3
Lenka
En el otoño de 1934, Lucie nos anunció que
se casaría con un joven llamado Petr a quien conocía desde su
infancia y que ahora tenía trabajo como dependiente en una farmacia
cercana a la casa de los padres de Lucie en Kolín. Mamá recibió la
noticia como si hubiese sido su propia hija la que le anunciaba su
compromiso.
Cuando Lucie llegó a trabajar al día
siguiente, mamá y la costurera, Gizela, ya la estaban esperando con
una docena de rollos de seda blanca colocados contra las
paredes.
—Te vamos a hacer un vestido de novia —le
anunció mamá—. Y no quiero oír una sola palabra de protesta.
—Desvístete y sólo déjate puestos tu fondo y
tu corsé —ordenó Gizela.
Tomó tres alfileres y empezó a rodear a
Lucie con su cinta de medir: primero alrededor del busto, después
de su cintura y, por último, de su cadera.
Lucie temblaba mientras esperaba silenciosa
en sus ropas menores.
—¡Pero esto es totalmente innecesario! Voy a
usar el vestido que usaron mis hermanas. ¡A Petr no le importa que
esté usado o gastado!
—¡No quiero oír nada de eso! —dijo mi madre
mientras mostraba un gesto de desaprobación con la cabeza. Caminó
hasta Lucie, que se vestía con celeridad. Su beso me recordó la
manera en que nos besaba a Marta o a mí.
Lucie usó el velo de encaje de su familia,
un manto sencillo que le llegaba justo a los hombros. Su guirnalda
estaba hecha de margaritas y rosas silvestres. Su ramo era una
mezcla de ásteres y hojas amarillas. Caminó por el pasillo de la
iglesia del brazo de su padre; los rizos negros de su cabello,
arreglados de manera ingeniosa debajo de su tocado; su mirada, fija
al frente.
Todos lloramos cuando intercambiaron sus
votos nupciales. Petr era tan joven como Lucie, de no más de
veinticinco años, y yo me sentí eufórica por ambos. Había cierta
belleza en lo opuestos que eran físicamente. Él era mucho más alto
que ella, con rasgos amplios y aplanados y una cabeza colmada de
cabello rubio. Noté lo grandes que eran sus manos cuando se
acercaron a levantar el velo de Lucie y lo diminuta que era la cara
de ella cuando la tomó por el mentón. La besó ligera y
cuidadosamente, silencioso y gentil. Vi que mamá tomaba la mano de
papá en la suya y que le sonreía como si recordara el día de su
boda.
Abandonaron la iglesia para celebrar la
recepción en casa de los padres de Lucie. Era una rústica casa de
granja con vigas expuestas y un tejado de tejas rojas. En el
jardín, ya floreaban los torcidos manzanos y los fragantes perales.
Habían levantado una carpa blanca, con los postes adornados con
gruesos listones amarillos. Sobre una pequeña e improvisada
plataforma, cuatro hombres empezaron a tocar polcas.
Era la primera vez que yo había acudido a la
casa infantil de Lucie. Había estado con mi familia por años y yo
no sabía nada de su vida fuera de lo que compartía con nosotros.
Nuestra cercanía era tanta como la de una familia, pero siempre
dentro de nuestro departamento o con la ciudad de Praga como telón
de fondo. Ahora, por primera vez, estábamos observando a Lucie en
su propio entorno, con su familia y amigos. Desde la esquina del
jardín, observé los rostros de sus hermanas y vi cuánto se parecían
entre sí. Los rasgos delicados, el mentón pequeño y los huesos
altos y rectos de sus pómulos y quijadas. Lucie y su padre eran los
únicos con el cabello negro, ya que en el resto de su familia
abundaban la tez clara y el cabello rubio. Eran un grupo estridente
y bullicioso comparado con nosotros. Había grandes jarras de
cerveza de Moravia y slivovice, un
aguardiente casero de ciruela. Había platones de comida campestre
como salchichas y chucrut, además del tradicional estofado con
dumplings.
Marta y yo aplaudimos y reímos cuando se
formó un círculo en torno a Lucie y Petr. Podíamos oír los vítores
que pedían que se estrellara el plato ceremonial. Era una tradición
checa, no muy distinta a la judía en la que el novio estrella un
vaso. Pero a diferencia del ritual judío, que simboliza los años de
tristeza de nuestro pueblo, este ritual checo representaba la
unidad de la pareja recién fusionada. Después de que rompieran el
plato, a Petr le dieron una escoba y a Lucie un recogedor y juntos
recogieron los trozos como muestra de su unión.
