21
Lenka
La semana anterior a que partieran Josef y
su familia fue agonizante para mí. Quería ser una esposa buena y
amorosa, pero me era difícil estar cerca de él cuando sabía que
partiría en unos cuantos días.
Josef insistía en que tampoco acompañaría a
su familia y esto generó una terrible disputa entre él y sus
padres. Habían gastado todo lo que tenían para conseguir los
pasajes, pasaportes y documentos que permitirían que ellos
y yo abandonáramos Checoslovaquia, y
sencillamente no se irían sin su hijo.
Sus padres estaban furiosos con mi decisión.
Habían hecho hasta lo imposible para incluirme en sus planes y,
ahora, el doctor Kohn y su esposa pensaban que su amado hijo se
había casado con una ilusa.
Věruška, sin embargo, comprendió mi
decisión.
—Te lo debieron haber dicho antes de la boda
—dijo, mientras negaba con la cabeza—. Te debieron haber dicho la
verdad.
Sonreí y tomé su mano, apretando sus
delgados dedos entre los míos.
—Todo ha sido tan apresurado... Quiero estar
furiosa con mi padre y con Josef, pero no parece haber tiempo ni
para eso... ¿Te parece tonto?
—Yo también quiero que nos acompañes —dijo
con una débil sonrisa.
—Lo sé —le respondí—. Es que simplemente no
puedo dejar atrás a mi familia..., simplemente no puedo
hacerlo.
—Lo comprendo —me dijo, aunque podía
escuchar la tristeza y la pena en su voz.
Ajustó la mascada roja que tenía alrededor
del cuello. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.
—Parte de mí cree que todos deberíamos
esperar hasta que nos podamos marchar juntos —agregó—.
Honestamente, ¿a qué ha llegado este mundo? Todo está volteado de
cabeza.
Traté de tranquilizarla, aunque era yo la
que quería llorar. Tomé sus pequeños dedos y los sostuve.
—Pronto iremos de compras en Nueva York.
Usarás un nuevo vestido rojo y zapatos con listones de seda;
beberemos chocolate caliente por las tardes e iremos a bailar por
las noches.
—¿Lo prometes?
—¡Por supuesto! —dije. Mi voz estaba a punto
de quebrarse. Pensé que no tendría la fuerza suficiente para seguir
manteniendo esta farsa de valentía para ella, para Josef, para mis
padres. Mis propias emociones seguían atrapadas tras compuertas que
temía que se colapsarían en cualquier momento. No quería pensar
acerca de la traición de Josef, de la complicidad de mi padre al no
decirme lo que sucedía. Seguí firme en cuanto a mi decisión de
permanecer en Praga. Era lo que mi conciencia me decía que debía
hacer, pero, por dentro, sentía que la totalidad de mi mundo se
estaba desmoronando.
Abracé a Věruška varios segundos. Al abrir
los ojos, vi a Josef de pie en el quicio de la puerta.
Equivocadamente, esperaba que su hermana lograra convencerme para
que me les uniera. Lo observé mirándonos fijamente para después
negar con la cabeza e irse a otra habitación.
—Nos veremos pronto.
—Sí —respondí—, muy pronto.
Se levantó de su silla y me besó en ambas
mejillas.
—Siempre quise una hermana, y ahora que la
tengo, la estoy dejando atrás —hizo un gesto de desaprobación con
la cabeza y se limpió las lágrimas de los ojos.
—Allí estaré —le susurré a través de mis
lágrimas—, sólo que no ahora.
![](/epubstore/R/A-Richman/Los-Amantes-De-Praga/OEBPS/Images/i1.jpeg)
Al final, fui yo la que convenció a Josef de
que se fuera sin mí.
—Tú serás el contingente de avanzada —le
dije, como si fuera un general dando órdenes—. Irás y harás un
hogar para los dos. Tomarás clases de inglés para que puedas
empezar a estudiar Medicina allá. Irás con el Gobierno de Estados
Unidos para apoyar la solicitud de asilo de mi familia y después
podremos estar todos juntos. Simplemente no hay otra manera de
hacerlo.
Lo dije como si hubiera estado inscrito en
piedra; de manera clara, contundente. De modo que, a la larga,
creyó que estaba haciendo lo correcto para todos nosotros hasta que
mi familia y yo pudiéramos alcanzarlo allá.
Pero dos días antes de que partieran, Josef
llegó a casa ondeando una carta en el aire.
