín de vidas en mis ochenta y un años. Pero una cosa de la que estoy segura es de que los días en los que tú y tu madre nacieron fueron los dos más felices de mi vida. El día que primero te vi, con tu cabello rojo y tu piel tan blanca, quedé sin habla; no pude más que pensar en mi propia madre, tu bisabuela, y en mi amada hermana. Qué maravilloso es que reaparezca este tono de cabello en la familia después de tantos años. Me recuerdas tanto a mi madre. Tienes su misma gracilidad y ese largo cuello que voltea como girasol hacia la luz. No tienes idea de cómo me hace sentir eso; verla vivir a través de la sangre de tus venas, del profundísimo verde de tus ojos.
Ruego que entiendas el significado del regalo de bodas que les estoy dando a Jason y a ti. Lo he tenido conmigo por más de cincuenta y cinco años. Lo hice para una querida amiga que ya no está con nosotros. Lo hice en honor a su hijo, a quien sólo pudo tener entre sus brazos durante unas cuantas horas. Hice este dibujo con mi corazón, con mi sangre, con el deseo más absoluto de que ese momento pudiera permanecer vivo para mi amiga.
Estuvo enterrado bajo un piso de tierra durante la guerra, puesto allí por un hombre que arriesgó su vida por esconder los cientos de cuadros que hombres y mujeres como yo hicimos para recordar nuestras experiencias en Terezín.
Después de la guerra, regresé a Terezín para desenterrarlo. Mis manos trabajaron con velocidad mientras mi pala revolvía la tierra para encontrar el tubo de metal en el que estaba guardado. Finalmente encontré el dibujo enterrado y lloré de felicidad, porque aún estuviera allí, porque mi amiga ya se encontraba con su hijo y su marido en lo que sea que pueda ser el paraíso. Pero el dibujo permanece como testamento de sus vidas, truncadas pero, aun así, llenas de amor.
He esperado hasta este momento para compartirlo. No quise apesadumbrar la vida de tu madre, ni la tuya, con historias de lo que pasé durante la guerra. Pero este cuadro ya no debe estar oculto en un ropero. Ha permanecido en la oscuridad toda su existencia; merece que puedan contemplarlo otros ojos además de los míos.
Eleanor, te regalo el dibujo no por un gesto morboso, sino porque quiero que te conviertas en su protectora. Quiero que conozcas la historia detrás de él; que lo veas como símbolo, no sólo de desafío, sino de amor eterno.

 

Coloqué la carta sobre el dibujo y lo volví a enrollar.