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Lenka

 

 

 

Poco después de la partida de la Cruz Roja voltean al departamento técnico de cabeza. El comandante Rahm irrumpe violentamente en el estudio con otros dos oficiales de las SS. Les grita insultos a Fritta y Haas. Demanda ver aquello en lo que están trabajando. Pero Haas no se inmuta. Levanta un cartel que ha estado haciendo para el gueto. Tiene una ilustración de un bote de basura y, debajo del mismo, las palabras: «RECOJA SU BASURA». Noto que las manos de Fritta están temblando cuando saca un cuadernillo de ilustraciones técnicas de su escritorio.
Los dos oficiales de las SS caminan alrededor de la habitación, asomándose por encima de nuestros hombros.
Rahm se queda parado en la puerta y nos insulta a todos. Nos advierte que nos cuidemos de pintar cualquier cosa que pueda ser ofensiva para el Reich. De salida, toma su fuete y lo estrella contra una mesa cubierta de botellas de tinta. El resto de la tarde, sigo terriblemente alterada. Barremos los vidrios hechos añicos, pero el charco de tinta negra se filtra en el interior de las baldosas del piso. Incluso después de lavarla varias veces, la mancha sigue allí, del color y la forma de una nube de tormenta.

 

Las SS hacen más visitas sorpresa al Zeichenstube, el nombre alemán del departamento técnico. Todos seguimos trabajando con las cabezas gachas y los ojos apartados, sin atrever a mirarnos unos a otros. Durante una de las inspecciones, un soldado de las SS arranca un cuaderno de dibujo de las manos de uno de los artistas y siento que el corazón se me paraliza por el temor de que algún dibujo personal pudiera salir volando de entre alguna de sus hojas.
A la semana siguiente, nos sacan al pasillo de manera aleatoria y nos registran. Cuando me llaman, me siento enferma, a punto de desmayarme.
—¡Te llamé a ti! —me ladra el oficial de las SS. Me levanto a tropezones de mi silla y lo sigo al pasillo.
—Brazos y piernas abiertas —dice.
Coloco las palmas de mis manos contra la pared; mis rodillas tiemblan cuando abro las piernas.
—¿Acaso voy a encontrar un lápiz por aquí? —pregunta, mientras su mano se mueve entre mis muslos. Su roce me enferma. Su aliento hiede a keroseno. De nuevo me toca y siento que estoy a segundos de que me viole.
Y entonces volteo mi cabeza hacia él. Parece sorprenderse, como si el verme a los ojos lo hubiera sacado de golpe de su maldad.
—¿Qué carajos miras? —Me vuelve a empujar, pero en esta ocasión me arroja hacia la puerta. No miro atrás. Ahora les está gritando a otros en el pasillo. Corro hacia la entrada del departamento técnico.
Una vez dentro, corro hacia mi escritorio y mi silla. Siento que voy a vomitar lo poco que tengo en el estómago.
Trato de recobrarme. Miro los rostros de los que están a mi alrededor y a los que aún no han llamado. Todos tiemblan de miedo. Si tuviera el valor de representar la escena que me rodea en una pintura, nuestras caras tendrían un color verde enfermizo.

 