—¡Tengo excelentes noticias! —me dijo,
besándome en los labios—. Pasaremos el verano en Inglaterra. Papá
acaba de escuchar que hay un médico checo que tiene una clínica en
Suffolk y que necesita obstetras. Logró cambiar nuestros pasajes
con la compañía naviera de modo que en septiembre partiremos de
Liverpool, primero a Canadá y de allí a Nueva York. Eso nos dará
más tiempo para arreglar los pasajes para tu familia.
—¡Eso es maravilloso! —exclamé y dejé que me
envolviera en sus brazos.
—Le diré a mi padre que me quedaré aquí,
contigo, hasta el fin del verano y que me les uniré en Londres
antes de que parta el barco.
Lo miré con absoluta dulzura.
—Josef, vete con tu familia ahora y no les
ocasiones más angustias. Las cosas ya se han complicado demasiado.
Con suerte, podremos conseguir las visas para mi familia durante el
verano y podremos reunirnos todos en Inglaterra para abordar el
barco juntos.
Lo volví a besar; la carta revoloteaba
contra mi espalda.
Pronto, llegó el día de su partida hacia
Inglaterra. Josef y yo seguíamos en el departamento de Miloš. Nos
despertamos temprano e hicimos el amor una última vez.
Recuerdo que lloró entre mis brazos antes de
vestirse; su cara estaba apretada contra mi pecho mientras mis
dedos acariciaban sus rizos negros.
—No hay por qué llorar —mentí—. Nos veremos
pronto.
Mi voz era neutra; mis palabras ensayadas.
Las había repasado en mi cabeza acostada bajo él, con mis ojos
fijos en el techo. No había dormido en toda la noche. Josef había
conciliado el sueño con la cabeza sobre mi pecho, su mejilla cálida
contra mi piel, sus dedos entrelazados en los míos. Acostado así,
parecía un niño dormido, una imagen que colmaba mi corazón al mismo
tiempo que lo hería. Mientras yo observaba el reloj, contando las
horas que todavía nos quedaban, me había maravillado su capacidad
para perderse así.
Jamás le hubiera dicho lo que pensaba en mi
interior: que estaba cansada de tener que fingir mi estoicismo.
Nunca dudé de la decisión que tomé porque realmente creí que Josef
y yo nos reuniríamos al paso del tiempo, pero secretamente me
sentía desconsolada por verme obligada a elegir entre el hombre al
que amaba y mi familia. Me parecía terriblemente injusto y, de
nuevo, temí que si me permitía llorar jamás podría detenerme.
![](/epubstore/R/A-Richman/Los-Amantes-De-Praga/OEBPS/Images/i2.jpeg)
Josef empacó poco para el viaje a fin de
poder ayudar a sus padres con sus baúles y maletas. Casi no
contábamos con pertenencias de nuestro matrimonio. Incluso nuestro
retrato de bodas, que mi madre había tomado con una cámara
familiar, estaba sin enmarcar.
Yo lo había guardado con gran cuidado en un
trozo de papel grueso. Sobre él, había escrito nuestros nombres y
la fecha de nuestra boda.
—Llévatelo tú —le dije, mordiéndome un
labio. Trataba de controlar mi llanto—. Colócalo junto a tu cama en
Inglaterra, y cuando finalmente lleguemos a Nueva York, lo
mandaremos enmarcar.
Lo tomó de mi mano y lo colocó no en su
maleta, sino en el bolsillo interno de su saco.
Desayunamos en un silencio reverente,
mirándonos por encima de las humeantes tazas de café.
Al vestirnos, nos miramos de reojo una y
otra vez, como si estuviésemos tratando de almacenar las imágenes
para los meses de separación que vendrían. Todo el tiempo sentí que
contenía la respiración; sentí que estaba a un segundo de irrumpir
en sollozos. De nuevo, me dije que nuestra separación era temporal,
que nos veríamos pronto.
En la puerta, antes de partir a la estación,
me paré junto a él, con mi mejilla apretada contra su solapa.
Al alejarme en un intento por controlarme,
noté un cabello suelto —una sola hebra color café— que colgaba de
su saco. Estiré mis dedos para retirarlo, pero Josef me tomó por la
muñeca.
—No, Lenka, no lo hagas.
—¿No hacer qué?
—Déjalo allí.
Todavía puedo ver sus ojos vidriosos, su
mirada fija, su mano sosteniendo mi muñeca.
