57
Lenka
Di a luz a una sola criatura. Una hija. Por
años Carl y yo intentamos tener otro bebé, pero era como si mi
cuerpo fuera incapaz de producir más de una cría. Cada trozo de
vena, cada fragmento de hueso, me fue arrancado para lograr esa
perfección única.
Elisa creció alta y fuerte. Tenía las
extremidades norteamericanas de su padre. Corría como potrillo, con
las piernas estiradas y dando grandes brincos. Al verla de niña en
el patio de juegos en carreras contra los chicos, recuerdo haberme
quedado sin aliento. ¿Quién era esta criatura que podía saltar con
más velocidad que una gacela, que se deshacía las apretadas trenzas
porque adoraba la sensación del aire en su cabello? Era mía; pero
era salvaje y libre.
Amaba eso de mi hija. Amaba que fuera tan
temeraria, que tuviera pasión en su corazón, que se emocionara ante
el sol en su cara y que corriera a la orilla del mar, sólo para
sentir las caricias del agua sobre sus pies.
Yo era quien se preocupaba en secreto. Jamás
le dije que cada noche tenía que luchar contra la ansiedad que
hacía estragos en mi mente, contra la inquietud de que algo
horrible pudiera sucederle.
Batallaba contra las ideas que recorrían mi
cabeza como si fueran leones en mi interior. Peleaba conmigo misma
para no permitir que la negrura de mi pasado se colara en ninguna
parte de la vida de Elisa. Tendría una vida pura y dorada sin un
rastro de sombra, juré. Lo juré una y otra vez.
Mi hija tenía cinco años la primera vez que
me preguntó acerca de mi tatuaje. Jamás olvidaré la ligereza de su
dedo cuando trazó los números sobre mi piel.
—¿Para qué son esos números?— preguntó, casi
hechizada.
Este era el día que me había atormentado
desde su nacimiento. ¿Qué le diría? ¿Cómo podía librarla de los
detalles de mi pasado? No había manera en que permitiera que una
sola imagen de mi pesadilla ingresara en su bella y angélica
cabeza.
Así que, esa tarde, mientras Elisa se
sentaba en mi regazo, con sus dedos tocando mi piel y su cabeza
contra mi pecho, le mentí a mi hija por primera vez.
—Cuando era niña, me perdía constantemente
—le dije—. Este era mi número de identificación para que la policía
supiera adónde regresarme.
Por un tiempo, esto pareció bastar. Fue de
adolescente, cuando se enteró del Holocausto, que se percató del
verdadero significado de esos números.
—Mamá, ¿estuviste en Auschwitz? —recuerdo
que preguntó el verano en que cumplió trece años.
—Sí —le respondí, con mi voz quebrándose.
«Por favor, por favor», recé, mi corazón daba tumbos en mi pecho.
«Por favor, no me preguntes más. No quiero contártelo. Deja esa
parte de mí en paz».
Vi cómo se levantaban sus cejas ante la
rigidez de mi propio cuerpo y supe que había reconocido el temor
que inundaba mi rostro.
Me miró con esos ojos azul hielo que tenía.
Con mis mismos ojos. Y en su interior vi no sólo tristeza, sino la
capacidad de compasión de mi hija.
—Lo siento tanto, mamá —exclamó, y se acercó
para envolver sus largos brazos a mi alrededor y para acurrucar mi
cabeza contra su delgado pecho.
Y entendió que no debía preguntarme nada más
al respecto.
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Aunque jamás pronuncié palabra acerca de
Auschwitz con mi familia, seguía soñándolo. Si has pasado por un
infierno así, jamás te deja. Al igual que el olor del crematorio
que perdura por siempre en alguna parte de mi nariz, mis sueños de
Auschwitz siempre se encuentran en algún rincón de mi mente, a
pesar de todos los esfuerzos que he hecho por deshacerme de
ellos.
¿Cuántas veces soñé con la última vez en que
vi a mi madre, a mi padre, a mi hermana? Cada uno de sus rostros
apareció ante mí en forma espectral con el paso de los años. Pero
el peor de todos era el sueño en el que estoy en Auschwitz con mi
hija Elisa. Cuando lo tenía, ese sueño me torturaba por días y
días.