Lucie sólo permaneció con nosotros un año
después de sus nupcias. Se embarazó en marzo y el viaje diario a
Praga se volvió demasiado para ella. Para ese momento, Marta tenía
nueve años y yo había enviado mi solicitud para ingresar a la
escuela de Arte. Pero la extrañábamos enormemente. Seguía
visitándonos al menos una vez al mes, su vientre abultado se
asomaba por la capa de terciopelo azul que mi madre le había
regalado y que todavía usaba de manera diligente. Estaba redonda
como bolita de masa, con las mejillas rosadas y el cabello más
lustroso que nunca.
—Si es niña, la voy a llamar Eliška, como
usted —le dijo a mi madre. Ahora, ambas estaban unidas en esa
hermandad secreta de la maternidad, en la que Marta y yo no
participábamos.
A medida que el cuerpo de Lucie cambió a
causa de su embarazo, el mío también empezó a transformarse. Por un
tiempo había estado en ansiosa espera de que mi cuerpo alcanzara al
de las otras chicas de la escuela, que parecieron desarrollarse
antes que yo. Ese otoño, pasé cada vez más tiempo frente al espejo.
Miraba fijamente mi reflejo: la imagen de la niña iba alejándose
mientras que el rostro y cuerpo de una mujer surgían a la
superficie. Mi cara, alguna vez acojinada por la gordura infantil,
ahora era más delgada y angular, mientras que mi cuerpo se
suavizaba y adquiría curvas. En lo que pareció ser un último golpe
de Estado, mis senos parecieron crecer varios centímetros de un día
para otro y pronto descubrí que no podía cerrar los botones de
algunas de mis blusas.
Parte de mí quería ceder a estos cambios y
alterar mi apariencia por completo. Un día llegué a casa con una
revista de modas y señalé una fotografía de Greta Garbo.
—Por favor, mamá —rogué—, ¡déjame que me
corte el cabello así!
No podía esperar a ser adulta, mi cabeza
tenía la idea de que podía transformarme en una estrella del cine
norteamericano de la noche a la mañana. Mamá bajó su taza de té y
tomó la revista de mis manos. Sonrió.
—Conserva tus trenzas un rato más, Lenka —me
respondió, su voz estaba teñida de nostalgia—. Te ha tomado años
tener el pelo así de largo.
De modo que mis trenzas sobrevivieron; sin
embargo, mi madre llegó a darles la bienvenida a algunas de las
tendencias modernas que llegaban a Praga. Le fascinaba el nuevo
estilo de pantalones amplios y las anchas blusas asomándose de la
alta y ajustada pretina. Compraba estas nuevas prendas tanto para
ella como para mí, e incluso hizo que Gizela, su costurera,
elaborara varios pares de pantalones para las dos con un libro de
patrones que había ordenado de París.
Por desgracia, mi clóset lleno de ropa nueva
y moderna no logró alterar la percepción que tenía de mí misma.
Todavía me sentía atrapada en un estado de torpeza. Quería sentirme
más confiada y femenina, pero en lugar de ello me sentía poco
atractiva e insegura. Ahora mi cuerpo me parecía totalmente
desconocido. Por años, había observado a una niña de trenzas con un
cuerpo que parecía cortado de un libro de muñecas de papel. Ahora,
con los cambios de la adolescencia, me sentía acomplejada por la
manera en que me movía; incluso por la forma en que utilizaba las
manos para expresarme. Uno de mis brazos podía rozar un seno cuando
antes se movía libremente frente a mí. Hasta mis caderas parecían
estorbarme si pensaba que podía abrirme paso entre dos
sillas.
Traté de centrar mi atención en mi
portafolio para la escuela de Arte. Esto era algo tangible en lo
que me sentía confiada. En mi último año de escuela preparatoria,
había progresado de simples acuarelas y pasteles a un amor por los
óleos. Cuando no hacía mis tareas escolares, pasaba mi tiempo
dibujando o pintando. Nuestra sala estaba llena de los retratos
enmarcados que había dibujado al paso de los años. Los pequeños
bosquejos que había hecho de Marta cuando era bebé se habían visto
reemplazados por un gran retrato que había elaborado de ella en el
vestido blanco con el cinto azul claro que había usado para la boda
de Lucie.
