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Lenka

 

 

 

Según sus propios cálculos, Rita tenía cerca de seis meses de embarazo. Cuando me detenía en el taller del Lautscher, casi siempre estaba sentada, todavía pintando postales.
Su mano seguía firme. Observé las escenas con caballos y pacas de paja, a la madre y al bebé sentado sobre su regazo, a la escena de la Natividad que había pintado en abundancia a pesar de que apenas nos encontrábamos en septiembre.
Teresa estaba parada en su esquina frente al caballete, pintando una reproducción de La novia judía de Rembrandt. ¿Acaso las SS habían comisionado el cuadro como una forma cruel de ironía, o era una representación de la silenciosa rebeldía de Teresa? Miré rápidamente hacia el lienzo y vi el oro y rojo del vestido de la novia ejecutados en las delicadas pinceladas de Teresa.
—Es bellísimo —le dije.
—Espero que no conozcan el título —me respondió—. Simplemente me dijeron que pintara otro Rembrandt.
Le sonreí y me vio directamente a los ojos.
—Seguramente sabes que dicen que la esposa de Rembrandt era judía.
Asentí con la cabeza y las dos nos sonreímos una a la otra con satisfacción.
Pero al voltear a mirar a Rita, observé lo pálida que se veía.
—¿Cómo estás? —le pregunté, dándole un toquecito en el hombro.
Estuvo en silencio unos momentos.
—Me siento cansada, pero estoy mucho mejor que tantos otros aquí.
Yo sabía la verdad de lo que estaba diciendo. Había habido un brote de tifus y el dispensario estaba a reventar. Las temidas redadas continuaban. A aquellos internos que no estaban a la altura se les enviaba al este, a Polonia.
Veíamos el humo que se elevaba del crematorio del gueto, sus dos chimeneas en llamas con los cuerpos de los que habían muerto en el dispensario o en el trabajo. Y aunque las ejecuciones eran los inusuales ahorcamientos de los que habían tratado de escapar, había dos horcas que permanecían en el centro del gueto como una fría advertencia para todos nosotros.
Y, aun así, cada semana llegaban trenes nuevos con más y más judíos.
En ocasiones, oíamos rumores de alguien que había escuchado información del Consejo de Mayores de que unos mil estarían llegando desde Brno; otro día podían ser cincuenta desde Berlín y una semana después eran otros mil de Viena o algunos cientos de Múnich o Kladno. Veíamos a los recién llegados caminando por la calle desde las ventanas de nuestros sitios de trabajo: mujeres que sostenían a sus bebés con un brazo y que cargaban su maleta con la otra. Los jóvenes o solteros siempre caminaban al frente, los ancianos y viudos quedándose atrás.
Me recordaban a una procesión fúnebre; estos hombres, mujeres y niños que avanzaban con una mirada de muerte y derrota en sus rostros. No podía imaginarme cómo el gueto, ya sobrepoblado, podía darle cabida a una persona más.
Una tarde, justo antes del toque de queda, Rita me confió que la noche anterior había visto a Fritta en la barraca donde ella vivía. Había ido a dibujar a la mujer a la que conocían como la adivina, una mujer anciana que siempre traía puesto un andrajoso chal.
Rita vivía en uno de los dormitorios del ático donde, debido al ángulo de la línea del tejado, no había literas de tres niveles. Sólo había colchones de paja sobre el piso y unas cuantas bajas camas de madera.
Fritta encontró a la adivina en una esquina, sentada junto a una ventana atestada de cacharros y ollas de metal.
—La dibujó rápidamente en tinta —me contó Rita. Su cabello blanco atado con un trapo, sus lentes, su quijada abierta y su boca sin dientes.
—No dijo nada mientras lo miraba hacer el dibujo —agregó—. Fue algo maravilloso de ver. —En segundos, había exagerado el peso de su cabeza sobre el estrecho cuerpo, la longitud de sus enflaquecidos brazos y sus dos enormes ojos.
Rita describió cómo había dibujado la ventana junto a la que estaba sentada como si se hubiera abierto de par en par, aunque permaneció completamente cerrada. Dibujó la pared de ladrillos del edificio de junto como si se hubiera roto por la mitad. Dibujó el lado de una de las murallas, un viejo y enclenque árbol en el patio y una vieja reja de hierro en la pared. En una de las esquinas del papel, había unos trapos colgados sobre una cuerda que ondeaban como banderas blancas.
—Le tomó menos de una hora —susurró Rita—, y la adivina le preguntó que si quería que le leyera las cartas.
—¿Y él qué contestó? —Ahora estaba fascinada por su historia.
—Dijo que, tristemente, ya sabía lo que le esperaba.
Hice un gesto de desaprobación con la cabeza.
Rita cerró los ojos, como si ella también conociera su destino.
—La adivina no lo contradijo.

