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Lenka
A pesar de la ausencia de Friedl, mamá y
las maestras principales de la casa de los niños, Rosa Englander y
Willi Groag, siguen trabajando con los pequeños de Terezín, pero
cada día que pasa contenemos la respiración preguntándonos si
recibiremos nuestros papeles de transporte. El 16 de octubre de
1944, se le notifica a la esposa de Petr que se la van a llevar y
él elige acompañarla. No me informa acerca de su decisión; me
entero de ello cuando veo su silla vacía. Es sólo entonces, después
de que le pregunto a alguien que dónde podría estar, que me dicen
que ha partido en el transporte de esa mañana de manera
voluntaria.
Siento que estoy más allá de las emociones.
Desde mi interrogatorio, casi no queda nada dentro de mí. El 26 de
octubre, nos enteramos de que la Gestapo también ha enviado a
Fritta y a Leo Haas en el transporte hacia el este. Me siento
incapaz de llorar. Soy como una máquina. Subsisto con poco más que
aire.
En noviembre de 1944, se le informa a mi
madre que van a transportarla.
Esa noche, después de enterarnos de la
noticia, nuestra familia se acurruca fuera de las barracas. Los
largos y agotados brazos de papá rodean a mamá que ahora es tan
frágil que parece que podría romperse bajo la presión de su
abrazo.
—Niñas, su madre y yo lo hemos discutido.
Mañana voy a ofrecerme para ir con ella en el transporte. Ustedes
dos permanecerán aquí.
Sus palabras resuenan de manera
estremecedora en mis oídos. Un eco de aquella época hace tantos
años, cuando papá insistió en que me fuera con los Kohn y que
dejara atrás al resto de la familia.
—¿Y ahora estás diciéndome que no puedo ir
con ustedes? —pregunto de tal manera que es imposible que no
reconozca la ironía de la situación.
—Lenka —me dice—, por favor.
—Llegamos aquí como familia y nos iremos
como familia.
—No —me responde—. No hay duda de cómo es la
vida aquí en Terezín. Tu madre y yo estaremos más tranquilos si
sabemos que permanecerán aquí.
—Pero, papá... —Ahora es Marta quien lo
interrumpe—, no podemos separarnos. Es posible que las fronteras
cambien después de la guerra y qué pasaría si nos viéramos
obligados a quedar de un lado y ustedes del otro...
Papá niega con la cabeza y mamá simplemente
no puede dejar de llorar.
Esa noche, le dije a Marta que no se
preocupara; que iría yo misma al Consejo de Mayores y que pondría
nuestros nombres en la lista del transporte. Y eso fue exactamente
lo que hice.

Mi padre se puso furioso cuando se enteró de
mi transgresión.
—¡Lenka! —me gritó. Su rostro parecía una
calavera. Tenía un moretón azul justo debajo de su ojo izquierdo;
evidentemente, alguien lo había golpeado desde la última vez que lo
había visto—. Tanto tú como yo sabemos que las dos están más
seguras aquí en Terezín que en el transporte.
—El gueto está cambiando —le digo—. Ya no
nos sentimos seguras aquí. ¿Qué diferencia puede haber en otro
lugar?
Está temblando frente a mí. Quiero estirar
la mano y tocar su herida. Quiero encontrar veinte kilogramos de
carne para poderlos colocar sobre su esqueleto. Quiero sentir que
puedo abrazarlo.
—No nos podemos separar —insisto.
—Lenka...
—Papá, si nos separamos ahora, ¿qué sentido
tiene haberme quedado desde un inicio?
Ahora estoy sollozando. Mis ojos son como
las compuertas de una presa.
—No nos podemos separar ahora; ni nunca
jamás, papá, ni nunca jamás.
Asiente con la cabeza. Sus párpados se
cierran como dos cortinas del grosor de un papel.
—Ven acá —susurra. Abre sus brazos y me pone
contra su pecho.
Y por un solo segundo puedo olvidar el olor,
la mugre, el esqueleto hueco y cóncavo en que se ha convertido mi
padre. Somos dos fantasmas entrelazados. Soy su hija. Y el corazón
de mi padre late contra el mío.

Ese noviembre había más de cinco mil
personas en nuestro transporte. Se nos puso en cuarentena la noche
anterior. Nos levantaron al despuntar el alba y sombríamente
cargamos nuestras maletas y mochilas, ahora notablemente más
ligeras que con los cincuenta kilogramos que habíamos traído a
Terezín. Ya no teníamos nada de comida que llevar con nosotros y
mucha de la ropa que habíamos traído se había desintegrado hacía
mucho. Mientras caminábamos al vagón para ganado que nos esperaba,
unos periódicos volaron por la acera. Me esforcé por ver los
titulares. Uno de los hombres de nuestro transporte trató de
agacharse para tomar uno de ellos, pero uno de los soldados que nos
supervisaba le dio un culatazo en la parte trasera de la
cabeza.