—Deja que me lleve ese poco de ti conmigo
—dijo.
Ese pequeño cabello suelto. Colocó una mano
ahuecada sobre él, como si fuera un escudo.
![](/epubstore/R/A-Richman/Los-Amantes-De-Praga/OEBPS/Images/i1.jpeg)
En la estación, nos reunimos con su familia
en el andén de salida. Estaban envueltos en pesados abrigos, había
una pila de maletas en el carrito. Věruška se veía seria.
Fui hacia ellos y los saludé, tomando sus
manos entre las mías para calentarlas. Miré sus rostros y traté de
plasmarlos en mi memoria. Me acerqué a cada uno de ellos y les besé
ambas mejillas.
—Adiós, Lenka —me dijo cada uno—. Te veremos
pronto.
Asentí con la cabeza y traté de contener mi
llanto. Los padres de Josef permanecieron estoicos, pero Věruška
casi no podía mirarme a través de las lágrimas que empapaban su
cara.
Cuando el tren arribó al andén, sus padres y
su hermana abordaron primero para que Josef y yo tuviéramos
privacidad en nuestros últimos momentos juntos.
Ya no hablamos de mi decisión de quedarme
atrás; para ese momento, ya había comprendido mis razones.
Y quizás esa fue la belleza de nuestra
despedida. La comprensión tácita entre los dos.
Se detuvo ante mí y se acercó para besarme.
Coloqué mi boca sobre la suya y sentí su respiración dentro de mí.
Colocó sus manos en mi cabello y lo acarició.
—Lenka...
Me alejé y levanté la mirada. Estaba
luchando por no llorar.
—Sólo apresúrate a mandar por
nosotros.
Asintió con la cabeza. Caminé un paso hacia
atrás para mirarlo una última vez. Después, justo al momento en que
empezó a sonar el silbato del tren, Josef colocó su mano en el
bolsillo de su saco y sacó un pequeño paquete.
—Esto perteneció a mi madre —dijo, colocando
lo que se sentía como una caja miniatura envuelta en papel dentro
de mi mano.
—Quiso que te lo diera. Ábrelo cuando
llegues a casa.
Colocó su dedo bajo mi barbilla y levantó mi
boca hasta la suya una última vez.
—Te amo —susurró. Y entonces lo dejé ir y me
quedé de pie sobre la plataforma mientras el tren abandonaba la
estación.
![](/epubstore/R/A-Richman/Los-Amantes-De-Praga/OEBPS/Images/i1.jpeg)
La caja contenía un pequeño relicario,
tallado en cornalina rosa, con la cara en altorrelieve
blanco.
Podía escuchar su voz diciéndome que esa
cara se parecía a la mía. Los ojos grandes y estrechos; el
voluptuoso cabello ondulado.
Supe que era un regalo de reconciliación de
su madre; un agradecimiento por convencer a Josef de que no se
quedara conmigo.
![](/epubstore/R/A-Richman/Los-Amantes-De-Praga/OEBPS/Images/i1.jpeg)
Me sabía su itinerario de viaje de memoria.
Primero, el tren que atravesaría Alemania y Holanda y, después, el
trasbordador desde Francia hasta Inglaterra. Allí, mi amado Josef
me escribiría a diario y empezaría la cuenta atrás hasta que
estuviésemos juntos de nuevo.
Pareció que desde el momento de la partida
de Josef las cosas empeoraron aún más.
El 14 de marzo, sólo dos semanas después de
nuestra boda, cuando mi marido ya se encontraba en Inglaterra,
Hitler le dio un ultimátum al Gobierno checo para su rendición. Más
tarde, ese mismo día, el Ejército alemán ingresó por la frontera
checa con sus tanques. Para la mañana siguiente, los alemanes
habían entrado a Praga. Eslovaquia se declaró independiente, adoptó
el nombre de República Eslovaca, y lo que quedaba del país se anexó
al Reich y se renombró Protectorado de Bohemia y Moravia.
Me paré frente a las grandes ventanas de
nuestro departamento para mirar los contingentes de autos y tanques
que rodaban por las calles. Cada una estaba atestada de
espectadores. Hubo algunos vítores, pero, en términos generales,
los demás checos miraron tristemente mientras la ciudad era
invadida.
Unos días después, Hachá, el presidente
recién impuesto, abolió el Parlamento y todos los partidos
políticos y condenó estridentemente la «influencia judía» en
Checoslovaquia. Mientras los alemanes marchaban al interior de
Praga ante los vivas de los checos germanohablantes, cerró las
fronteras e instauró las Leyes de Núremberg.
