36

 

Lenka

 

 

 

Los niños de Terezín estaban montando una representación más de Brundibár, una ópera escrita por Hans Krása con escenografía creada bajo la dirección de uno de los diseñadores teatrales más famosos de Praga, František Zelenka. La escenografía consistía en una reja improvisada construida con restos de madera y tres carteles: uno de un perro, otro de un gato y el último de un gorrión. Cada cartel estaba colgado sobre la reja; había un círculo cortado al centro para que el niño al que le habían asignado el papel pudiera insertar en él su cara para asumir su personaje inmediatamente. Así, la imagen pintada eliminaba la necesidad de coser un disfraz. El decorado era sorprendentemente convincente. «¿Cuántas personas de mi departamento y en el Lautscher les dieron materiales en secreto para lograr esto?», me pregunté. Los niños emitían chillidos de emoción ante su transformación, distraídos por un momento de su hambre y de las privaciones. Todos aplaudimos cuando entraron en escena.
La ópera trata de dos niños, Annette y Joe, a quienes han enviado a comprar leche para su madre enferma. En la calle, se topan con un organillero que se llama Brundibár. Le cantan una canción con la esperanza de obtener algunas de sus monedas, pero se limita a ahuyentarlos. Esa noche, los niños se quedan dormidos bajo los carteles del perro, el gato y el gorrión. Al despertar, descubren que estos animales han cobrado vida y unen sus fuerzas para derrotar a Brundibár. Cantan una bellísima canción y los habitantes del pueblo les arrojan monedas, pero Brundibár aún no está derrotado. Regresa a escena y les roba las monedas. La ópera termina cuando niños y animales triunfan sobre el organillero; sus cachuchas van llenas de monedas mientras regresan a casa con la leche para su madre.
Casi todos los que estábamos en Terezín adorábamos esta ópera, ya que los niños, a través de su representación, habían creado un mensaje de resistencia totalmente propio. Cuando lograban triunfar sobre el malvado Brundibár, la metáfora de la ópera era evidente para todos.

 

Esa noche, cuando vi a Rita desprendiendo los carteles de la reja con todo cuidado, presentí de inmediato que estaba embarazada. Aunque seguía estando muy delgada, sus senos parecían más plenos y, en definitiva, más redondos. Incluso su rostro parecía algo distinto. A pesar de las ojeras negras debajo de sus ojos, se veía más bella que nunca, una figura minúscula pero etérea.
Más tarde, después de la exaltación provocada por la presentación de los niños, pude confrontarla sin que Oskar estuviera presente.
—Rita —le dije—, Zelenka y tú hicieron un trabajo formidable con la escenografía, pero te veo muy cansada. —Toqué su brazo—. ¿Estás bien?
Me llevó hasta una esquina del escenario donde no había nadie.
—Pensé que sólo estaba retrasada, pero, Lenka, estoy embarazada. —Tomó mi mano y la apretó. Bajó la mirada para observar su cuerpo y acarició su vientre con una mano. Se levantó el deshilachado vestido y me mostró el suave abultamiento de su abdomen. Volvió a colocar una mano sobre su vientre como si estuviera guardando un secreto.
—Rita —dije calladamente—, ¿qué vas a hacer?
Las dos sabíamos lo que era estar embarazada en Terezín. En los últimos meses, habíamos escuchado rumores de mujeres que se habían embarazado en el gueto y a las que habían enviado al este.
Me miró con lágrimas en los ojos.
—¿Qué puedo hacer, Lenka?
Yo había oído cuchicheos de mujeres que iban al dispensario, donde uno de los médicos judíos las ayudaba a saldar el asunto. Era una idea terrible, pero Terezín no era un sitio en el que traer una nueva vida al mundo. Pero verse transportada en un vagón para ganado, embarazada, y obligada a trabajar en un campo, era una idea todavía peor.
Yo personalmente había conocido a una mujer que se había embarazado en Terezín. Se llamaba Elsie y estaba en mi barraca. La había visto llorando en la cama una noche. Estaba secreteándose con una de sus amigas, que trabajaba como enfermera en el dispensario. Pude escuchar a su amiga decirle que la llevaría a ver al doctor Roth.
Más tarde, Rita me informaría que el doctor Roth había llevado a cabo diversos abortos en Terezín. Lo hacía en secreto y únicamente cuando las chicas se lo rogaban, sacrificando al feto nonato para salvar la vida de sus madres.