Mi esperanza era que mis retratos expresaran
más que la mera apariencia de mi modelo, que también expresaran sus
pensamientos. Las manos, los ojos y la colocación del cuerpo eran
como el mecanismo de un reloj y sólo tenía que disponerlos de
cierta manera para mostrar la vida interna de mi modelo. Me
imaginaba como el Greco, acomodando a mi padre en el espacio de su
silla complejamente tallada, con el asiento de terciopelo rojo en
evidente contraste con lo negro de su traje. Pinté sus manos, con
los hilos azules de sus venas, sus uñas cuidadosamente arregladas y
sus manos entrelazadas sobre el regazo. Pinté el azul verdoso de
sus ojos, que reflejaban la luz. La negrura de su bigote, que
descansaba sobre sus dos labios cerrados y pensativos. Mi madre
también ofreció posar para mí.
El nombre de mamá, Eliška, al abreviarse
Liska, significaba «zorra» y era el apodo que mi padre utilizaba
amorosamente. Pensé en eso al retratarla. Le pedí que usara un
simple vestido de casa, hecho de algodón blanco y almidonado, con
un cuello calado y mangas ribeteadas. Ese era el aspecto que yo más
amaba, sin el rostro normalmente empolvado y el guardarropa
elegante; mi madre, sencilla y al natural. Su pálida piel, una vez
revelada, tenía pequeñísimas pecas, como chispas de avena que
flotaban en un tazón de leche.
Siempre se quedaba callada después de
estudiar alguna de mis pinturas terminadas; como si quisiera decir
algo, pero se contuviera de hacerlo.
Jamás me habló de la época que ella misma
pasó en la escuela de Arte y ciertamente existía un aire de
misterio en torno a su vida anterior como estudiante. Nunca mostró
los cuadros que había pintado antes de su matrimonio. Yo sabía que
estaban allí porque me había topado con ellos por accidente cerca
de la época en que mamá anunció que estaba embarazada de Marta.
Lucie y yo habíamos ido al cuarto de almacenaje que estaba en el
sótano de nuestro edificio en busca de una bomba de aire para las
llantas de mi bicicleta. Cada departamento tenía un pequeño espacio
y mamá nos había dado la llave del nuestro. Yo jamás había bajado
al sótano y era como una oscura cueva, repleta de los objetos
olvidados por todo el mundo. Pasamos junto a muebles viejos
cubiertos de gruesos paños blancos, baúles de cuero y cajas
apiladas hasta el techo.
Lucie tomó la llave y abrió nuestra pequeña
bodega. Allí estaba la bicicleta de papá, junto con cajas
etiquetadas de porcelana y todavía más cajas de copas. Encontramos
la bomba; estaba junto a al menos una docena de lienzos recargados
contra una pared y cubiertos por una sábana blanca.
Recuerdo que Lucie los movió con gran
cuidado.
—Creo que estos son de tu mamá —dijo en un
susurro, aunque éramos las únicas personas en el sótano. Con dedos
cuidadosos, separó cada cuadro para que pudiéramos ver las
imágenes.
Los cuadros de mamá me impactaron. No eran
reproducciones elegantes y meticulosas de los grandes maestros, ni
paisajes bucólicos de la campiña checa. Eran oscuros y sensuales,
con paletas guinda y ámbar profundo. Había uno que mostraba a una
mujer reclinada en un diván, su pálido brazo sosteniendo su cabeza
y el torso desnudo con dos rosados pezones y una cobija
cuidadosamente colocada sobre las piernas.
Tiempo después, pensé en esos cuadros. La
mujer bohemia que los había pintado antes de convertirse en esposa
y madre no era mi mamá, quien administraba su hogar en un piso
superior. Traté de replantearme la imagen que tenía de ella, de
imaginarla como joven estudiante de Arte y entre los brazos de papá
cuando se conocieron, y me pregunté si esa parte de ella había
desaparecido por completo o si en ocasiones resurgía cuando Marta y
yo estábamos dormidas.
Lucie nunca volvió a mencionar los cuadros,
pero años después —cuando traté desesperadamente de crear una
imagen completa y precisa de mi madre— mi mente regresó a ellos. El
contraste entre la mujer y sus cuadros fue imposible de borrar de
mi mente.
En 1936, a los diecisiete años, me aceptaron
en la Academia de Arte de Praga. Caminaba a clases cada mañana con
mi cuaderno de dibujo bajo el brazo y una caja llena de óleos y
pinceles de pelo de marta. Había quince alumnos en mi clase y,
aunque había un total de cinco chicas, pronto me hice amiga de dos
de ellas, Věruška y Elsa. Ambas eran judías y compartíamos muchas
de las mismas amistades de nuestros años de escuela primaria. Unas
semanas después del inicio del primer semestre, Věruška me invitó a
su casa para celebrar el Shabat. Sabía
poco acerca de su familia, excepto que tanto su padre como su
abuelo eran médicos, y que su hermano mayor, Josef, estaba
estudiando en la universidad.
