5
Lenka
Josef se convirtió en mi secreto. Llevaba
su imagen conmigo cada mañana al subir por las escaleras de la
Academia. Cuando Věruška mencionaba a su hermano casualmente, no
podía evitar que mis mejillas se tiñeran de rojo.
Por las noches, imaginaba su voz e intentaba
rememorar la inflexión exacta de su hablar cuando me había
preguntado si me gustaba bailar. Y, después, nos imaginaba
bailando: el cuerpo de cada uno fundiéndose en el otro como si
estuviéramos hechos de barro maleable.
Cuando Věruška y Elsa hablaban de sus
enamoramientos, yo escuchaba atenta. Miraba cómo sus rostros se
iluminaban ante el prospecto de una cita secreta y cómo se abrían
sus ojos al describir el ardor de una cierta mirada o del roce de
cierta mano. Yo les hacía preguntas y hacía un gran esfuerzo por
mostrar mi entusiasmo acerca de los chicos cuyo afecto buscaban. Y
en todo ese tiempo mantenía un secreto que en ocasiones sentía que
me sofocaba.
Me cuestionaba si debía contarles a mis
amigas la manera en que me sentía acerca de Josef. Hubo diversas
oportunidades en las que pude haber confesado cómo me sentía. Pero
cada vez que me encontraba a punto de desahogarme, me frenaba el
temor de la desaprobación de Věruška. ¿Cuántas veces la había oído
quejarse de que Josef fuera el centro de atención de sus padres, o
de las tardes que detestaba regresar a casa porque su padre
insistía en el silencio absoluto para que Josef pudiera
estudiar?
—Vayamos a Dåum Obcenci a comer pastel
—dijo, tratando de tentarnos a todas una tarde después de clases—.
Josef está en exámenes finales, y si regreso a casa ahora, tendré
que caminar de puntillas.
—¿Por qué no estudia en la biblioteca de
Medicina? —preguntó Elsa mientras negaba con la cabeza.
—Creo que lo preferiría —respondió Věruška
mientras guardaba sus materiales en su mochila—, pero mi padre
quiere asegurarse de que realmente esté estudiando.
—Tu pobre...
—¡Ni se te ocurra decirlo! —Věruška levantó
la palma de su mano frente al rostro de Elsa—. Pobre nada; es su
diamante, su tesoro... Su único hijo
—dejó escapar un suspiro burlesco.
Mis ojos parpadearon ante la imagen de Josef
inclinado sobre la mesa del comedor, con sus dedos mesándose el
cabello mientras luchaba por concentrarse.
De modo que, por el momento, guardé mi
secreto. Cada una de las palabras que me había dicho de camino a
casa estaba guardada en mi memoria. Cada uno de sus gestos pasaba
por mi mente como una danza cuidadosamente coreografiada. Podía ver
sus ojos que volteaban a verme, imaginar sus manos sobre mi rostro,
sentir el vaho de su aliento sobre el aire invernal.
El primer amor: no hay nada que se le
asemeje. Ahora, tantos años después, puedo recordar la primera vez
que levanté la mirada para ver el rostro de Josef, ese destello de
reconocimiento que resulta imposible de describir.
Fue en esas primeras miradas, en esos
primeros intercambios, que percibí no la incertidumbre del amor
entre los dos, sino más bien la apremiante inevitabilidad del
mismo.
De modo que por las noches yo permitía que
esos sentimientos recorrieran mi cuerpo. Cerraba los ojos y pintaba
el lienzo de mi mente con pinceladas rojas y naranjas. Me imaginaba
viajando hacia él, mi piel contra la suya, como una cálida cobija
que lo envolvía en un sueño.
Věruška, Elsa y yo pasamos gran parte del
otoño de nuestro segundo año de estudios batallando con nuestras
clases. Se nos estaba exigiendo mucho más que durante el primer
año. La clase de dibujo en vivo, que en alguna ocasión se les había
prohibido a las alumnas mujeres, ahora formaba parte de nuestro
plan de estudios. Todavía no nos habían presentado a ningún modelo
varón y sólo habían aparecido mujeres en la pequeña cama cubierta
de nuestro salón, pero aún batallábamos por capturar cada
extremidad, cada curva y cada ángulo con precisión.
