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Josef

 

 

 

En enero de 1956, le compré un televisor a Amalia como regalo por nuestro décimo aniversario. El hombre de la tienda de aparatos eléctricos lo había envuelto con un gran moño rojo y me sentí feliz de haber encontrado el regalo perfecto. Cuando entré por la puerta esa noche, Rebekkah exclamó: «¡Oh, papi!» y corrió hacia mí con tal emoción que temí que dejaría caer la maldita cosa antes siquiera de tener oportunidad de conectarla.
La caja parlante, la caja que mostraba cientos de rostros felices sonriéndonos noche tras noche. Amalia sonrió; percibí un leve movimiento pasar por su rostro, como una línea que se dibuja en la arena antes de que el agua vuelva a borrarla.
Esa noche, comimos en charolas frente al televisor. Platos con milanesas de pollo, espárragos marchitos en un lago de mantequilla y papas al horno sin crema.
Me fascinaba nuestro nuevo televisor, pero no particularmente porque disfrutara de la programación (no podía creer que Milton Berle fuera lo mejor que podía ocurrírseles a los estadounidenses), sino porque trajo una bienvenida distracción a nuestro hogar.
Con los niños encaramados en el sofá, sus pequeñas barbillas sostenidas en sus manos y sus cabezas levantadas hacia la pantalla, podía observarlos sin interrupción. Jamás he sido bueno para la charla insustancial. Mis libros siempre han sido mis principales compañeros.
Incluso a mis pacientes, a las que les tengo un gran afecto y cuyos embarazos superviso de la manera más diligente y compasiva que me es posible, no las acribillo con preguntas personales.
Veo a mi hija frente al televisor y observo que su perfil es idéntico al de mi esposa. Tiene el mismo rostro delgado, la piel del color de los frijoles blancos, el cabello del color del trigo quemado por el sol. Su madre le ha hecho dos trenzas apretadas con las que siempre juguetea cuando ve algún programa. Recargada sobre sus codos, con las piernas estiradas tras ella como dos palos rectos, veo que su cuerpo es todo líneas y ángulos rectos, como el de su madre. El óvalo de sus clavículas, tan pronunciado como un collar, y el filo de navaja de su quijada. Veo el relucir de su sonrisa, con esos grandes dientes que heredó de mí.
Mi hijo es suave y redondo. Sus extremidades regordetas me recuerdan a mí mismo a su edad. Su piel es de un tono más oscuro y profundo que el de mi esposa e hija. Sus ojos parecen tristes incluso cuando está feliz. Su maestra del jardín de niños nos informó que, al parecer, no tiene interés alguno en jugar con los demás niños y que puede pasarse horas frente a un rompecabezas, pero que no tiene paciencia alguna para aprender a atarse los zapatos. No puedo oír que lo critiquen. Amo a mis hijos como un tigre. Amo a mi mujer como un cordero.
Amalia. Sentada allí con las rodillas apretadas, tus dedos inquietos sobre tu regazo. La imagen de la pantalla, en blanco y negro, te pinta de color azul. Te veo y me pregunto cómo eras de niña. ¿Eras animosa e independiente como nuestra hija, toda llena de palabras y fuego? ¿O callada y pensativa como nuestro hijo?
Te imagino corriendo a casa antes de la guerra, con esa decisiva carta de Estados Unidos entre tus manos, tu rostro brillante como la luna llena. Con esos grandes ojos cafés y esos pómulos que podrían rebanar pan. Cuando tus padres empacaron tus maletas para enviarte a un lugar seguro, ¿hubo algo más que también quedó encerrado en tu maleta?
Bajo el rumor indulgente del televisor, desempaco mis propios recuerdos.
Se abren mis propias maletas mentales. Los lentes de mi padre —quevedos redondos de plata— ya no sobre su estrecho rostro, sino flotando en un mar verde botella. Veo el osito de felpa de la infancia de mi hermana con su pelo café apelmazado. Su patita rota, sus ojos de vidrio y su boca de listón. Veo a mi madre, apresurándose por empacar aquello que le es preciado: su pañuelo de bodas, los retratos de sus hijos y todas sus joyas, que esconde en el forro de seda de su abrigo, que descose y vuelve a coser como el más hábil cirujano. Y todos los libros que yo dejé atrás. Aquellos que abarrotaban mi habitación, los que estaban apilados sobre mi mesa de noche, los que cargaba a espaldas en mi mochila. Mi novela favorita acerca del Gólem. Lo que daría por tener ese libro ahora para podérselo leer a mi hijo.