Los sueños cambiaron a medida que cambió
Elisa. Al llegar a la adolescencia, se volvió perezosa como sus
amigas estadounidenses. ¿Cuántas veces le pedí que limpiara su
cuarto, que recogiera su ropa o que me ayudara a pelar verduras
antes de que su padre llegara del trabajo? Pero Elisa jamás toleró
ese tedio; todo se centraba en reunirse con sus amigas o con
chicos.
Y en esos años, mis sueños siempre
comenzaban con el proceso de selección en Auschwitz. Mi bella hija
está parada junto a mí, y en el sueño le estoy rogando al soldado
de las SS que la envíe al lado derecho conmigo. Le digo: «¡Por
favor! ¡Es una buena trabajadora!». Le imploro que la ponga en la
fila conmigo. Pero en el sueño siempre separa nuestras manos
aferradas con fuerza y la envía a la izquierda. Y despierto, con mi
camisón empapado de sudor y Carl tratando de reconfortarme,
murmurando que sólo fue una terrible pesadilla.
Siempre en esos momentos, cuando mi esposo
me abrazaba, supe que había tenido suerte en encontrarlo. Esas
manos sobre mis hombros jamás perdieron su calidez durante todos
los años de nuestro matrimonio. Siempre fueron las manos del joven
soldado que me encontró en el Campo de Personas Desplazadas, que me
trajo un cobertor y una comida caliente; que me dijo en su mal
alemán que él también era judío.
Cada noche, antes de dormirme, miraba la
fotografía en blanco y negro de él en su uniforme del ejército. Su
abundante cabello, sus oscuros ojos cafés llenos de la misma
compasión que tuvo desde ese primer día. Así es como llené el
lienzo de nuestro matrimonio. Lo poblé de gratitud. Porque, sin
importar qué más pudiera suceder, siempre pensaría en Carl como en
la persona que me había salvado.
Adaptó al inglés mi nombre como «Lainie» y
me dio una buena vida y una hija sana. Ella se dedicó a la
lucrativa profesión de la restauración de obras de arte y se
convirtió en la madre de mi adorada Eleanor, quien heredó la gracia
de cisne de mi madre y que hacía que todos voltearan a contemplarla
cada vez que entraba en una habitación. Con los idiomas era como
pez en el agua. En su graduación en Amherst se llevó casi todos los
premios.
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Cuando Carl enfermó, finalmente me convertí
en la cuidadora dentro de nuestro matrimonio. Le sostuve la cabeza
cuando necesitaba vomitar y le hice platillos de dieta blanda
cuando su estómago ya no fue capaz de digerir nada más. Cuando la
quimioterapia lo hizo perder su abundante cabello blanco, le dije
que siempre seguiría siendo mi apuesto soldado. Sostuve sus
manchadas manos contra mis labios y las besé cada mañana y cada
noche. En ocasiones, las sostenía contra el centro de mi camisón a
medio abotonar para que pudiera sentir el latido de mi corazón.
Supe que se acercaba el final del cuadro de nuestro matrimonio y me
apresuré a llenarlo con algunas pinceladas más.
Aunque soy una persona muy reservada, puedo
decir que nuestro último momento juntos fue quizás el más bello.
Esa última noche, después de que lo hubiera arropado en la cama. Le
di sus pastillas para el dolor y me estaba preparando para tomar un
baño.
—Ven acá —logró susurrar—. Ven a mi lado,
antes de que las pastillas me nublen la mente.
Creo que aquellos que tienen el lujo de
morir en su propia cama frecuentemente tienen la capacidad de
intuir el final que se acerca. Y ese fue el caso con Carl.
Repentinamente su respiración se hizo más laboriosa y su piel
adquirió una palidez sobrenatural. Pero en sus ojos había fiereza;
la absoluta determinación de utilizar cada gramo de sus fuerzas
para verme claramente por última vez.
Tomé su mano en la mía.
—Prende la música, Lainie —murmuró. Me
levanté y fui al viejo tornamesa para poner su disco favorito de
Glenn Miller. Regresé para sentarme junto a él y deslicé mi mano
vieja y arrugada en la suya.
Con todas sus fuerzas, mi Carl levantó su
brazo como si estuviera a punto de guiarme en un baile. Meció su
codo y mi brazo siguió sus movimientos. Me sonrió a través de la
bruma de los medicamentos.