 

Oskar le dijo a Rita que habría tiempo para tener hijos después de la guerra, pero que ahora no era el momento. Me contó esto entre sollozos, empapando sus delgadas manos blancas.
—Me ama —exclamó llorando—. Incluso me dijo que quiere que el Consejo de Mayores nos case, pero cree que están enviando a las muchachas embarazadas a la muerte.
—¿Y qué tal si tiene la razón? —le respondí.
—¿Cómo? ¿Cómo podría alguien creer eso? Porque tal vez sea un campo especial con instalaciones más adecuadas para las madres una vez que ya no pueden trabajar. —Se detuvo un momento—. ¿Por qué permitirían que las mujeres subieran a los trenes con sus carriolas si no hubiera un sitio para los niños?
Negué con la cabeza. No sabía la respuesta. Lo único que sabía era lo que existía o no dentro de Terezín, y todo lo relacionado con los transportes al este era como un gigantesco agujero negro.
—Pero ¿y si tiene la razón, Rita? —le susurré—. ¿Vale la pena arriesgarse? Aquí tienes un trabajo seguro en el Lautscher y el que Oskar sea ingeniero te da cierta seguridad adicional dentro del campo. Acepta su oferta de matrimonio ahora y empieza tu familia después.
No podía creer que realmente le estuviera diciendo a mi amiga que finalizara su embarazo, en especial uno en el que habían participado dos personas que querían pasar el resto de su vida juntas. Sabía que si cualquiera me hubiera sugerido lo mismo cuando Josef partió para Inglaterra, hubiera detestado a esa persona con cada fibra de mi ser. Pero desde nuestro traslado, un año antes, había sido testigo de las redadas para los trenes que partían al «este». Había notado que la mayoría de aquellos a los que habían enviado eran enfermos, ancianos o mujeres embarazadas. Y, ahora, cuando llegaba un nuevo transporte, incluso enviaban al este a algunos de los prisioneros sanos. Me quedaba claro que cualquiera que fuera el sitio al que los nazis estaban enviando a estas personas, tendría que ser un sitio mucho peor que Terezín.
No quise imaginar el horror y el sentimiento de traición que Rita debe de haber sentido al oírme decirle esto. Estoy segura de que esperaba que le brindara mi apoyo, que le dijera que hablaría con Oskar para convencerlo de lo mal que estaba.
—Supongo que no tienes ni la más mínima idea de lo que es tener un bebé creciendo en tu interior, Lenka. —Me miró con los ojos de un animal acorralado—. Si lo supieras, jamás me dirías lo que me acabas de decir.
—Rita —le respondí, con mi voz quebrándose, aunque le hablé en el más suave murmullo—, sí sé lo que es estar embarazada.
No di mayores detalles acerca del aborto espontáneo, de la tristeza de perder mi única conexión con mi marido, que había muerto ahogado en el congelado mar. Ya había demasiada tristeza a nuestro alrededor. Simplemente le tomé la mano y se la estreché.

 

Durante las siguientes dos semanas, veo a Rita batallar entre el temor de Oskar por su seguridad y su deseo por preservar la vida que está creciendo en su interior. En este desolado gueto, donde no crecen ni árboles ni flores, la capacidad para crear una vida sigue siendo un milagro. ¿A cuántas mujeres había oído decir que ya no menstruaban y que creían que sus demacrados cuerpos eran totalmente incapaces de concebir durante los presurosos y poco románticos encuentros con sus novios?
Rita me da a entender su decisión sin hablar directamente al respecto. Ahora, cuando se sienta, coloca ambas manos sobre su vientre como si sus dos palmas pudieran proteger lo que está creciendo secretamente dentro de ella.
Cuando habla, no mira hacia delante, sino hacia su regazo.
—Oskar está enfermo de preocupación —me dice—. La única manera en que puedo hacerlo callar es colocando su mano aquí. —Quita una mano y le da unas palmaditas a su vientre. Ya tiene cuatro meses de embarazo y todavía no se detecta más que un mínimo abultamiento—. Siento palpitaciones —dice con su rostro sonrojado de felicidad—. Sé que no parezco embarazada, pero lo siento. —Miro a Rita y trato de alejar el temor y disfrutar de la vista de mi amiga tan viva, tan plena de vida.

 

