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Josef
Jamás les dije nada a mis hijos o a mi
nieto acerca de Lenka. Crecieron pensando que sus padres se habían
encontrado frente al telón de fondo de la guerra, dos personas
desplazadas en un país extranjero que se casaron en un intento
compartido por olvidar.
Creo que Rebekkah lo explicaría como el
deseo de empezar de nuevo, de formar una nueva familia, porque la
de cada uno se había desvanecido como una brizna de humo, por un
deseo tan apremiante que había explotado en nuestro pecho y había
ofuscado nuestro juicio.
Creo que mi hijo diría que me casé con
Amalia simplemente porque era mejor que estar solo.
Y yo les diría a mis dos hijos, si acaso
algún día me preguntaran cuál era la verdad, que había sido un poco
de las dos cosas.
![](/epubstore/R/A-Richman/Los-Amantes-De-Praga/OEBPS/Images/i1.jpeg)
Cuando mi hija estaba en la universidad, me
enteré de que se me había enlistado incorrectamente entre los
fallecidos del SS Athenia. Rebekkah lo
descubrió mientras examinaba rollos de microfichas una noche en la
biblioteca de la escuela.
Me lo contó discretamente durante unas
vacaciones, cuando nos encontrábamos solos en el departamento, con
dos tazas de té frente a nosotros.
La copia fotostática que Rebekkah había
hecho del periódico se encontraba sobre la mesa. La miré antes de
tocarla. El encabezado indicaba que Roosevelt había firmado una
proclamación de la neutralidad de Estados Unidos. Debajo del mismo,
junto a un artículo más pequeño que hablaba de la incursión de
fuerzas francesas en Alemania, había una fotografía del Athenia y el anuncio de que se habían confirmado
ciento diecisiete fallecidos. Mi nombre, el de mi padre, mi madre y
mi hermana estaban entre los que se listaban.
—¿Papá, estás bien? —me preguntó Rebekkah.
Había estado viendo el papel durante varios segundos, pero me
estaba costando trabajo creer que lo que estaba viendo era cierto.
Sabía que había habido un tremendo caos cuando el barco de rescate
había atracado en Glasgow. Yo había reportado el fallecimiento de
mis padres y mi hermana a un encargado, y la única explicación que
se me ocurría era que cuando le había dado mi nombre
accidentalmente lo había incluido entre los de los perdidos.
—Esto no puede ser —dije. Mi estómago estaba
dando tumbos y pensé que podría indisponerme.
—Es como si te hubieran dado una segunda
vida —me dijo. Había una cualidad juvenil en su voz y, al mismo
tiempo, una profunda comprensión que iba más allá de sus años.
Recuerdo que estiró la mano más allá de la taza y tocó mi
mano.
Pero yo no estaba pensando en mi hija y sus
sentimientos de compasión. En lugar de ello, en mi cabeza daban
vueltas pensamientos acerca de mi amada Lenka. Seguramente habría
leído sobre esto en los periódicos checos. Habrá creído que yo
había muerto.
Recuerdo que me excusé y le dije a mi hija
que necesitaba acostarme. Me sentía mareado; sentí que me estaba
atragantando. Lenka. Lenka. Lenka. La vi embarazada, vestida de
negro, creyéndose abandonada. Aterrada. Sola.
Mi culpa me estaba sofocando. Había sentido
esta presión inmisericorde por años. Las cartas a la Cruz Roja.
Búsquedas que habían llegado a callejones sin salida. Cartas que
afirmaban que habían enviado a Lenka a Auschwitz y que se presumía
que había muerto.
¿Era esto lo que significaba estar
enamorado? ¿Llorar por una eternidad un error que había cometido
tontamente? ¿Cuántas veces reviví esas últimas horas en el
departamento? Debí insistirle que viniera conmigo. Debí haberla
envuelto en mis brazos para no dejarla ir jamás.
Y mi candor me atraviesa como picahielos.
Una herida dolorosa, lenta, sangrante.
Cierro la puerta de mi habitación mientras
mi hija se acaba su té. Estiro los brazos y pienso en Lenka. Todos
estos años y lo único que quiero es abrazarla, reconfortarla.
Pedirle perdón.
Pero lo único que escucho es el silencio y,
después, el sonido de Rebekkah llevando nuestras tazas al
fregadero.
Estrujo mis manos en un nudo.
Aire y recuerdos. Los oculto profundamente
en mi corazón.