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Lenka
He tenido un sinfín de pérdidas en mi vida;
las puedo contar como las cuentas que llevan los beduinos. Cada
cuenta calentada y pulida por una mano nerviosa. Mantengo este
rosario en mi cabeza, cada cuenta con un color propio. Josef es de
un color azul profundo, su muerte del color del océano. Mis padres,
quienes abandonaron este mundo en una imperdonable chimenea de
humo, son del color de las cenizas y Marta del blanco más puro. La
suya está al centro de mi sarta de cuentas.
Mi hermana y yo trabajamos en Auschwitz
juntas, lado a lado, en una habitación contigua al crematorio.
Después de que las SS hubieran ordenado que se desnudaran a los
hombres, mujeres y niños seleccionados para la cámara de gas,
nuestro trabajo era revisar sus cosas.
Había montones de abrigos y sombreros; pilas
de vestidos y calcetines; alteros de mamilas de vidrio; cantidades
y cantidades de chupones y zapatitos negros. Hasta el sol de hoy,
no puedo ver una pila de ropa recién lavada en mi casa. La doblo y
guardo con rapidez, no sea que tenga que ver una montaña de ropa
que me recuerde a Auschwitz.
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Nuestras órdenes eran hurgar de rodillas
entre la ropa para revisar cada artículo de manera individual. Nos
dijeron que abriéramos las costuras en busca de piezas de oro
escondidas y que revisáramos los bolsillos para ver si aún
contenían dinero. También buscábamos en el interior de las cabezas
de las muñecas para tratar de encontrar algún collar de perlas o
brazalete que pudiera hallarse dentro de sus cráneos de
porcelana.
Todos los días, trabajábamos desde el
amanecer y hasta el crepúsculo. Las cámaras de gas y el crematorio
funcionaban los siete días de la semana, las veinticuatro horas del
día. En la mañana, al llegar, la ropa estaba amontonada casi hasta
el techo. Nuestros dedos aprendieron a trabajar con agilidad, a
sentir el dobladillo de las prendas, no para revisar la precisión
de las puntadas, sino con el sentido de búsqueda de una persona
ciega que detecta las letras en un libro escrito en braille.
Yo trataba de estar en un trance mientras
trabajaba. No quería pensar en la pobre y desesperada mujer que
había ocultado su anillo de bodas en el forro de su abrigo, los
aretes de diamantes cosidos en el cuello de una blusa o las
pequeñas piezas de oro que encontré en el ala de un sombrero
forrado de pieles.
A Marta y a mí nos habían ordenado que todo
lo que encontráramos lo colocáramos dentro de cajas. Yo hacía lo
que me habían dicho. Ni siquiera levantaba la mirada mientras
descosía dobladillos y cortaba forros de seda. Trabajaba como una
persona que ya estaba muerta. ¿Cómo podía no hacerlo cuando oía los
gritos de los pasajeros del último transporte que hacían fila
afuera, chillando cuando se daban cuenta de que estaban a punto de
gasearlos? ¿Y el llanto de los niños o de las madres que rogaban
por las vidas de sus hijos? Por cada pieza de oro que descosía de
la tela, uno de esos gritos se cosía en mi interior. Hasta el día
en que respire mi último aliento, jamás podré borrarlos de mi
memoria.
![](/epubstore/R/A-Richman/Los-Amantes-De-Praga/OEBPS/Images/i1.jpeg)
Por más débil y cercana a la muerte que me
pareciera que estaba mi hermana cada día que pasaba, poseía una
rebeldía que jamás pude comprender del todo. Como trabajábamos lado
a lado, hubo una vez en que la vi tomar alguna de las piezas de
joyería que encontramos para arrojarla en la letrina.
—¿Qué estás haciendo? —siseé, furiosa—. ¡Si
te ven, te van a fusilar!
—¡Prefiero que me fusilen a que se queden
con cualquiera de estas cosas! —Tenía la falda de terciopelo de una
mujer entre sus manos, que eran como las de un cadáver. Ya no
parecían ser las manos de mi hermana, sino garras; todas tendones y
huesos.
—Si el judío que limpia las letrinas
encuentra ese diamante, quizá pueda hacer un trueque para salvar su
vida...
—Te fusilarán —le respondí—, y si supieran
que somos hermanas, me fusilarían a mí primero para hacerte ver y
después te dispararían a ti también.
Pero Marta se negó a ceder.
—Lenka, si les doy todo..., es como si ya
hubiera perdido la vida.
Esa noche, me acurruqué aún más contra mi
demacrada hermana. Sentí la delgadez de su pelvis junto a la mía y
la aparente falta de peso de su brazo cuando lo echó sobre mí en su
intranquilo sueño. Era como si me estuviera aferrando a la jaula de
un ave; sus costillas, como alambres; su cuerpo ya hueco.
Si hubiera sabido que era la última vez que
la tocaría, la hubiera abrazado con tal fuerza que sus huesos
habrían saltado de la delgada tela de su piel.
A la mañana siguiente, un soldado de las SS
vio cómo mi hermana arrojaba un prendedor a la letrina. Le gritó y
le preguntó qué estaba haciendo. Marta se quedó parada como cisne
congelado. Sus blancas piernas sobresalían del dobladillo de su
vestido café, pero no detecté ni un solo estremecimiento.
—¡Métete allí dentro y ve por él, sucia puta
judía! —gritó. Al principio, Marta no se movió. Mi bella hermana
pelirroja. El soldado se le acercó con el rifle apuntado
directamente a su rostro—. ¡Métete en la letrina ahora mismo,
pedazo de mierda judía!
La vi parada, mirándolo directamente a los
ojos y con una voz firme, no un susurro, y sin el más mínimo asomo
de duda, mi hermanita pronunció su última palabra con absoluto
desafío.
—No.
Y, entonces, justo frente a mí, con la
velocidad que sólo el mal puede imprimir, el soldado le disparó a
Marta en la cabeza.