Oskar le dice que quiere que se casen antes de que nazca el bebé. Elabora un anillo improvisado con algo de alambre y se hinca para proponerle matrimonio justo después de que ha terminado su día de trabajo en el Lautscher.
En Terezín no hay compromisos largos. Al cabo de unos días se casan en la habitación del Consejo de Mayores. La noche antes de su boda, las chicas de la barraca de Rita se ponen de acuerdo para lavarle el cabello. Colocan una gran cubeta debajo de la toma de agua del lavabo, donde permanece por varias horas, recolectando gotas de agua hasta que tienen la suficiente para lavar su cabeza. Su cabello es corto y está recortado alrededor de su anguloso rostro, pero dos chicas se paran junto a ella y arman un alboroto mientras usan sus dedos para arreglárselo lo mejor que se puede.
Rita usa un viejo vestido café con un raído dobladillo y un viejo cuello. Se ve solemne: una novia sin adorno alguno. No hay un velo que pueda usar, ni una sola flor para tomarla entre sus dedos blancos.
Se aparece Teresa y silenciosamente le dice a Rita que le ha traído algo para que se lo ponga.
Le entrega a Rita un pequeño paquete envuelto en papel periódico. El paquete, que parece no pesar nada cuando lo coloca entre las manos de Rita, repentinamente parece volverse pesado y digno de reverencia mientras Rita lo abre con cuidado.
Todas miramos asombradas cuando al abrir las capas de papel periódico se revela un pequeño ramillete construido con tiras de lienzo de colores, unido al centro con una tira de fieltro amarillo; un brote en plena floración hecho con nada más que sobras.
—Es para tu cabello —dice Teresa suavemente.
Retira un pequeño trozo de alambre del bolsillo de su vestido.
—Toma. Puedes usar esto para fijarlo a tu cabello o quizá para colocarlo arriba de tu oreja.
Rita le toca el rostro, luchando por contener sus lágrimas.
—Gracias, Teresa. Gracias. —Ahora, sus dedos rodean el rostro de la chica. Le besa ambas mejillas—. Sólo tú podrías crear algo así de bello de la nada.
Teresa se sonroja, avergonzada.
—No es nada, en realidad..., yo... yo. —No puede más que tartamudear ante toda la atención que ha atraído su regalo—. Sólo quería que tuvieras una flor.
Es cierto, Rita no tiene un ramo de bodas, pero se ve bella con su ramillete hecho a mano en el cabello, sus manos cruzadas en actitud protectora sobre su vientre ligeramente abultado. Cuatro amigos de Oskar sostienen palos de madera, con una sábana blanca haciendo las veces del toldo nupcial sobre sus cabezas. Todos los contemplamos mientras el rabino principal del gueto evoca las siete bendiciones. Se coloca una vieja botella de vidrio dentro de un pañuelo y Oskar lo estrella bajo su bota.
Ani L’Dodi v’Dodi Li —les pide el rabino que se digan el uno al otro—. Yo le pertenezco a mi amado y mi amado me pertenece a mí.
Reflexiono acerca de esas palabras y recuerdo mi boda. Parece tan lejana y, sin embargo, como si hubiera sido apenas ayer al mismo tiempo. Trato de refrenar mi llanto ante el recuerdo.
Las demás chicas aplauden para felicitar a la pareja y las veo levantar sus dedos distraídamente hacia su cabello. Todas estamos deseando otra época, cuando podía haber una abundancia de flores —o incluso sólo un manojo— que pudiéramos colocar detrás de nuestras propias orejas.

 

El vientre de Rita no crece más que una hogaza de pan. Usa el mismo holgado vestido café que siempre se ha puesto. Aprende a caminar todavía más erguida para que el poco peso adicional se note aún menos. Tomo menos bocados de pan para mí misma y vierto la mitad de mi sopa en una lata vieja. Le llevo la mitad de mi porción de pan y la aguada sopa con un trozo de nabo a su barraca.
—Come —le ordeno.
Rechaza la comida.
—No necesito más de lo que me dan —insiste—. Por favor, no guardes tu comida para mí, Lenka. Tú también necesitas comer.
—Lo vas a necesitar para cuando venga el bebé —digo.
Dejo los alimentos allí, a pesar de las protestas de Rita. Más tarde, cuando me topo con Oskar, noto lo delgado que se ve.
—Yo también le trato de dar mis raciones —me cuenta—. Las rechaza, pero no me voy hasta que veo que se las come.
—Tú también necesitas mantenerte fuerte —le respondo, y toco su codo en un gesto de conmiseración.

 

En la siguiente ocasión en que le llevo comida a Rita, usa un tono de voz más fuerte conmigo.
—Lenka, esto se tiene que acabar. Lo digo en serio.
—No entiendo —le contesto—. Tú necesitas comer más, para ti y para el bebé.
—¡No quiero comer más! ¡No puedo inflarme más que esto, o van a sospechar que estoy embarazada y me llevarán!
La miro, sus grandes ojos verdes ahora están llenos de un temor salvaje.
—Pero el bebé necesita nutrirse, Rita. —Casi no puedo decir las palabras.
—El bebé tomará lo que necesite de mí. Sólo quiero que nazca en Terezín... —Empieza a sollozar—. Tengo demasiado miedo de ir a cualquier otro sitio.
Ahora entiendo lo que está diciendo. De modo que hago lo único que se me ocurre: tomo a Rita entre mis brazos, justo como recuerdo que lo hizo mamá cuando yo misma estaba embarazada y aterrada hace tanto tiempo en Praga, esperando que el calor de mi abrazo le dé al menos la mitad del consuelo que recuerdo que me dio el de mi madre.