Josef... Aún puedo verlo claramente. Esa
noche llegó a casa empapado, con su ensortijado cabello negro
mojado por la lluvia y sus grandes ojos verdes del color del cobre
avejentado. Cuando apenas llegó, yo me encontraba en el pasillo de
entrada y la sirvienta estaba tomando el abrigo de mis hombros. Él
había entrado por la puerta delantera justo cuando yo me dirigía
hacia la sala.
—Josef —dijo sonriente mientras bajaba su
bolso de libros y le entregaba su abrigo a la sirvienta. Después,
extendió su mano hacia mí, la tomé, sus anchos dedos envolvieron
los míos.
Logré balbucear mi nombre y sonreírle, pero
estaba enfrascada en una batalla contra mi timidez perenne, y su
confianza en sí mismo y su físico me dejaron muda.
—¡Lenka, allí estás! —exclamó Věruška
mientras se apresuraba hacia el pasillo. Se había cambiado la ropa
que llevaba puesta en clase esa tarde y lucía un precioso vestido
color vino. Arrojó sus brazos a mi alrededor y me besó.
—Veo que ya conociste a mi hermano —se
acercó a Josef y le pellizcó la mejilla.
Yo me sonrojé.
—Věruška —rio él mientras apartaba su mano
—.Ve y diles a mamá y papá que estaré allí en un momento.
Věruška asintió y la seguí por el pasillo
hasta una enorme sala donde sus padres estaban enfrascados en una
conversación.
El departamento de los Kohn no era muy
distinto al nuestro, con sus anticuadas paredes tapizadas de
terciopelo rojo, las oscuras vigas de madera y las grandes puertas
francesas, pero la casa guardaba una cualidad sombría que me
inquietaba.
Mis ojos recorrieron el recibidor. A lo
largo y ancho de la habitación se adivinaba la evidencia de la
docta vida de la familia. Grandes revistas médicas encuadernadas se
apilaban sobre los estantes, junto con otros libros empastados en
cuero. Sobre las paredes colgaban diplomas enmarcados de la
Universidad Carolina, junto con reconocimientos de la Asociación
Médica Checa. Un imponente reloj de pie hacía sonar la hora con sus
campanadas y un piano de cuarto de cola se erguía en una de las
esquinas de la habitación. En el sofá estaba sentada la madre de
Věruška con un trabajo de bordado sobre el regazo. Bajita y
regordeta, la señora Kohn lucía un sencillo vestido que disimulaba
su suave y rolliza complexión. Un par de lentes para leer pendía
sobre su amplio busto y su cabello estaba recogido de manera simple
en un chongo a la altura de la nuca.
El padre de Věruška también parecía
contrastar por completo con el mío. Mientras que los ojos de mi
padre emanaban calidez, los del doctor Jacob Kohn tenían una
penetrante mirada clínica. Cuando levantó la vista de su libro, me
quedó claro que evaluaban a quienquiera que estuviera frente a
él.
—Lenka Maizel —me presenté. Mis ojos cayeron
hacia las manos perfectamente blancas del doctor Kohn, con sus uñas
meticulosamente limadas y limpias, que estiró hacia mí cuando se
levantó a saludarme.
—Gracias por acompañarnos esta noche —dijo,
con voz tensa y mesurada. Sabía, por lo que me había contado mi
madre, que el doctor Kohn era un distinguido obstetra dentro de la
comunidad—. Mi esposa Anna... —Tocó su hombro suavemente con una
mano.
La madre de Věruška sonrió y me tendió la
mano.
—Nos da un enorme gusto compartir el
Shabat contigo, Lenka. —Su voz era formal
y precisa.
—Muchas gracias; les agradezco que me hayan
invitado.
El doctor Kohn asintió con la cabeza y me
indicó que me sentara.
Věruška se mostraba tan efusiva como siempre
y se dejó caer sobre uno de los mullidos sillones rojos. Alisé mi
vestido sobre mis piernas y me senté junto a ella.
—De modo que estudias pintura con nuestra
Ruška —indicó su madre.
—Así es, y estoy en excelente compañía: su
hija es el gran talento de la clase.
Tanto el doctor Kohn como su esposa
sonrieron.
