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Lenka
Todavía en Karlovy Vary, empacamos nuestras
maletas como dolientes que se visten para un funeral. Ninguno de
nosotros deseaba regresar a la ciudad. Pavla dispuso una canasta
llena de emparedados y pequeños pastelitos, junto con un termo
lleno de té.
La noche anterior, no pude comer un solo
bocado de la cena. Me sentí cambiada por esa primera vez que
habíamos nadado, por la sensación del beso de Josef, por el
recuerdo de su piel, mojada y resbaladiza junto a la mía. ¿Cómo
podría tolerar el viaje en tren con él y con Věruška en el mismo
compartimento? Todo esto me preocupaba mientras bajaba las
escaleras para encontrarlos esperándome en el pasillo y estuve a
punto de tropezarme con mis propios pies.
—Puedes ser de lo más torpe, Lenka, pero de
alguna manera siempre logras verte bella —dijo Věruška entre
risas.
Lo consideré un comentario inusual porque
Věruška era la que siempre se veía bella. Sus mejillas siempre
estaban sonrosadas por causa de alguna travesura y jamás padeció
timidez. Nadie podía iluminar una habitación como Věruška, en
especial si traía puesto alguno de sus vestidos rojos
favoritos.
Cuando miré a Josef, pude percibir el peso
de su preocupación. Sería difícil no mirarnos, no tocarnos.
Una vez dentro del convoy, sacó su libro,
aunque jamás vi que le diera vuelta a más de un par de hojas. De
vez en vez, sentía sus ojos tratando de mirarme disimuladamente.
Hice un débil intento por dibujar, pero fracasé. Traté de no mover
la mano mientras mi lápiz se bamboleaba por el traqueteo del
tren.
Ambos acogimos el parloteo de Věruška. La
escuchamos chismorrear incansablemente acerca de los chicos de
nuestro salón. Tomáš, que era escandaloso y maleducado, pero que
tenía un rostro que podía derretir piedras; o Karl, el más callado,
que aun así parecía inteligente y sincero. Yo no contaba con tales
expedientes en mi cabeza. Estaba Josef y nadie más.

Sólo había estado ausente un par de semanas,
pero cuando regresé a casa todo parecía diferente. Entré a un
departamento en silencio. Mi madre estaba sentada en una de las
sillas de terciopelo rojo, con su cara empolvada manchada de
lágrimas. Mi padre, con la cabeza entre las manos, estaba parado
con los codos sobre la repisa de la chimenea.
Mi hermana me susurró que había sucedido un
incidente en la bodega de papá. Alguien había lanzado una botella
llena de alcohol con una mecha empapada en gasolina por la ventana,
prendiéndole fuego al almacén. Todo estaba destruido. Papá, me dijo
casi en silencio, había encontrado todo reducido a cenizas. Sólo
había quedado una pared y, sobre ella, alguien había pintarrajeado
la palabra ŽID, «judío».
Corrí hacia mi madre y la abracé. Se aferró
a mí con tal fuerza que pensé que sus uñas rasgarían la blusa que
cubría mi espalda.
—Tengo tanto miedo, Lenka. —Lloró. Jamás
había escuchado su voz tan llena de temor. Eso me aterró.
Ahora, las manos de mi padre estaban
enredadas en su cabello, con sus nudillos blancos como mármol, las
venas de su cuello pulsando fuertemente.
—¡Somos checos! —espetó con furia—.
Quienquiera que nos llame žid y no checos
está mintiendo.
—¿Qué dijo la policía? —pregunté. Mi maleta
seguía junto a la puerta de entrada y mi cabeza era una confusión
de imágenes e ideas que no podía calmar.
—¿Policía? —mi padre volvió su rostro hacia
mí, cegado de rabia—. ¿La policía, Lenka?
Y entonces, de la misma manera en que me
había sorprendido mi madre, lo hizo ahora mi padre, pero esta vez
por la demencia que se percibía en su risa.