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Lenka
Me casé con mi segundo esposo en el
consulado estadounidense de París. Otra docena de parejas, todas
formadas por soldados con novias europeas, esperaba afuera. De
camino, compramos unas flores en la Rue du Bac y tropecé por las
calles empedradas, mis pies estaban desacostumbrados a zapatos que
me quedaran como debían. Usé un traje azul marino y me arreglé el
cabello de manera sencilla, con un simple broche color café sobre
la oreja.
Después de la ceremonia, Carl me preguntó
dónde quería ir a celebrar.
Lo único que quería en el mundo entero era
un plato de palačinka.
—Crepas —le dije. Y él apretó mi mano como
uno lo haría con una criatura.
Me imaginé como una joven a la mesa de mi
madre. La tela blanca calada, el plato de porcelana amontonado con
crepas llenas de jalea de chabacano y espolvoreadas con azúcar
glas.
—Qué fácil es complacerte —dijo mientras
sonreía.
Encontramos un pequeño café y nos sentamos.
Ordené crepas con mantequilla derretida y jalea y él un croque monsieur. Brindamos con tazas de té caliente
y compartimos una copa de champán. Perdí mis flores de regreso a
casa.
Esa noche, en un pequeño hotel de la ribera
izquierda, Carl me hizo el amor, susurrando que me amaba y que se
sentía dichoso de que fuera su esposa. Recuerdo que temblé entre
sus brazos. Vi mis extremidades blancas y esqueléticas enredadas en
las suyas, mis tobillos en torno a la curva de su espalda. Sus
palabras me parecían estar destinadas a otra persona. ¿Quién era yo
como para evocar tales sentimientos? Ya no pensaba en mi corazón
como un órgano destinado a la pasión, sino como uno cuyas lealtades
estaban reservadas únicamente a la sangre que bombeaba por mis
venas.
Ya en Estados Unidos, me esforcé por ser una
esposa buena y diligente. Compré el libro de cocina de Frannie
Farmer y aprendí a hacer buenos guisados y gelatina de frambuesa
con gajitos de mandarina en su interior. Le dije a mi marido lo
amable que era cuando me regaló una aspiradora para mi cumpleaños y
cuando recordaba traerme rosas blancas en nuestro
aniversario.
Pero para poder sobrevivir en este mundo
extraño, tuve que aprender que el amor se parecía mucho a la
pintura. El espacio negativo entre las personas era tan importante
como el espacio positivo que ocupan. El aire entre nuestros cuerpos
en reposo, así como las pausas dentro de nuestras conversaciones
eran como todas las partes en blanco de un lienzo y el resto de
nuestra relación —las risas y los recuerdos— eran las pinceladas
que se aplicaban al paso del tiempo.
Cuando abrazaba al que había sido mi marido
por cincuenta y dos años, nunca pude escuchar el latido de su
corazón exactamente de la misma manera en que había escuchado el de
Josef en ese puñado de días y noches que vivimos juntos. ¿Era
porque yo había subido de peso con los años y el relleno adicional
sobre mi pecho evitaba que sintiera la sangre que recorría su
cuerpo de la manera que recordaba que había corrido a través del de
Josef? ¿O acaso era que con un segundo amor jamás estamos tan
sintonizados? Mi corazón era menos sensible con este segundo amor;
estaba recubierto por una coraza y me pregunto qué más dejó fuera
al paso del tiempo.
Mi corazón también tenía grietas en las
cuales lograban colarse sentimientos profundos que lo dejaban en
carne viva. El nacimiento de mi hija fue una de esas ocasiones. Al
tenerla entre mis brazos y al ver mi reflejo en sus ojos azules,
sentí una oleada de emociones más abrumadora de la que había
sentido jamás. Contemplé cada uno de sus rasgos en su perfección
recién nacida y vi la alta frente de mi padre, mi pequeño y
estrecho mentón y la sonrisa de mi madre. Y por primera vez observé
cómo, a pesar del aislamiento de nuestras propias vidas, siempre
seguimos conectados con nuestros ancestros; nuestros cuerpos
guardan los recuerdos de aquellos que nos antecedieron, sea en los
rasgos que heredamos o en una disposición que está grabada en
nuestras almas. Con el paso de los años, me di cuenta del poco
control que en realidad tenemos sobre lo que se nos da en este
mundo y dejé de batallar con mis demonios. Tan sólo me limité a
aceptar que formaban parte de mí; como el dolor de huesos que trato
de olvidar cada día al momento de despertar, lucho en mi interior
por no mirar atrás, sino por centrarme en cada día nuevo que
viene.
Llamé Elisa a mi hija a fin de honrar la
memoria de mi madre. La vestí con ropa bella, y cuando apenas tenía
cinco años, le di un cuaderno de dibujo. Al verla tomar la
colección de lápices de colores por primera vez, supe que ella
había heredado su talento de mi familia. No sólo sabía reproducir
fielmente lo que veía ante sí, sino que podía ver más allá, por
debajo de la superficie; podía ver lo que se encontraba debajo de
cada trazo. Mis manos fueron dañadas por los años de privaciones,
por el frío y por las condiciones de Auschwitz. Pero de vez en vez,
con el propósito de enseñarle algo, tomaba un lápiz o el mango de
un pincel y toleraba el dolor a fin de ejemplificar algún concepto
para mi hija cada vez más entusiasmada.
Cuando era pequeña, nunca le conté a mi hija
los detalles de mi vida anterior a su llegada. Simplemente sabía
que tenía el nombre de mi madre.
Pero jamás hablé del humo de Auschwitz. La
negrura, las cicatrices mentales, las razones del dolor de mis
manos, eso lo mantuve en secreto. Como un fondo de luto que se
utiliza bajo la ropa, cosido a mi piel, era algo que estaba conmigo
a diario; pero jamás se lo revelé a nadie.
Ni siquiera compartí mi dibujo. Algunas
noches, cuando Carl y Elisa estaban profundamente dormidos, iba al
clóset de mi recámara, prendía la luz y cerraba la puerta. Allí, en
una esquina, detrás de mi caja de costura y de los contenedores de
plástico que albergaban mis zapatos y pantuflas, guardé mi
atesorado dibujo. Me dolía tenerlo entre objetos tan mundanos, que
no tuviera el valor de mostrarlo o de contarle a mi familia de su
existencia. Era como una herida abierta que mantenía oculta, pero
que atendía en secreto por las noches. En aquellas madrugadas en
las que no lograba conciliar el sueño, cuando las pesadillas me
ganaban, lo sacaba de su cilindro de metal y me quedaba viendo los
rostros de Rita y su hijo recién nacido. Escuchaba la respiración
de Carl, imaginaba a mi dulce hija dormida en la habitación de al
lado, y finalmente me permitía llorar.