—Lainie —dijo—, sabes que siempre te he
amado.
—Lo sé —le respondí, y apreté su mano tan
fuertemente que temí lastimarlo.
—Cincuenta y dos años... —Su voz era apenas
un suspiro, pero seguía sonriéndome con esos oscuros ojos
cafés.
Y entonces fue como si mi viejo corazón
finalmente se hubiera desgajado por completo. Pude sentir cómo se
resquebrajaba esa coraza que con tanto cuidado había mantenido por
años. Y las palabras, los sentimientos internos, brotaron como la
savia de algún viejo y olvidado árbol.
Fue allí, en nuestra habitación con las
descoloridas cortinas y los muebles que habíamos comprado hacía
tantos años, que le dije lo mucho que lo amaba también. Le dije
cómo por cincuenta y dos años había tenido la bendición de pasar mi
vida con un hombre que me había tenido cerca, que me había
protegido y que me había dado una hija fuerte y sabia. Le dije cómo
su amor había transformado a una mujer que sólo quería morir
después de la guerra en alguien que había vivido una vida bella y
plena.
—Vuélvemelo a decir, Lainie —susurró—,
vuélvemelo a decir.
Así que se lo dije de nuevo.
Y de nuevo.
Mis palabras fueron como un kadish para el hombre que no era mi primer amor;
pero que era mi amor a pesar de todo.
Se lo dije hasta que finalmente
partió.
Querida Eleanor:
Me resulta casi imposible creer que mañana
vas a casarte. Siento que he vivido un sinfín de vidas en mis
ochenta y un años. Pero una cosa de la que estoy segura es de que
los días en los que tú y tu madre nacieron fueron los dos más
felices de mi vida. El día que primero te vi, con tu cabello rojo y
tu piel tan blanca, quedé sin habla; no pude más que pensar en mi
propia madre, tu bisabuela, y en mi amada hermana. Qué maravilloso
es que reaparezca este tono de cabello en la familia después de
tantos años. Me recuerdas tanto a mi madre. Tienes su misma
gracilidad y ese largo cuello que voltea como girasol hacia la luz.
No tienes idea de cómo me hace sentir eso; verla vivir a través de
la sangre de tus venas, del profundísimo verde de tus ojos.
Ruego que entiendas el significado del
regalo de bodas que les estoy dando a Jason y a ti. Lo he tenido
conmigo por más de cincuenta y cinco años. Lo hice para una querida
amiga que ya no está con nosotros. Lo hice en honor a su hijo, a
quien sólo pudo tener entre sus brazos durante unas cuantas horas.
Hice este dibujo con mi corazón, con mi sangre, con el deseo más
absoluto de que ese momento pudiera permanecer vivo para mi
amiga.
Estuvo enterrado bajo un piso de tierra
durante la guerra, puesto allí por un hombre que arriesgó su vida
por esconder los cientos de cuadros que hombres y mujeres como yo
hicimos para recordar nuestras experiencias en Terezín.
Después de la guerra, regresé a Terezín para
desenterrarlo. Mis manos trabajaron con velocidad mientras mi pala
revolvía la tierra para encontrar el tubo de metal en el que estaba
guardado. Finalmente encontré el dibujo enterrado y lloré de
felicidad, porque aún estuviera allí, porque mi amiga ya se
encontraba con su hijo y su marido en lo que sea que pueda ser el
paraíso. Pero el dibujo permanece como testamento de sus vidas,
truncadas pero, aun así, llenas de amor.
He esperado hasta este momento para
compartirlo. No quise apesadumbrar la vida de tu madre, ni la tuya,
con historias de lo que pasé durante la guerra. Pero este cuadro ya
no debe estar oculto en un ropero. Ha permanecido en la oscuridad
toda su existencia; merece que puedan contemplarlo otros ojos
además de los míos.
Eleanor, te regalo el dibujo no por un gesto
morboso, sino porque quiero que te conviertas en su protectora.
Quiero que conozcas la historia detrás de él; que lo veas como
símbolo, no sólo de desafío, sino de amor eterno.
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Coloqué la carta sobre el dibujo y lo volví
a enrollar.