—Estoy seguro de que estás siendo más que
modesta, Lenka —escuché que dijo una voz baja y suave detrás de mí.
Era Josef, quien había entrado y ahora se encontraba de pie detrás
de su hermana y de mí.
—Es una noble característica, la modestia
—añadió el doctor Kohn mientras entrelazaba sus manos.
—No, es cierto. Věruška tiene el mejor ojo
de la clase. —Le di una palmadita en la pierna—. Todos le tenemos
mucha envidia.
—¿Y cómo puede ser eso? —preguntó Josef,
divertido.
—¡Mamá, haz que se detenga! —protestó
Věruška—. ¡Tiene veinte años y sigue fastidiándome!
Josef y yo cruzamos una mirada. Él sonrió y
yo me sonrojé. Y, por primera vez en toda mi vida, sentí que casi
no podía respirar.
Esa noche, durante la cena, casi no pude
probar bocado. Mi apetito se había desvanecido por completo y me
sentí totalmente cohibida con cada movimiento que hacía en la mesa.
Josef se sentó a la izquierda de su padre, sus anchos hombros se
extendían más allá del respaldo de su silla. Me sentí demasiado
tímida como para encontrar su mirada. Mis ojos se enfocaron en sus
manos. Las manos de mi madre eran suaves pero fuertes; las de mi
padre eran grandes y estaban cubiertas por una ligera capa de
vello. Las manos de Josef eran distintas a las pequeñas y blancas
manos del doctor Kohn. Tenían la musculatura que se puede observar
en una estatua: el amplio dorso, los listones de sus pronunciadas
venas y los dedos gruesos y poderosos.
Observé las manos de la familia Kohn con
detenimiento, como si cada par reflejara las emociones que cursaban
por la habitación. La tensión que se experimentó durante la cena
era indudable. Cuando el doctor Kohn le preguntó a su hijo acerca
de sus clases, Josef aferró su cuchillo y tenedor con todavía más
fuerza. Sus nudillos se tensaron y sus venas se pronunciaron aún
más. Le respondió a su padre de manera sucinta, sin detalle alguno,
y jamás levantó su vista del plato.
Věruška era la única que estuvo animada
durante la cena. Gesticulaba con las manos como si fuese una ágil
bailarina. Salpicaba la conversación con pequeños chismes: la hija
del vecino que había aumentado tanto de peso que parecía un
pastelillo relleno de crema; se había enterado de que el cartero
estaba teniendo un amorío con una de las sirvientas. A diferencia
de sus reservados padres, gozaba de cada detalle. Sus descripciones
eran grandilocuentes y adornadas. Cuando hablaba Věruška, uno no
podía más que pensar en un cuadro rococó: todos sus personajes
envueltos en actos clandestinos de amor, y sus devaneos
representados en grandes y voluminosos trazos de colores
vibrantes.
Me senté allí, observando a la familia, cada
uno de sus contrastes más que evidentes ante mi mirada. El elegante
mantel blanco con las velas para el Shabat, los platillos llenos de carne y papas, los
espárragos dispuestos como las teclas de un piano sobre un largo
plato de porcelana. El doctor Kohn, serio tras sus gafas; su voz,
cuidada y medida. Sus manos, que nunca gesticulaban, sino que
permanecían quietas a la orilla de la mesa. Josef, el agradable
gigante cuyos ojos traviesos chispeaban cada vez que me veía; su
hermana, burbujeante y efervescente como una alta copa de champán.
Y la señora Kohn, que permanecía en silencio al otro extremo de la
mesa, con las manos entrecruzadas, redonda y gordita como un capón
relleno.
Por último, se sirvió el postre. Un seco
pastel de manzana con un dejo de miel. Pensé en mamá y papá en
casa, en cómo les gustaba la crema batida. Pastel de chocolate,
tarta de frambuesa, palačinka; cualquier
postre era la excusa perfecta para acompañarlo con una gran
cucharada de crema.
—Casi no tienes apetito, Lenka —comentó el
doctor Kohn al mirar hacia mi plato casi sin tocar.
Tomé mi tenedor y traté de obligarme a comer
otro bocado.
—Creo que comí demasiado —respondí, con una
risa nerviosa.
—¿Y estás disfrutando la Academia tanto como
mi hija?
Volteó a mirar a Věruška y sonrió. Fue la
primera vez que lo vi sonreír en toda la velada.
—Sí, es todo un reto. No tengo el talento de
Věruška, de modo que me tengo que esforzar más para estar a la
altura.
