1
Nueva York
2000
SE esmeró en vestirse para la
ocasión; el traje planchado y los zapatos boleados. Al rasurarse,
inclinó cada mejilla cuidadosamente hacia el espejo para asegurarse
de no pasar por alto ningún punto de su rostro. Ya antes, por la
tarde, se había comprado un gel con aroma a limón para acomodarse
los pocos rizos que le quedaban.
Tenía un solo nieto varón, un único nieto,
de hecho, y llevaba meses en espera de la boda. Y aunque sólo había
visto a la novia unas cuantas veces, le había agradado desde un
principio. Era inteligente y encantadora, con una risa espontánea y
cierta elegancia de antaño. No se había percatado de lo raro que
eso era hasta que se encontró sentado mirándola fijamente, mientras
su nieto la tomaba de la mano.
Incluso ahora, al entrar al restaurante para
la cena posterior al ensayo de la boda, sentía, al ver a la joven
mujer, que había viajado a otra época. Miró atentamente mientras
algunos de los demás invitados inconscientemente se llevaban una
mano a la garganta al ver el cuello de la chica, que surgía del
vestido de terciopelo bello y largo, como si acabara de salir de
algún cuadro de Klimt. Tenía el cabello recogido en un chongo
casual y había dos pequeñas mariposas con piedras preciosas, con
antenas brillantes, justo arriba de su oreja izquierda, que parecía
acababan de posarse sobre su roja cabellera.
Su nieto había heredado sus rizos oscuros y
rebeldes. A diferencia de su futura esposa, se removía
nerviosamente mientras que ella parecía flotar por la habitación.
El joven daba la impresión de que estaría más a gusto con un libro
entre las manos que con la larga copa de champán que sostenía. Pero
había entre ambos una corriente de tranquilidad, un equilibrio que
los hacía parecer perfectamente adecuados para cada cual. Los dos
eran estadounidenses de segunda generación, inteligentes y muy
educados. Sus voces carecían del más leve rastro de los acentos que
habían adornado el inglés de sus abuelos. La noticia de la boda,
que habría de aparecer en la edición dominical de The New York Times, indicaría:
Anoche, Eleanor Tanz celebró sus nupcias con
Jason Baum en el Rainbow Room de Manhattan. El rabino Stephen
Schwartz ofició la ceremonia. La novia, de veintiséis años, es
graduada de la Universidad Amherst y actualmente trabaja en el
departamento de artes decorativas de la casa de subastas
Christie’s. El padre de la novia, el doctor Jeremy Tanz, trabaja
como oncólogo en el hospital Memorial Sloan-Kettering de Manhattan.
Su madre, Elisa Ranz, es terapeuta ocupacional y labora en el
sistema de Educación Pública de la ciudad de Nueva York. El novio,
de veintiocho años, graduado de la Universidad de Brown y de la
Facultad de Derecho de Yale, es asociado en el bufete de abogados
de Cahill, Gordon & Reindel LLP de la ciudad de Nueva York.
Hasta hace poco, su padre, Benjamin Baum, trabajó como abogado para
Cravath, Swaine & Moore LLP de esta misma ciudad. La madre del
novio, Rebekkah Baum, es maestra retirada. La pareja se conoció
gracias a las presentaciones de amigos mutuos.
En la mesa principal, presentaron uno al
otro por primera vez a los dos abuelos sobrevivientes de cada una
de las familias de la nueva unión. De nuevo, el abuelo del novio se
sintió transportado por la imagen de la mujer que estaba frente a
él. Era mucho mayor que su nieta, pero tenía un aire conocido. Él
lo percibió de inmediato, desde el momento en que contempló sus
ojos por primera vez.
—La conozco de algún lugar —logró decir,
aunque sintió que ahora le estaba hablando a un fantasma, no a una
mujer a la que acababa de conocer. Su cuerpo estaba respondiendo a
ella de una forma visceral que no se podía explicar. Se arrepintió
de haber bebido esa segunda copa de champán. Su estómago estaba
dando tumbos en su interior y casi no podía respirar.
—Debe de estar equivocado —respondió ella
con cortesía. No quería parecer maleducada, pero también ella había
ansiado estar presente en la boda de su nieta desde hacía meses y
no quería que la distrajeran de las celebraciones de esa noche. Al
ver a la muchacha abrirse paso entre la concurrencia, besando
mejillas y tomando los sobres que los invitados les entregaban a
ella y a Jason, casi tenía que pellizcarse para asegurarse de que
de veras había vivido hasta este momento para poder contemplar todo
esto.
Pero el viejo junto a ella no quería darse
por vencido.
—Estoy convencido de que la conozco de algún
lugar —volvió a repetir.
Volteó hacia él y ahora le mostró su rostro
más directamente. La piel con los incontables trazos de arrugas, su
cabello de plata, sus ojos del azul del hielo.
Pero fue la sombra del azul oscuro que se
transparentaba a través de la efímera tela que cubría sus brazos lo
que hizo que el viejo se estremeciera hasta los huesos.
—Su manga... —El dedo del anciano tembló al
tocar la seda de su manga.
El rostro de la mujer se alteró cuando
sintió que le tocaba la muñeca, visiblemente incomodada.
—Su manga...; ¿Me permite? —Sabía que se
estaba comportando de manera inaceptable.
Ella lo miró de frente.
—¿Me permite ver su brazo? —volvió a decir—.
Por favor... —Su voz sonaba casi desesperada.
Ahora, ella lo miraba fijamente; sus ojos,
clavados en los del viejo. Como si se encontrara en un trance, se
levantó la manga. Allí, en su antebrazo, junto a un pequeño lunar,
había seis números tatuados.
—¿Ahora me recuerdas? —preguntó él,
tembloroso.
Ella lo volvió a mirar como si le otorgara
peso y solidez a un fantasma.
—Lenka, soy yo —dijo él—. Soy Josef, tu
marido.