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Josef
Algo que le molestaba a Amalia era que cada
noche, después de regresar del hospital en el que trabajaba, me
encerrara en mi estudio durante media hora. Siempre me tenía lista
la cena cuando llegaba. La comida de siempre: carne a la cacerola,
una canasta de pan de centeno y alguna verdura cocida de más. Las
únicas ocasiones en que comía la cena todavía caliente eran
aquellas noches en que no había algún parto; algo que rara vez
sucedía.
La puerta de mi estudio no tenía cerrojo,
pero Amalia y los niños sabían que no debían molestarme si me
encontraba allí. Mis días en el hospital eran largos y ajetreados,
y yo necesitaba tomarme algunos minutos de privacidad para despejar
la cabeza.
Me había convertido en obstetra porque
estaba cansado de sentirme acosado por la muerte. Había algo que me
reconfortaba en el hecho de que mis manos fueran las primeras en
tocar a un nuevo ser humano en el momento de su ingreso a nuestro
mundo. Déjenme decirles que darle la bienvenida a una nueva vida es
un regalo; es un milagro cada vez que sucede.
Tengo una lista de cada niño al que ayudé a
nacer, desde el primero en 1946 hasta el último al que asistí antes
de jubilarme. En un libro de contabilidad empastado en cuero rojo,
tenía columnas en que anotaba el nombre del bebé, su sexo y su peso
de nacimiento, y si el parto había sido vaginal o, menos
comúnmente, por cesárea.
Me pregunto si mis hijos encontrarán mi
libro después de mi muerte. Espero que entiendan que no fue un acto
de vanidad de mi parte. Para el día de mi retiro, había ayudado a
nacer a 2 838 niños. Cada nombre que registré fue tan importante
para mí como el primero. Cada vez que colocaba la punta de mi pluma
sobre el espacio en el papel a rayas, me detenía y pensaba en el
millón y medio de niños que fenecieron en el Holocausto. Imaginé
que después de tantos años en la profesión, disminuirían mis
sentimientos de hacer honor a los muertos, pero nunca fue así. Si
acaso, a medida que pasaban los años, cuando me convertí en padre y
en abuelo, esos sentimientos sólo se intensificaron. Cuando miraba
a mis hijos, podía finalmente comprender lo que mi padre debió
experimentar ante la amenaza de la extinción de su familia.
¡Cuántas veces los tuve entre mis brazos cuando eran bebés y me
pregunté qué maldad pudo haber querido extinguir esta dicha, esta
creación extraordinariamente perfecta!
Mi amor por mis hijos era tan intenso que en
ocasiones despertaba algo que se asemejaba al pánico. Me empecé a
obsesionar con cada aspecto de su bienestar. Acompañé a Amalia en
sus paroxismos de preocupación durante los episodios dolorosos de
su dentición y durante su primera fiebre o gripe. Observaba al
pediatra de los niños con desconfianza. Había vivido en la
comodidad de Forrest Hills y no tenía experiencia alguna con la
amenaza de la tifoidea o la difteria. Una parte de mí se dio cuenta
de que me estaba comportando de manera irracional, al mismo tiempo
que otra parte pensaba que este nivel de diligencia era algo que
simplemente venía con el hecho de ser padre.
En mi corazón albergaba un dolor, una
sensación agridulce, por el hecho de que mi padre no hubiera vivido
para verme asumir mi papel como padre y como médico. ¿Por qué había
sido ahora, tantos años después de la muerte de mi padre, que
finalmente pude comprender todas esas arrugas que tenía en el
rostro? ¿Me había tomado todo este tiempo darme cuenta de que ahora
me veía exactamente como él? Ahora, al imaginar sus ojos, podía
comprender la mirada que tenía ante la angustia de un paciente o la
silenciosa devastación —tan personal que desafiaba cualquier tipo
de descripción— que lo sobrecogía cuando moría una criatura a la
que había tratado de ayudar a nacer.
Finalmente pude retirar, una a una, las
capas de su formalidad, su rigidez, para ver al ser humano que se
ocultaba debajo. Pude ver cómo había batallado con mis propias
expectativas en relación con mi hijo —aquellas que probablemente
jamás se cumplirían— y comprendí lo frustrado que se debe de haber
sentido conmigo en esa época.
Hubo noches en las que deseé traerlo de
vuelta y tenerlo sentado frente a mí. Le podría decir que ahora
comprendía lo que siempre me había tratado de comunicar, que
existía una santidad en nuestra profesión; que finalmente comprendí
que mis manos estaban bendecidas por poder sostener algo tan
sagrado como un recién nacido que se retorcía y lloraba al
experimentar sus primeros momentos de vida.
Pero estos son sólo algunos de mis muchos
remordimientos. Guardo estos pensamientos ocultos entre tantas
otras cosas. De la misma manera en que el relicario de Amalia
permaneció por siempre cerrado, las cartas devueltas que le escribí
a Lenka quedaron escondidas entre viejas cajas de zapatos de
Alexander y Orbach. Me encuentro a solas en mi estudio, con la
puerta cerrada, buscando el consuelo en un libro de contabilidad
que contiene 2 838 nombres.