—Espero que Věruška no sea una fuente de
distracción para la clase. Como puedes ver, le es difícil estarse
quieta...
—¡Papá! —interrumpió ella.
Volvió a sonreír.
—Está llena de vida esta hija mía. No me
imagino cómo sería nuestra casa sin ella y sus historias...
—Sin duda, sería mucho más silenciosa...
—murmuró Josef, con una sonrisa.
Yo también sonreí.
Me vio hacerlo y pareció divertirle el
afecto que yo le tenía a su hermana.
—¡Deberíamos brindar por Věruška! —Volteó a
mirarme y levantó su copa—. Y por su amiga, que claramente es
demasiado modesta.
Todos levantaron sus copas y me miraron.
Sentí cómo mi cara se enrojecía de la vergüenza.
Y, por supuesto, fue Věruška quien tuvo el
enorme placer de hacerlo notar.
Se retiraron los platos del postre; tras las
puertas de la cocina, podía escucharse el sonido de la porcelana y
de los cubiertos mientras se lavaban y guardaban.
El doctor Kohn se puso de pie. Todos lo
seguimos. Caminó hasta un pedestal donde había un gramófono.
—¿Mozart? —preguntó mientras levantaba una
ceja. Estaba sosteniendo un disco en una mano perfectamente
blanca—. Sí. Algo de Mozart, creo yo.
Sacó el disco de su envoltorio y colocó la
aguja sobre él; el cuarto se vio inundado de una lluvia de
notas.
Bebí una pequeña copa de jerez. Věruška tomó
dos.
Después, cuando la música se desvaneció y la
sirvienta se llevó la licorera, Josef pidió permiso para retirarse.
Momentos después, estaba de pie en el pasillo como guardia
comisionado. Era evidente que sería él quien me acompañaría a
casa.
Insistí en que no era necesario, pero ni
Josef ni sus padres hicieron caso. Me ayudaron con mi abrigo y
Věruška besó mis mejillas. Cerré los ojos, momentáneamente
distraída por el aroma del jerez que se mezclaba con el de su
perfume.
—Te veo el lunes en clase —me dijo, antes de
darle un apretón a mi mano.
Me di la vuelta para marcharme y entré en la
jaula del ascensor con Josef. Traía puesto un abrigo color verde
oscuro, su boca y nariz estaban cubiertos por una pesada bufanda de
lana. Sus ojos, del mismo color que su abrigo, me miraban como los
de un niño curioso.
Caminamos sin decir palabra durante algunos
minutos. La noche era negra; el cielo como terciopelo, salpicado
con sólo unas cuantas estrellas brillantes.
Percibimos el frío; era el frío que se
siente justo antes de que nieve. Una humedad que traspasaba tela,
piel y huesos.
Al fin, en la calle Prokopská, rompe el
silencio. Me pregunta acerca de mis estudios, acerca de las
materias que me gustan, ¿siempre me ha gustado dibujar?
Le cuento que batallo con la clase de
anatomía; es algo que lo hace reír. Le cuento que lo que más me
gusta es pintar.
Él me cuenta que está en su primer año de
Medicina; que desde el día en que nació le han dicho que va a ser
médico.
—¿Hay algo más que te interese? —inquiero.
La pregunta es atrevida, pero el vino y el jerez me han dotado de
confianza.
Considera mi pregunta brevemente, antes de
detenerse a reflexionar más acerca del asunto. Estamos a unos pasos
del puente de Carlos; las linternas de gas emiten largos haces de
luz. Nuestras caras son mitad oro, mitad sombra.
—Amo la Medicina —me dice—. El cuerpo humano
es parte ciencia, parte arte.
Asiento con la cabeza; le digo que
concuerdo.
—Pero hay una parte que no se puede aprender
en los libros, y esa es la parte que más me abruma.
—Lo mismo pasa con la pintura —le respondo—.
A menudo me pregunto cómo puedo sentirme tan insegura acerca de
algo que amo tanto.
Josef sonríe. Voltea la cabeza un momento
antes de volver a verme.
—Tengo un recuerdo de mi infancia. Mi
hermana y yo encontramos un ave herida. La colocamos con todo
cuidado en un pañuelo y se la llevamos a mi padre.
—¿Qué es esto? —nos preguntó cuando la
colocamos sobre su escritorio.
—Está enferma, papá —recuerdo que respondió
Věruška. Su voz era mínima y suplicante. Le habíamos llevado a
nuestro padre algo que estábamos seguros de que podía
arreglar.
Miro fijamente a Josef; sus ojos están
llenos del recuerdo.