A la hora del almuerzo, nos sentábamos en el
patio de la Academia y comíamos nuestros emparedados de casa
mientras disfrutábamos del sol y del aire fresco. En ocasiones,
Elsa llevaba pequeñas muestras de cremas y perfumes de la botica de
su padre. Todo venía en pequeñísimas ampollas de vidrio con
elegantes etiquetas.
—Prueba este —me dijo Elsa—. Es aceite de
rosas. Es mi favorito —agregó, mientras empujaba mi cabello detrás
de mi oreja para colocar un poco sobre mi cuello.
—Ah, es una fragancia de lo más agradable
—concordó Věruška—. ¿Cómo es que tú nunca nos cuentas de tus
enamoramientos, Lenka? —Me dio un empujoncito—. Elsa y yo hablamos
sin cesar, ¡y tú jamás mencionas a nadie!
—¿Y si te dijera que temo tu
desaprobación?
—¡Jamás! —Soltó un chillido—. ¡Cuenta!
Me reí.
—No estoy segura de que puedas guardar un
secreto, Věruška —le dije en tono de burla.
Emitió una risita y estiró la mano para
tomar el frasquito de aceite de rosas de la mano de Elsa.
—No me lo tienes que decir —afirmó mientras
frotaba un poco del aceite a ambos lados de su propio cuello—. Ya
sé quién es.
—¡¿Quién?! —exclamó Elsa con gran emoción—.
¡¿Quién es?!
—Freddy Kline, ¡por supuesto! —cantó Věruška
entre risas.
Freddy Kline era un compañero de clases
extremadamente bajo. Era dulce y agradable, pero yo sospechaba que
no tenía interés alguno por las chicas.
Reí.
—¡Věruška! ¡Has descubierto mi
secreto!
Esas tardes de risa pronto desaparecieron.
El negocio de mi padre empezó a verse afectado poco después de que
inicié el segundo año en la Academia. Para el invierno de 1938, sus
clientes habían dejado de hacer pedidos nuevos. Sólo uno de ellos
fue lo bastante franco como para decirle que se sentía nervioso de
que se le asociara con un judío. Lucie era la única no judía que
conocíamos que siguió siendo leal a nosotros. Seguía visitándonos
con la bebé, un querubín regordete que ahora hablaba y hacía
ruiditos, y traía consigo una muy necesitada vitalidad a nuestro
hogar abrumado por las preocupaciones.
El contraste entre la bebé de Lucie sobre el
regazo de mi madre revelaba cómo había empezado a avejentarse. La
presión del fracaso del negocio de papá y el no mencionado temor al
creciente antisemitismo habían empezado a causar estragos sobre su
rostro. Como si se viera retocado por el punzón de un
aguafuertista, el rostro de mi madre ahora mostraba un reguero de
finísimas arrugas que la hacían parecer más triste y, posiblemente,
más frágil que antes.
Tengo grabada en mi mente la imagen de mi
madre con la bebé de Lucie, Eliška, sentada sobre su regazo, como
una postal de alguna muy lejana celebración. Tengo la sensación de
que alguna vez estuve de visita en el recibidor del departamento
del Smetanovo nábřeži, sentada sobre la
silla tapizada de rojo y con una taza de té entre ambas manos. Heme
aquí, la hija que observa a su madre envejecer frente a sus ojos.
Veo a la bebé de mi nana, su vida por delante, en oscuro contraste
con la vida de mi madre. Jamás me atreví a plasmar esa imagen,
aunque pienso en ella con frecuencia. Como un poema que se recita,
pero que jamás se escribe, es más poderoso porque únicamente se
retiene en el recuerdo.
Durante ese segundo año en la Academia,
seguí dedicándome de lleno a mis estudios. Mientras Věruška llevaba
su cuaderno de dibujo todas las tardes al Café Artistes, yo
regresaba a pie al departamento de la familia para hacer mis
trabajos de casa y para estar al pendiente de mis padres.
Sabía que bastaba con la presencia de Marta,
pero me preocupaba por ellos cada vez más. Mi vida aún no había
cambiado. Seguía acudiendo a la escuela y socializaba de vez en vez
cuando lo deseaba; pero la carga financiera de mantener a su
familia bajo las condiciones en deterioro le estaba pesando a papá.
Como lluvia que corre por una canaleta, sus inquietudes nos
salpicaban a todos.
Ya habían despedido a la sirvienta y las
visitas de mi madre a su costurera, Gizela, se habían interrumpido.