Pronto, se designó a Konstantin von Neurath
como Reichsprotektor de Bohemia y
Moravia. Ya empezábamos a ver cómo nuestra libertad se evaporaba
frente a nosotros.
Instituyó leyes alemanas para controlar a la
prensa, para aplastar las protestas estudiantiles y para abolir a
todos los partidos políticos o sindicatos de oposición.
Esa primavera, seguí recibiendo cartas de
Josef. Me contó de la cálida y generosa familia con la que se
estaban quedando en Suffolk y de los grandes robles que empezaban a
hincharse de verde. Escribió que su padre ya había asistido nueve
partos desde su llegada y que los ingleses se estaban preparando
para una Segunda Guerra Mundial. Escribió que estaba preocupado por
mí y que todas las noches tenía el mismo sueño.
En ese sueño, los dos nos encontramos cerca
de la madriguera de un zorro en medio del bosque. En el folclore
checo, las guaridas de los zorros son un sitio mágico donde los
niños colocan trozos de papel en los que escriben sus deseos. En su
sueño, ambos introducimos nuestros papeles dentro de la guarida del
zorro, y al retirar las manos estamos sosteniendo a un pequeño
bebé.
Reí cuando leí esto último porque siempre,
al acostarme, recuerdo nuestra noche de bodas, su largo cuerpo
presionado contra el mío.
![](/epubstore/R/A-Richman/Los-Amantes-De-Praga/OEBPS/Images/i1.jpeg)
Para principios de abril, sospeché que
estaba embarazada, pero esperé a decírselo a mi madre y hermana
hasta inicios de mayo. Para ese momento, mis senos estaban tan
sensibles y abultados que había empezado a desabrochar los botones
de mi camisón por las noches cuando ya todos estaban dormidos. Casi
no desayunaba y pasaba la mayoría de las tardes sólo deseando
dormir.
Imagino que mi madre también sabía que
estaba embarazada. Me miraba como si sospechara algo, pero no dijo
casi nada durante esos primeros meses de la ocupación alemana.
Finalmente, cuando empecé a preguntarme si debía consultar con un
médico y después de saltarme una segunda menstruación, exploté en
llanto mientras ayudaba a preparar el té de la tarde.
—Mamá —chillé entre sus delgados brazos—,
estoy embarazada.
Empecé a llorar mientras apretaba sus brazos
a mi alrededor. No le dije que temía que jamás volvería a ver a
Josef o que me sentía poco capaz de traer a una criatura al mundo
ahora que la guerra se convertía en una certeza más probable día
con día.
—Sé que tienes miedo, mi amor, pero estarás
bien, Lenka. Incluso si tienes que criar al bebé sin Josef por un
rato, nos tendrás a nosotros. Nunca estarás sola.
Mi corazón se llenó de amor por ella. Había
tenido razón al no abandonar a mi familia. Jamás querría que mis
padres o mi hermana sintieran que estaban solos.
![](/epubstore/R/A-Richman/Los-Amantes-De-Praga/OEBPS/Images/i1.jpeg)
Le escribí a Josef para informarle de mi
estado y me respondió que no cabía en sí de gozo, pero que le
enfermaba no poder estar conmigo. Incluyó el nombre del médico que
se había hecho cargo de la consulta de su padre y me dijo que lo
visitara de inmediato. Allí, recibiría el mejor cuidado posible.
Para este momento, los médicos judíos ya no formaban parte del
sistema de seguros médicos checos, de modo que cualquier paciente
que acudiera con un médico judío tenía que pagarle en efectivo. El
doctor Silberstein me atendió de manera gratuita. Era un hombre
amable de mediana edad que palpó mi abdomen con manos cuidadosas y
me aseguró que estaba en perfecta salud y que daría a luz al niño
sin dificultad alguna.
Para el cuarto mes, mi abdomen empezó a
distenderse. Mamá me ayudó a alterar las pretinas de mis faldas y
empezó a desempacar la ropa de bebé que en alguna ocasión nos había
pertenecido a Marta y a mí. Acogí mi embarazo aunque las cosas eran
muy difíciles para nosotros. Era maravilloso sentir que crecía una
vida en mi interior y que la había creado con Josef. El bebé crecía
día a día y, en mi mente, nuestra conexión se hacía cada vez más
profunda. No obstante, la vida en Praga se complicaba
constantemente. Siempre pensábamos que lo peor había pasado, hasta
la semana siguiente en que se aprobaba alguna nueva ley que
limitaba nuestra libertad aún más. Rara vez abandonábamos la casa a
menos que fuera necesario. Ese junio, Von Neurath emitió un decreto
que excluía a todos los judíos de la vida económica y que les
ordenaba que registraran sus pertenencias. La Treuhand alemana se apoderó oficialmente de todas
las empresas judías, fuera para su venta o para su «arianización».