 

Seguí escuchando rumores de los muchos dibujos y pinturas que estaban elaborando Fritta y su colega, Leo Haas, en secreto, pero sólo vi dos de ellos, y eso por error. Una mañana, había llegado al cuarto de dibujo temprano ya que quería recolectar algunos materiales para mamá antes de la llegada de los demás.
Cuando llegué, la habitación todavía estaba a oscuras. Había una sola luz incandescente en la parte trasera. Me acerqué, únicamente para ver una sola figura encorvada sobre el lavabo. Era Fritta.
—¿Señor? —Mi voz resonó con mucha más fuerza de lo que quería. Al escucharla, Fritta volteó de inmediato. Una de sus manos debe de haberse movido hacia un lado e hizo que un frasco de vidrio se estrellara en el piso.
—¿Lenka? —dijo al darse vuelta—. ¡Me espantaste!
—Lo siento tanto, lo siento, señor... —Debo haber sonado como una niña nerviosa al tratar de disculparme. De inmediato corrí a donde se había caído el frasco y traté de recoger el desorden con las manos.
—No, Lenka, no lo hagas. —Estiró una mano para detenerme—. Te vas a lastimar y, entonces, ¿de qué me vas a servir? —Se dirigió rápidamente a una esquina de la habitación para tomar una pequeña escoba y se hincó para recoger los trozos de vidrio.
—Ya deberías saber que no te debes acercar así de sigilosa a alguien antes de horas de trabajo. —Se veía más perplejo que molesto—. ¿Y por qué estás aquí tan temprano? ¿Qué tal que alguien te sorprende?
Trabajaba de manera rápida y eficiente mientras me hablaba, empujando las esquirlas de vidrio sobre un trozo de cartón para tirarlas en un cesto de basura cerca de su escritorio.
Lo seguí mientras caminaba.
—Lo siento, señor, debí haber tenido más cuidado. —Evité su mirada. Mis palabras quedaron atrapadas en mi garganta mientras trataba de inventar una justificación para mi llegada temprano—. Sólo... sólo quería adelantar el trabajo de esas ilustraciones de la tubería para las SS —mentí. Parada junto a él, no pude evitar ver dos recientes dibujos en tinta sobre su escritorio.
El primero era un dibujo de la llegada de un transporte. El segundo era de un dormitorio de ancianos en Kavalier. Mostraba tres cuerpos esqueléticos, de nuevo hechos en tinta, pintados como si se estuvieran viendo a través de los barrotes de una ventana en forma de arco. Sus cuerpos estaban devastados por la inanición; los ojos y mejillas hundidas, los cuellos alargados, retorciéndose bajo las delgadas cobijas de sus literas.
—No es necesario que llegues más temprano, Lenka. Las horas que ya trabajas para los alemanes son más que suficientes.
Asentí con la cabeza y volví a mirar los bosquejos sobre su escritorio. Fritta debe de haberlo notado, porque sus ojos repentinamente encontraron a los míos y me miró fijamente como diciendo: «No me preguntes nada acerca de estos dibujos».
Se dio la vuelta de inmediato y los volteó.
Un segundo después, los dos escuchamos el sonido de pasos. Volteamos al unísono. Era Haas.
—¡¿Qué demonios está haciendo aquí?! —exclamó al verme.
—Lo siento... —empecé a balbucear la misma excusa que le había dado a Fritta, pero Haas levantó la mano para detenerme. Era evidente que no quería escuchar mis justificaciones.
—Kish —ladró. Kish era el mote que usaba con Fritta—. Acordamos que no habría nadie más.
Volteé a ver a Fritta, que estaba mirando a Haas directamente a los ojos.
—Lenka es tan diligente que quería adelantar su trabajo. —Ahora, sus ojos se abrieron mucho, como indicándole a Haas que no dijera más.
Por unos segundos, se dio una comunicación silenciosa entre los dos. Haas levantó una de sus oscuras cejas y Fritta asintió con la cabeza. Su diálogo mudo terminó con cada uno viendo al otro intensamente. Haas pareció comprender que mi único delito había sido llegar en un momento inoportuno.
—Muy bien. —Fue Fritta quien rompió el silencio—. Creo que Lenka ya entendió que no debe llegar al trabajo antes de lo que se espera.
—Sí, señor.
—No queremos que los alemanes sepan que estamos aquí, de modo que hagamos un pacto entre los tres de que esto no se mencionará jamás.
—Sí, señor —volví a decir mientras inclinaba la cabeza. Miré a Haas, que ahora estaba buscando algo en la habitación con la mirada.
—Ahora bien, quiero que regreses a tu barraca, Lenka.
Levantó los dibujos con velocidad y los enrolló para formar un tubo de papel con tal rapidez que casi no pude ver más que el apresurado movimiento de sus manos.
—No hablemos más de esto.
Volví a asentir.
Fritta volteó hacia Haas.
—Regreso en una hora, cuando lleguen los demás —dijo.
Haas ya estaba sentado frente a su escritorio, dándonos la espalda. Inclinó la cabeza un par de veces.
Fritta se guardó el tubo de sus dibujos bajo un brazo y los dos salimos rápidamente y en silencio de la habitación.