Además, mamá había empezado a cocinar para la familia. Papá trataba
de liquidar la totalidad de su inventario en un esfuerzo por
recortar gastos y generar ingresos. Había rumores acerca de
posiblemente emigrar a Palestina, pero ¿cómo podían volver a
empezar en un país en el que no tenían familia y cuyo idioma y
cultura les eran totalmente desconocidos?
Cada noche me recostaba sobre la cama y
cerraba los ojos, con mis oídos captando pequeños trozos de sus
acaloradas discusiones. Odio admitirlo ahora, pero en ese momento
era una joven totalmente egocéntrica. No quería creer que mi
familia estuviese sufriendo y que nuestra vida empezara a
desmoronarse. Sólo quería distraerme. De modo que me encerraba en
mi habitación y trataba de pensar en algo que me hiciera feliz.
Pensaba en Josef.
Durante ese mes de junio, las tensiones
empezaron a elevarse en toda Europa y mis padres recibieron con
agrado la noticia de que la familia de Věruška me había invitado a
pasar dos semanas en su casa de verano en Karlovy Vary. Me sentí
encantada al enterarme de que Josef nos acompañaría en el
tren.
Aunque mis padres se sintieron felices de
que hubiera encontrado esa distracción, a Marta no le agradó
tanto.
—Marta —suspiré—, estarías de lo más
aburrida. Lo más seguro es que nos dediquemos a llevar nuestros
cuadernos al río y que nos la pasemos dibujando todo el día.
—Lo que pasa es que Josef va a estar allí.
—Me mostró su lengua—. Esa es la razón por la que quieres ir, lo
sé.
Cerré mi maleta de cuero de un golpe y
caminé junto a ella, jalándole una de sus trenzas como juego.
—Sólo son dos semanas —le aseguré—. Cuida
mucho a mamá y a papá, y no comas demasiados chocolates. —Inflé mis
mejillas como si fuera un bebé regordete y le guiñé un ojo.
Recuerdo cómo su pálida piel enrojeció de rabia al verme.
En la estación, Věruška y su hermano me
esperaban juntos. Josef traía puesto un traje color amarillo
pálido; el vestido veraniego de Věruška era color rojo amapola.
Cuando me vio, corrió a saludarme y enredó su brazo con el
mío.
Josef se quedó mirándonos. Sus ojos estaban
fijos sobre mí. Cuando levanté la mirada hacia él, volvió sus ojos
a mi maleta. Sin preguntármelo, la tomó de mis manos y la llevó
hasta el maletero, que llevaba un diablito lleno con sus
cosas.
El viaje a Karlovy Vary tomaría tres horas
en tren. Los padres de Věruška tenían una casa en el campo a sólo
una corta distancia del afamado balneario donde se tomaban las
aguas curativas.
Era la primera vez que yo visitaba el
lugar.
—Toma una cura por nosotros —había dicho
papá dulcemente—. Regresarás todavía más bella.
Mamá había levantado la vista del bordado en
el que estaba trabajando cuando papá dijo esto, y tuve la clara
sensación de que estaba tratando de memorizar cómo me veía, como si
su joven hija se estuviera transformando en una mujer ante sus
propios ojos.
Había llevado conmigo un pequeño cuaderno de
dibujo, un estuche de carboncillos de vid y algunos pasteles para
que pudiera hacer bosquejos de la campiña durante mi estancia de
dos semanas en la casa de campo.
Después de comer algunos emparedados de
pescado ahumado y algo de té en el café de la estación, los tres
regresamos al compartimento de primera donde ya nos esperaba el
maletero con nuestras cosas.
Josef se quitó el saco y lo dobló
cuidadosamente sobre nuestras maletas en el portaequipaje más
alto.
Hacía un calor abrumador, aun para el mes de
junio, y envidié la manera casual en que Josef se había
desembarazado de su saco. Había poco que yo pudiera hacer respecto
al calor y sentí envidia de no poder despojarme de al menos una
capa de ropa. Cierto era que mi vestido no era demasiado grueso,
pero con el fondo y las medias, y lo encerrado del compartimento,
temí que empezara a transpirar. La idea de que aparecieran manchas
que se extendieran por debajo de mis brazos me horrorizaba. Mi
deseo era quedarme sentada allí, con mi vestido, como una madona
medieval, no como una niña desaliñada de la calle con manchas de
sudor en las axilas. Mi plan para atraer a Josef se estaba viniendo
abajo.