El 17 de julio de 1944, se les ordena a Fritta, Haas y al artista Ferdinand Bloch que se reporten a la oficina del comandante Rahm. También llaman a mi amigo Otto. «No, a Otto no», rezo en mi interior. Tengo el corazón en la garganta. Miro, mi cuerpo está temblando, mientras Otto se levanta de su silla. Se estremece visiblemente cuando lo toman por el brazo y desesperadamente quiero aferrarme a él y jalarlo de vuelta a su silla. La cabeza me da vueltas.
Sus ojos se fijan en los míos, que están tan grandes como platos. Sé que tengo que hacerle alguna señal para que no haga nada que pueda enojar a los oficiales. Trato de susurrarle que permanezca en calma. Quiero decirle que todo va a estar bien, aunque presiento que algo terrible está a punto de sucederles a los tres.
Una hora después, otro oficial de las SS se presenta y le ordena a un joven arquitecto de nombre Norbert Troller que también se presente en las oficinas de Rahm.
Más tarde esa noche, Petr me dice que habló con una mujer que se llama Martha y que hace la limpieza en las barracas de lujo donde se localiza la oficina de Rahm. Escuchó parte del interrogatorio que les hicieron a mis compañeros. Es amiga de Petr y le ha hecho trueques por algunas de sus pinturas. Tres días antes, las había ocultado en una puerta ahuecada.
En un principio, el comandante Rahm no lleva a cabo el interrogatorio de los artistas. Deja la primera ronda de preguntas a cargo de su segundo, el teniente Haindl, quien los acusa de hacer propaganda de horror en contra del Reich y de ser parte de un complot comunista.
Los artistas lo niegan todo. Afirman que su único delito es hacer uno que otro bosquejo inofensivo. Ni son comunistas, ni están implicados en ningún tipo de complot.
Con todo y eso, Haindl sigue atacándolos. Quiere los nombres de sus contactos en el exterior. Les muestra un periódico de Suiza y demanda saber la identidad de la persona que pintó la imagen que aparece en la primera página.
—¡Pedazos de mierda ingratos! ¡¿Cómo se atreven a pintar imágenes de cadáveres?! —Azota el puño contra la mesa—. Les damos de comer, les damos un techo sobre sus cabezas. ¡La mitad del maldito mundo se muere de hambre!
Los artistas juran que no tienen la más remota idea de lo que está hablando.
Integrantes de las SS los interrogan por separado. Tratan de lograr que cada uno de los artistas informe acerca de los otros. Sostienen cuadro tras cuadro frente a ellos y demandan saber quién los hizo. Cada pregunta recibe la misma respuesta. Los artistas insisten en que «no saben nada».
Los ánimos de Haindl y Rahm alcanzan el grado máximo de furia. Empiezan a tundir a los artistas. Haas no grita aunque lo patean una y otra vez. Fritta insulta a sus interrogadores, pero lo silencian con una bota contra su boca. La señora Martha narra que la peor golpiza se la propinan a Otto. Después de golpearlo con los puños, le destrozan la mano derecha con la culata de un rifle. Su grito fue tan terrible, tan horripilante que, dice: «Tuve que cubrirme los oídos... Incluso ahora todavía puedo escuchar el sonido de sus gritos de dolor».
Al caer la noche, ve que los suben a un vehículo militar en el que ya se encuentran la esposa de Fritta, Hansi, y su hijo Tommy; la esposa de Haas, Erna; y la esposa de Otto, Frída, junto con su joven hija, Zuzanna. El vehículo se dirige al Kleine Festung: el Pequeño Fuerte.

 

El Pequeño Fuerte está en las afueras del gueto, en la ribera derecha del río Ohře.
Todos sabemos que pasan cosas horripilantes en ese sitio y que nadie enviado allí regresa jamás. Había rumores de que los soldados de las SS obligaban a los prisioneros a llenar carretillas de tierra con sus bocas y que los golpeaban hasta matarlos o que los ejecutaban de manera rutinaria.
Con la partida de nuestros líderes, mis colegas y yo estamos perdiendo cualquier tipo de confianza que alguna vez pudimos tener.
—Todos estaremos en el primer transporte al este —dice alguien.
—No van a desperdiciar el espacio de los vagones —agrega otro—. Simplemente nos colgarán en la horca.
—Estúpidos de mierda —dice uno de los más recién llegados, refiriéndose a Fritta, Haas, Bloch y Otto—. Todos vamos a pagar por lo que hicieron.
—¿Qué hicieron? —pregunta una muchacha joven—. ¿Qué hicieron?
—¡Cállense, con un carajo! —Petr estrella la palma de su mano contra su escritorio—. ¡Vamos, todos, simplemente cállense la boca y pónganse a trabajar!
Ahora, el departamento técnico se convierte en un sitio de desesperación.
En los días siguientes, observé cómo mi amigo Petr perdió la capacidad para dibujar. Sus manos temblaban de manera incontrolable. Lo vi tomar una de sus manos y posarla sobre la otra para tratar de controlarse y aparentar que trabajaba.
Todos los que trabajamos en el Zeichenstube descubrimos que se han hecho búsquedas en nuestras barracas. Miro a los soldados llegar y revolver todas nuestras habitaciones. Voltean las literas y arrojan nuestros colchones de paja al piso. Suben las escaleras hasta los estantes en que están almacenadas nuestras maletas. Las abren y vacían sus contenidos en el piso. Cuando abren la mía, veo que mamá cierra los ojos y baja la cabeza hasta el pecho, como si rezara, rogando que no haya hecho ninguna estupidez.
Al voltear mi maleta, lo único que sale de ella es una funda adicional. Mamá y Marta exhalan silenciosamente en dirección al piso.

 

