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Lenka
Mi madre adelgazó aún más durante el verano
de 1943. Podían verse los ligamentos bajo su piel y sus clavículas
sobresalían a tal grado que me recordaban a una guadaña. Sus
pómulos se veían tan angulosos que evocaban las facetas planas en
las gotas de cristal de una araña.
El Jugenfursorge,
la iniciativa de asistencia que había iniciado el Consejo de
Mayores, había establecido un horario para los niños a fin de
garantizar que tuvieran cierta cantidad de educación en secreto y
algo de exposición a la poesía, al teatro y a la música. Mamá
regresaba de las barracas de los niños con los ojos cansados, pero
llena de energía. Era raro ver la parte artística de mamá mucho más
joven regresar a la vida en Terezín. La mujer que yo había
imaginado hacía tantos años esa tarde en el sótano con Lucie, sus
cuadros ocultos ejecutados en una paleta de tonos berenjena y
ciruela, ahora hacía su aparición frente a mí. Ardía con entusiasmo
por su trabajo con los niños.
Mamá dijo que pronto habría una exposición
en el sótano de una de las barracas de los niños. Todos ellos
estaban elaborando collages y cuadros, de
modo que seguí robándome los materiales que pudiera del
departamento técnico para dárselos.
Ahora, me había convertido en una experta
del sigilo. Cada dos días, me llevaba un pequeño lápiz de color o
un pequeño tubo de pintura a punto de acabarse, pero que aún podía
exprimirse para que produjera algunas gotas de pigmento. Teresa y
Rita también ocultaban materiales que yo le pasaba a mamá, y eran
igual de enérgicas en recordarle que no se desperdiciara ni una
sola molécula de esos materiales. Teresa era extremadamente
silenciosa y casi no decía palabra mientras se sacaba dos trozos de
lienzo roto de debajo de la falda. Rita adquiría una mirada de
desafío cuando colocaba los trocitos de carboncillo o pastel en mi
mano.
Cuando podía visitar a Hans, siempre me
preguntaba si podía dibujarlo. Bromeaba con él y le decía: «Pues
ahora tú tendrás que pintarme a mí también». Tomaba un pequeño
trozo de papel del escondite dentro de mi blusa y rompía un trocito
de carboncillo a la mitad.
—Toma —le decía—. Haz el intento.
Miraba al papel y, después a mí,
entrecerraba sus grandes ojos verdes y empezaba a dibujar. Aparecía
un círculo deforme sobre el papel, dos puntos que representaban los
ojos y una raya que simbolizaba la boca. Pero sólo contaba con
cuatro años y yo sabía que esto era de enorme importancia para un
niño tan pequeño.
Lo mejor de todo era saber que algo que
fácilmente hubiera podido ocurrir al otro lado de las paredes de
Terezín aún podía lograrse dentro del encierro de las mismas.
Coloqué mi brazo alrededor de sus pequeños
hombros.
—Lenka —dijo en voz baja—, te quiero.
—Yo también te quiero a ti —susurré.
Pero antes de que yo pudiera empezar a
llorar, tomó mi mano y la colocó sobre el papel.
—Ahora te toca a ti —dijo.
—Sí, es mi turno —agregué, con una
sonrisa.
Y empecé a dibujar.

La exposición del trabajo artístico de los
niños fue una hazaña impresionante. Mamá, Friedl y las demás
maestras habían pasado incontables horas con los niños y ahora sus
preciosos collages y dibujos adornaban
las paredes.
Marta y yo caminamos por la exposición
cubriéndonos las bocas con las manos, azoradas y conmovidas por el
trabajo de los niños y por su alcance. Había imágenes de árboles y
mariposas. Algunos niños habían dibujado imágenes de sus familias,
de sus antiguas mascotas y de los recuerdos de sus vidas antes de
Terezín. Pero las imágenes más impresionantes eran aquellas que
trataban de documentar su situación actual. Un niño plasmó
recuerdos de su llegada a Terezín. Siete figuras en línea, cada una
con su número de identificación escrito en sus mochilas, los
rostros de cada persona, tristes o atemorizados. Otro niño dibujó
la litera de una barraca con una imagen de ensueño flotando por
encima de la cabeza de la figura acostada: nubes llenas de
chocolates y botes con caramelos.
Me sentí transportada por las imágenes de
estos niños. Podía cerrar los ojos y recordar mis propias acuarelas
infantiles, la sensación de ver la pintura que goteaba de mi pincel
por primera vez, los ríos de colores esparciéndose por el
papel.
Esa noche me sentí enormemente orgullosa de
mi madre. Estaba parada en un oscuro sótano, con los dibujos de sus
alumnos pegados con tachuelas a las paredes, en el mismo sencillo
vestido que había usado la tarde en que nos transportaron. Ahora
estaba manchado de pintura, algunas partes estaban luidas y colgaba
de sus huesos como un saco viejo arrojado sobre un espantapájaros.
Pero mamá estaba erguida allí, con sus brazos cruzados frente a
ella y sus ojos resplandecientes, en una pose que me recordó a la
manera en que se había visto antes de la guerra. Su rostro estaba
agraciado con una sonrisa de satisfacción que iluminaba la
habitación entera.