—Mi padre tomó el pañuelo con el ave
temblorosa y lo sostuvo entre sus manos. Pude ver cómo la pequeña
criatura se relajaba al sentir el calor de las palmas de mi padre.
La sostuvo por lo que pareció una eternidad hasta que se detuvieron
los movimientos del ave.
Josef respira hondo.
—El ave había muerto entre sus manos.
—¡Qué terrible! —digo, cubriéndome la boca
con una mano—. Tú y Věruškadeben de haberse sentido
desolados.
—Seguramente creíste que te iba a decir que
quise convertirme en médico porque vi a mi padre regresar a la vida
a algo tan frágil y herido, ¿no es así? —Niega con la cabeza—.
Pero, la verdad, Lenka, es que vuelvo a pensar en ese incidente una
y otra vez. Mi padre debe de haberse percatado de que no podía
salvar al ave, de modo que la sostuvo suavemente entre sus manos
hasta que su vida huyó de su cuerpo.
—Pero qué doloroso para ti y
Věruška...
—Lo fue —responde—. Fue la primera vez que
me di cuenta de que mi padre no podía sanar todo lo que estaba
herido, que en ocasiones incluso él podía fracasar.
Vuelve a mirarme.
—Trato de recordarlo cuando siento que lo
decepciono.
Cuando pronuncia estas palabras, tengo el
deseo de tocarlo, pero mis manos permanecen a mi lado.
—¿Qué es lo que tienes, Lenka, que me haces
desear contarte cada historia de mi infancia? —Voltea a mirarme, su
rostro está transformado por una sonrisa. Suelta una risita y
entiendo que está tratando de aligerar las cosas—. Tienes los ojos
tan abiertos que siento que podría entrar en ellos y ponerme a mis
anchas.
Ahora soy yo la que ríe.
—Bienvenido seas; incluso, te prepararé una
taza de café.
—¿Y podrías poner el gramófono? Ponme algo
de Duke Ellington.
—Como gustes —digo en broma.
—¿Y me permitirías bailar contigo, Lenka?
—Ahora su voz está colmada de luz y alegría.
—¡Por supuesto! —le digo. No puedo contener
mi deseo de reír.
Él suelta una carcajada y, en ella, escucho
el sonido de la dicha. Escucho pies que bailan, el susurro de
faldas en movimiento, la risa de niños.
¿Es esta la primera señal del amor?
En la persona a la que estás destinado a
amar escuchas el sonido de los que aún no han nacido.
Caminamos todavía más lejos, al otro lado
del puente y por el Smetanovo hasta que nos encontramos frente a
los grandes portones de madera del edificio en el que vivo.
—Espero volver a verte —dice.
Nos sonreímos uno al otro, como si ambos
supiéramos algo que ninguno de los dos tiene el valor de
decir.
En lugar de ello, simplemente nos
despedimos.
No nos besamos; sólo hay el más leve roce de
nuestras manos.
Věruška, Elsa y yo seguimos siendo amigas en
la escuela durante el invierno de 1937. Vestidas con nuestros
pesados abrigos de tela y sombreros de piel, subíamos por la larga
escalinata de la Academia, nos despojábamos de las diversas capas
de ropa y encontrábamos nuestros lugares frente a los caballetes.
Los salones eran calientes y la condensación empañaba las ventanas
mientras nuestra modelo se erguía desnuda frente a una silla
cubierta por una tela.
En ocasiones, me recostaba en la cama y
trataba de imaginar a Josef. Trataba de evocar cómo se verían sus
hombros o la cavidad de su musculatura al centro de su pecho. Pero
mi imaginación jamás pudo guiar mi mano. Mis dibujos eran torpes y
casi todos ellos terminaban hechos una pelota en el cesto de la
basura.
Descubrí que sí tenía un talento, que surgía
cuando me concentraba en dibujar el rostro de mi sujeto. Quizá
fueron todos esos años de timidez, mi tendencia natural a observar,
pero encontré que podía ver cosas que mis demás compañeros de clase
a menudo pasaban por alto. Al dibujar a una anciana, me encontraba
mirando sus pálidos y acuosos ojos.
Mientras los demás se concentraban en
capturar la forma exacta en que caía su piel, en la forma en que la
carne colgaba pesadamente sobre un cuerpo antes robusto, yo me
concentraba en sus párpados caídos. Pensaba en la manera en que
podía plasmar esas delgadas membranas, como dos cortinas tan
gruesas como la gasa, un velo sobre la vista ya agotada.