Pero aun así no me salvo de un interrogatorio. La Gestapo interroga a cada una de las personas del departamento.
Nos hacen preguntas en una habitación con paredes color café y un solo foco que pende del centro del techo. Esparcidos sobre una mesa hay dibujos que plasman las dificultades de la vida en el gueto.
Rahm se yergue sobre mí y levanta uno de los dibujos. Es un bosquejo en lápiz y tinta del interior del dispensario. Las figuras, con caras demacradas y costillas protuberantes, están dibujadas con furiosos trazos negros. Hay varios cuerpos acostados en una sola cama. Los muertos están apilados en el suelo.
—¿Le parece conocido este dibujo?
Niego con la cabeza.
—No, señor.
—¿Quiere decirme que no sabe quién hizo este dibujo?
De nuevo, le digo que no.
Lo acerca a mi cara. La hoja de papel cuelga tan cerca de mí que puedo oler la humedad de la fibra pulposa.
—¡Véalo más de cerca! —me ordena—. ¡No le creo!
—Lo siento, señor. No reconozco al artista.
Rahm estira la mano para tomar otro dibujo. Este muestra el hacinado interior de uno de los dormitorios. Sólo necesito un segundo para ver que es una de las composiciones de Fritta.
Una y otra vez, Rahm toma dibujos de la mesa. Cada uno de ellos carece de firma, pero cualquiera familiarizado con los detalles de las líneas y de la composición podría identificar a sus creadores. De inmediato puedo ver que uno de ellos es de Fritta por lo vigoroso de los trazos, por la manera que tiene de plasmar el absurdo y la desesperanza de la vida en el gueto. En los dibujos de Haas puedo intuir la angustia en cada línea garabateada, en la aguada fantasmagórica de la tinta y en los rostros que casi saltan de la página como apariciones.
Pero nada les digo a estos oficiales alemanes que me ladran, ordenándome que identifique a los artistas. Estrellan sus puños contra la mesa y me preguntan si conozco a los contactos de los pintores en el exterior. Me dicen que han «interceptado» estos dibujos y que encontrarán más.
—Si existe un movimiento clandestino dentro del gueto, lo encontraremos y lo aplastaremos —me gruñe Rahm.
De nuevo, les digo que no sé nada.
Por alguna razón, quizá porque están ahorrando sus energías para darles una paliza a mis colegas, no me golpean a mí. Y, finalmente, después de lo que parecen varias horas de un interrogatorio incesante, me dicen que puedo marcharme.
Al caminar hacia la puerta de salida, observo sobre un escritorio el periódico suizo con el dibujo del campo publicado en la primera plana. Quiero sonreír al saber que la gente de Strass ha tenido éxito en lograr que uno de los dibujos de mis colegas llegue al mundo exterior.

 

Sin nuestros colegas, el departamento técnico parecía carente de vida y plagado de temor. Los que quedamos no hablamos acerca de nuestros interrogatorios, pero a menudo veía hacia las sillas vacías en las que mis amigos trabajaron algún día y, en cada ocasión, quería llorar.
Fritta, Haas y Otto permanecieron encerrados en el Pequeño Fuerte hasta octubre. Hubo rumores de que la Gestapo había torturado a Ferdinand Bloch hasta matarlo y que la mano de Otto había quedado permanentemente lisiada y que jamás volvería a pintar. Empecé a percibir una diferencia notable dentro del gueto. El número de transportes que iban al este aumentó de modo que ahora miles de nosotros desaparecíamos de la noche a la mañana. Fui testigo del ahorcamiento de alguien que trató de escapar. Era un chico de no más de dieciséis años, y hasta este día puedo ver cómo lo obligaron a meter la cabeza en el lazo como si acabara de suceder. Su mirada de confusión y temor mientras el oficial alemán le gritaba insultos justo antes de que el piso se abriera bajo sus pies. Y después hubo un terrible incidente que involucró a un muchachito que trató de trepar por una reja para conseguirle algunas flores a su novia.
—¡¿Flores?! —le había gritado el oficial de las SS. Segundos después, vi cómo el oficial le pasó por encima al muchacho con un tractor y dejó el ensangrentado cuerpo enredado en las llantas como advertencia para todos nosotros.
A principios de octubre envían a Hans, que casi cumplía los cinco años, al este con sus padres. Afuera de la barraca, su madre me cuenta que deben partir al día siguiente. Sostiene la mano de Hans, con su muñeca tan flácida como la de una flor marchita. Extiendo mi mano para acariciar su cabellera.
—¿Tendrás algún lápiz, Lenka? —me pregunta.
Sus ojos se ven inmensamente tristes. Incluso en la actualidad puedo cerrar los ojos y rememorar los de Hans, tan verdes como las hojas de primavera. Las sombras de su cara lo hacen ver como si estuviera bajo un embrujo. Hurgo en mis bolsillos esperando encontrar un trozo de carboncillo que darle, pero no encuentro nada, lo que me atormenta.
—Todavía falta tiempo para que te marches —le prometo.
Ilona, su madre, me dice que Friedl, su maestra y colega de mamá, también estará en su transporte.
Extiendo los brazos y los abrazo a ambos. Siento la dureza de sus costillas y el corazón de Hans, que late fuertemente a través de su ropa. Susurro en su oído: «Te quiero, mi dulce niño».
Esa noche, justo antes del toque de queda, lo encuentro en la cama de su barraca. He envuelto dos pedacitos de carboncillo que me robé dentro de un trozo de papel de estraza. Encima, dibujé una pequeña mariposa con tinta y pluma. «Para Hans», escribí, «5 de octubre de 1944. Que tus alas siempre vuelen alto con cada nuevo viaje».