El día después de que se emitiera este decreto, Adolf Eichman llegó
a Praga y se asentó en una villa judía confiscada en
Střešovice.
Para agosto, se segregaba a los judíos en
los restaurantes y tenían prohibido el uso de baños y albercas
públicos. Se instituyó un toque de queda que nos prohibía estar en
la calle después de la puesta del sol e incluso confiscaron
nuestros radios. Mi vientre estaba aún más abultado y traté de
decirme a mí misma que las restricciones no eran tan malas, que
debería agradecer la oportunidad para descansar y estar en calma.
Una vez que llegara el bebé, sabía que iba a estar ajetreada y
agotada. Sólo esperaba que las cosas mejoraran para ese entonces y
que pudiera sacar al bebé para tomar el aire y caminar.
Traté de mantenerme lo más positiva posible,
aunque a veces resultaba casi imposible sentirse feliz con tanta de
tensión y temor en torno a nuestra familia y situación. Imaginaba
que el bebé era varoncito y que lo llamaría Tomáš, como mi abuelo,
quien había muerto cuando yo tenía tres años. Al final del día, me
acostaba en cama y trataba de recordar nuestra noche de bodas, la
sensación de los brazos de Josef a mi alrededor, la luz de luna que
entraba por la ventana y la fusión de nuestros cuerpos
desnudos.
Cuando sentí los primeros movimientos de
vida, estallé de felicidad. Sin importar lo desesperadas que fueran
nuestras circunstancias, esas primeras pataditas me hicieron sentir
que la vida seguía adelante.
Sin embargo, Marta se sentía inquieta a
causa del toque de queda y la pérdida de su libertad. Rara vez veía
a sus amigos. Yo podía percibir su creciente frustración. Les decía
muy poco a nuestros padres y no tenía interés alguno en hablar
conmigo acerca del embarazo, pero había ocasiones en que le
encontraba la mirada y podía ver lo miserable que se sentía. Su
larga cabellera roja era una melena de rizos rebeldes, desafiante y
gloriosa al caer por su espalda. Se rehusaba a trenzarlo aun cuando
su escuela se lo exigía. Era la única protesta que se le
permitía.
![](/epubstore/R/A-Richman/Los-Amantes-De-Praga/OEBPS/Images/i1.jpeg)
Traté de permanecer optimista, esperando que
llegara una carta de Josef diciéndome que había conseguido nuestras
visas para Inglaterra y que había logrado conseguir el sello de
salida de la Gestapo. Pero la carta nunca llegó. Ahora, la guerra
era prácticamente una realidad y se habían cerrado las fronteras.
Ambos sabíamos que tendría que irse a Estados Unidos sin mí y sólo
nos quedaba la esperanza de que pudiera arreglar los pasajes para
mí y mi familia más adelante.
Acepté eso sin protestar. Carecía de la
energía para un viaje tan difícil y temía dar a luz al bebé en una
ciudad extranjera.
Cada noche colocaba mis manos sobre mi
vientre y cerraba los ojos. Interpretaba cada patadita como el
llamado que anunciaba una vida mejor en la que Josef y yo
estaríamos juntos, y el bebé jugando en el piso rodeado del sonido
de risas y no del de las sirenas y aviones de guerra que
sobrevolaban la ciudad.
El primero de septiembre, la familia de
Josef se embarcaría en el SS Athenia
desde Liverpool, llegaría a Canadá unas semanas después y viajaría
de allí a Nueva York. Josef me prometió que enviaría un telegrama
tan pronto como llegaran con bien.
Pero los periódicos fueron los que me
informaron de lo que sucedió. Un submarino alemán torpedeó al
SS Athenia frente a las costas de
Irlanda, provocando las primeras bajas civiles de la guerra. Aunque
la mayoría de los pasajeros lograron salvarse del barco que se
hundía, todos los miembros de la familia Kohn estaban en la lista
de los noventa y ocho muertos.