Todavía faltaban otros veinte minutos antes
de que el tren iniciara nuestro largo viaje y mi esperanza era que
Josef abriera la ventana. En lugar de ello, se quedó sentado frente
a Věruška y a mí, con las piernas cruzadas y pasándose los dedos
distraídamente por el cabello.
—¡Josef! —dijo molesta Věruška— ¡¿Podrías
hacer el favor de bajar la ventana?! —Josef se levantó y logró
jalarla hacia abajo. El ruido de la estación inundó el
compartimento: familias haciendo malabares con sus maletas,
despedidas apresuradas y maleteros que gritaban que el tren se
marcharía en quince minutos. Cerré los ojos y deseé que ya
estuviésemos en nuestro destino, pero la brisa que ingresó por la
ventana del tren me refrescó e intuí que Josef en realidad no se
había olvidado de su acalorada compañera de viaje, ya que siguió
levantando la vista de su libro para echar tímidas miradas en mi
dirección.
Salimos de la estación a tiempo y Věruška
platicó durante casi la totalidad de la travesía. Josef había
sacado un libro de su maleta y envidié su capacidad para abstraerse
de su hermana. Si el tren no se hubiese movido tanto, quizás
hubiera sacado mi cuaderno de dibujo para bosquejar a los hermanos,
pero sabía que mis manos no estarían firmes al sentir las ruedas
del tren debajo de nosotros.
Al llegar a Karlovy Vary, tomamos un
carruaje jalado por caballos y pasamos el pueblo con sus fachadas
de varios colores y tejados en pico. Josef le habló al carretero
para darle instrucciones y, cuando me pescó observándolo, me
devolvió la mirada con una ligera sonrisa. En realidad, no habíamos
hablado durante el viaje en tren. Yo había atendido la charla de
Věruška de manera cordial y diligente, y Josef había logrado leer
su libro hasta su conclusión.
Al llegar a la casa de los Kohn, oculta
entre las montañas, supe casi de inmediato que tendría una gran
oportunidad de dibujar. Los paisajes eran exuberantes y
majestuosos, con grandes tramos de espesura verde que me recordaban
las ilustraciones de hadas y reinos boscosos de mis libros
infantiles. El aroma de las flores silvestres, largos racimos de
lupino y ásteres adornaban el panorama. La casa en sí era antigua y
bella, con una amplia veranda y una torreta bohemia que parecía que
podía atravesar el firmamento.
Nos recibió calurosamente una anciana
llamada Pavla, que después supe había sido la nana de Věruška y
Josef cuando eran pequeños. Josef se inclinó para besarla en ambas
mejillas, sus enormes manos rodearon casi por completo su pequeña
cabeza.
—Sus padres llegaron anoche y decidieron
quedarse en el balneario hasta la tarde de hoy —les informó Pavla—.
Les hice sus galletas favoritas con jalea en el centro. ¿Les
gustarían algunas ahora con algo de té? —Tuve que aguantarme la
risa, ya que les hablaba como si todavía tuvieran tres años.
Josef hizo un ademán de negativa con la
cabeza, pero Věruška, que siempre tenía hambre, accedió ansiosa a
la invitación.
—¡Sí, por favor, Pavla! ¡Eso sería
maravilloso! —Volteó hacia mí—. Después de un par de semanas de la
cocina de Pavla, necesitarás una cura en el balneario. Todos
estaremos gordos como gansos rellenos cuando regresemos a
Praga.
—Sólo permíteme que me refresque y estaré
contigo en un momento —prometí. No podía esperar a desempacar y a
cambiarme de ropa.
—Déjame que lleve tu maleta, Lenka —ofreció
Josef. Su mano ya rodeaba la manija.
Quise detenerlo, pero ya estaba caminando
hacia las escaleras.
—Es por aquí —dijo.
Caminé tras él y subimos por las escaleras;
su sombra y la mía, dos siluetas moviéndose contra las paredes
blancas. Al llegar al cuarto de huéspedes, colocó mi maleta sobre
el piso y caminó hacia la ventana que miraba hacia las montañas.
Debajo de la misma, había un jardín lleno de rosas y un área grande
de descanso con una vieja mesa de madera y unas sillas de hierro
forjado pintadas de blanco.
—Listo —dijo mientras abría las puertas de
vidrio—. Ahora puedes respirar todo el aire fresco que necesites. Y
esperemos que no haya ningún ave moribunda en el jardín; me
apenaría horriblemente que no la pudiese traer de vuelta a la vida
para ti.