Difuminaba los contornos del rostro frotando
mi pulgar sobre el carboncillo; los suavizaba, haciendo que su
cutis pareciera más pergamino que satín. Pero al hacer esto, sus
rasgos, tan cuidadosamente dibujados, se convertían en un friso que
narraba una historia sobre una extensión de mármol blanco. Daban la
apariencia de haberse cortado sobre piedra.
Otra habilidad que traté de desarrollar en
mis clases de pintura fue intentar integrar cierta psicología en
mis lienzos. Utilizaba colores que no eran típicos y en ocasiones
mezclaba pigmentos azules y verdes a los tonos de la piel para
comunicar cierta tristeza. O colocaba puntos de lavanda dentro del
iris de los ojos para indicar melancolía, o puntos color escarlata
para expresar pasión.
Me intrigaban las pinturas del grupo de los
secesionistas, Schiele y Kokoschka, con sus trazos cinéticos y su
mensaje emocional. Nuestro maestro, Joša Prokop, era estricto
conmigo y no me elogiaba con tanta facilidad como a mis otros
compañeros. Pero para el final del semestre, empezó a celebrar mis
esfuerzos y los riesgos que tomaba con mis dibujos, y yo empecé a
sentirme más confiada con el paso de los días. Aun así, seguía
trabajando hasta las altas horas de la noche para compensar mis
debilidades. En ocasiones, Marta me complacía y dejaba que la
dibujara. Se desabotonaba el camisón de algodón y dejaba que
hiciera bosquejos de sus clavículas y de su cuello. A veces,
incluso, dejó que dibujara su espalda para que pudiera concentrarme
en plasmar las delicadas alas de sus omóplatos.
Mientras más trabajaba, más lograba concebir
al cuerpo humano como las piezas interconectadas de un
rompecabezas. Al paso del tiempo, aprendí la manera en que cada
vértebra se conectaba con otra para crear cierta postura. Estudiaba
libros de anatomía para aprender cómo era que cada hueso se unía
con los demás y aprendí a notar que la piel no era más que una tela
estirada sobre una máquina extremadamente eficiente.
Cuando no estaba en casa o en la escuela,
pasaba el tiempo en el departamento de Věruška. Aceptaba cada una
de las invitaciones que se me hacían para ir, con la esperanza de
poder atisbar a Josef. Por las noches, soñaba con poder pintar su
oscuro y pensativo rostro, la espesa negrura de sus rizos, el verde
de sus ojos.
Dejé de vestirme sin pensar en cómo me
vería. Mientras estaba en la escuela, vestía de manera conservadora
y en colores oscuros, a menudo con pantalones y suéteres. Pero
cuando iba a casa de Věruška, elegía atuendos que creía acentuarían
mi figura. Ahora estaba a punto de cumplir los dieciocho años y
sentía todo el poder de mi deseo. Quería atraer la atención, algo
que jamás antes había hecho.
Empecé a hurgar en los cajones del tocador
de mi madre cuando estaba fuera de casa y comencé a polvearme el
rostro y a aplicarme ligerísimos toques de rubor y lápiz labial.
Cuidaba más de mi cabello, dejé de trenzármelo como colegiala a
cada lado de mi cara, y lo levantaba y lo enredaba por encima del
cuello.
A menudo he pensado si es imposible vestirse
únicamente por gusto propio y sin esperar atraer la mirada de un
hombre. A algunas mujeres les fascina el tacto de la seda entre sus
propias manos, el peso del terciopelo sobre su piel. Creo que mi
madre era así. Siempre nos dijo que había dos tipos de mujer.
Aquellas que estaban iluminadas por fuera y aquellas iluminadas por
dentro. Las primeras necesitaban el brillo de un diamante para
hacerlas resplandecer, pero en el caso de las segundas su belleza
reluce a causa de la intensa luz de sus almas.
Mi madre albergaba un fuego que ardía en sus
ojos; su piel se sonrosaba no por el color del rubor, sino por el
torrente de su sangre. Cuando se perdía en sus pensamientos, su tez
se transformaba de leche en rosas; cuando se enfurecía, su piel se
veteaba de escarlata; y cuando estaba triste, su rostro adquiría un
tono azul ensombrecido. Mi madre era elegante, pero no se vestía
para atraer las miradas de aprobación de su marido ni de ninguna
multitud, sino para conformarse a un propio ideal secreto. Una
fantasía tomada de una novela decimonónica, una imagen tanto
intemporal como perenne. Una heroína romántica de su propia
creación.