Reí.
—¡Espero que tus habilidades médicas no se
necesiten para ninguna ave ni para Věruška o para mí!
—Entonces, te dejo descansar antes de la
cena. Debes de estar agotada por el viaje.
Lo miré y asentí con la cabeza.
—Un poco de descanso me caería de
maravilla.
Mientras lo acompañaba a la puerta, podía
sentir el rubor que se apoderaba de mi rostro. No fue sino hasta
que hubo abandonado la habitación y que cerró la puerta
completamente tras de sí que pude relajarme. Sólo entonces,
mientras se disipaba el sonrojo de mi piel, fue que pude quitarme
las sandalias, estirar mis piernas sobre la cama y cerrar los ojos.
Mi cabeza se llenó con pensamientos de Josef mientras la brisa
acariciaba mi piel.
Esa tarde, me quedé sin aliento al recorrer
la casa. Las arañas de cristal relucían en el sol. Había grandes
muebles tallados estilo bohemio y una bellísima vajilla de
porcelana ya colocada sobre la mesa del comedor, acompañada de
altas copas de vidrio soplado color azul cobalto. Al centro de la
mesa, Pavla había puesto un arreglo de margaritas en un florero
pañuelo.
Para esa noche, el mismo florero pañuelo
estaba atestado de rosas. El comedor, que horas antes había estado
inundado de la luz del sol, ahora estaba a oscuras excepto por la
trémula luz de las velas. Había copas de cristal cortado llenas de
vino tinto. Platos de porcelana blanca se alineaban a lo largo de
la mesa y una alta jarra de plata arrojaba su sinuoso
reflejo.
Se me había olvidado lo diferentes que eran
los padres de Věruška y Josef a los míos. Después de intercambiar
los cumplidos de rigor conmigo, el doctor Kohn interrogó a Josef
acerca de sus estudios durante el resto de la cena.
—¿Qué libros trajiste contigo, Josef?
Josef, que cortaba un trozo de carne, se
detuvo brevemente.
—El amante de Lady
Chatterley, padre.
—Vamos, Josef.
—Es cierto, padre. Las descripciones
anatómicas están sirviéndome enormemente para mis estudios, entre
otras cosas.
Josef miró por encima de su copa en mi
dirección. Sonreía y la parte superior de su labio lucía oscura a
causa del vino. Parecía un pequeño diablillo; un niño travieso que
esperaba hacerme sonreír.
Entre risas, Věruška y yo casi nos
atragantamos con nuestro propio vino, pero al doctor Kohn no
parecieron causarle ninguna gracia las travesuras de su hijo.
Mientras las pequeñas anécdotas de Věruška despertaban sus
sonrisas, el patriarca de la familia poco toleraba la frivolidad de
su hijo.
—Tus estudios son importantes, Josef.
La cara de Josef enrojeció.
—Por supuesto que lo son.
—Ser médico no se reduce a una profesión: es
todo un honor.
—Me doy cuenta de ello.
—¿Realmente es así? —El doctor Kohn se llevó
una servilleta a los labios—. A menudo me pregunto si de veras lo
sabes. He perdido la cuenta del número exacto de criaturas que he
traído a este mundo —siguió el doctor Kohn—, pero nada era más
importante para sus padres y considero que es una bendición de Dios
que los haya podido ayudar.
—Sí, padre.
—La práctica de la Medicina no es algo que
se tome a la ligera.
Mientras el doctor Kohn le hablaba en ese
tono a Josef, traté de imaginar el ave herida entre sus manos.
Deseé que pudiera ser así de gentil con Josef, que se permitiera
sonreír en su compañía y que no lo cuestionara de manera tan
inmisericorde. Este hombre, que había sabido exactamente qué hacer
con un ave frágil y herida, carecía de los mismos instintos con su
hijo.
Podía ver a Josef soportando la enorme carga
de la furiosa mirada de su padre; su quijada estaba apretada y su
rostro se encontraba ensombrecido.
Cuando volteé a ver a Věruška fue la primera
vez en que la vi parecerse a su madre. Eran como dos muñecas de
porcelana: sus cabezas sumidas entre los hombros, sus ojos fijos en
sus platos.
En el reflejo de la jarra de plata pude ver
mi propio rostro. Una sonrisa forzada que ocultaba mi
desagrado.