¿Es necesario que narre la siguiente parte
de mi historia? ¿Es indispensable que detalle lo que fue estar
dentro de ese vagón, la forma en que estábamos apretados unos
contra otros, cómo se desbordó sobre nuestros pies la olla que
servía como letrina, o que el vagón estaba tan oscuro que lo único
que podía ver era el blanco de los ojos de mis padres y de mi
hermana? Hasta el día de hoy puedo ver el temor, el hambre. En uno
de los últimos recuerdos que tengo de mi madre, parece una loba en
estado de inanición. Su cabello es blanco y áspero. Podría servirse
sopa en los cuencos vacíos de sus mejillas o recolectar lágrimas en
los valles debajo de sus ojos.
Recuerdo el aspecto del raquítico brazo de
mi padre alrededor de los hombros de Marta. El viaje de tres días
—el arrancar y detenerse del tren—, la negrura absoluta del vagón,
el hedor, los agónicos empujados a una esquina lejana con todo y
sus maletas. Sabíamos que el lugar al que iríamos sería todavía
peor que Terezín. Apretada contra mi hermana, escucho que susurra
palabras que jamás he podido olvidar, sin importar el número de
años que han transcurrido.
—Lenka, ¿dónde está el Gólem ahora?
Hay un terrible traqueteo cuando finalmente
llegamos. Se abre la puerta del vagón y hombres de las SS con
pastores alemanes que jalan de sus correas con ferocidad nos gritan
que nos bajemos. Saltamos del tren a la nieve que nos llega hasta
las rodillas. Prisioneros enjutos vestidos con pantalones y camisas
a rayas, con gorras sobre sus cabezas rapadas, cargan cajas, con
rostros agotados y carentes de emoción. Veo un cartel que dice:
«AUSCHWITZ», un nombre que no conozco.
Miro hacia el cielo color acero y veo
chimeneas que vomitan humo negro. «Seguramente, allí es donde
trabajaremos», pienso. Fábricas para el esfuerzo de guerra
alemán.
Qué equivocada estaba.

Nos dicen que dejemos nuestras maletas en
una pila, cosa que me parece extraña. En Terezín, se nos tenía
permitido portar nuestras pertenencias y, mientras miro la enorme
montaña de maletas y mochilas, las cuales están marcadas con los
números de nuestro primer transporte, pero sin portar nuestros
nombres verdaderos, me pregunto cómo lograrán regresarnos el
equipaje correcto.
Se ordena a los ancianos y a los niños que
se formen del lado derecho. Los jóvenes y más vitales del lado
izquierdo. A mi padre lo hacen a un lado con tal rapidez que lo
pierdo de vista en segundos.
A mi madre también la colocan a la derecha
con los ancianos, los enfermos y los niños. Recuerdo que pensé que
esto era una bendición, que no tendría que trabajar tan arduamente
como el resto de nosotros que todavía parecíamos fuertes. «Cuidará
de los niños», me dije a mí misma. «Encontraré las cosas que
necesite, igual que en Terezín, y seguirá enseñándoles a
dibujar».
¿Cuántas veces he regresado a esa última
imagen que tuve de ella? Mi madre alguna vez bella sosteniéndose de
pie como garceta. Su largo cuello blanco estirado por encima del
escote de su vestido roto y sucio. Su espalda encorvada
esforzándose por mantenerse derecha. Ya es una aparición, su piel
es traslúcida como el cascarón de un huevo. Ojos verdes acuosos.
Nos mira a Marta y a mí y nos comunicamos a través de nuestro
temor. Como si fuera un código propio de gestos secretos —el rápido
parpadear de nuestros ojos, el temblor de nuestros dedos que no nos
atrevemos a levantar—, le digo a mi madre que la amo. Me uno a
ella, a pesar de que mi hermana y yo estamos en una fila y ella en
otra. Mi madre. Hasta el día de hoy la conservo encerrada en mi
mente, apresada en un abrazo eterno.

Nos obligan a caminar entre la nieve en
dirección a una reja de hierro negro y a las chimeneas con sus
oscuras volutas de humo. Los ventisqueros se sienten como agujas de
hielo contra la piel, empapándome las medias. Mi abrigo negro de
Praga está completamente desgastado y lleno de agujeros.
Las personas están pidiendo sus
maletas.
—Recibirán sus cosas más adelante —ladran
los de las SS.
Los perros echan espumarajos por el hocico.
Me aterra el aspecto de sus dientes afilados y sus encías
rosas.
No hay un Consejo de Mayores que nos dé la
bienvenida, como en Terezín. No hay filas organizadas que se mueven
lentamente. En lugar de ello, hay caos y gritos constantes. Otros
prisioneros nos pegan con palos y nos ordenan en polaco o en alemán
que nos mantengamos en la fila. Marta está caminando frente a mí;
sus movimientos mecánicos me sugieren que está como en trance.
Quiero acercarme a ella, tomarla de la mano y decirle que estamos
juntas, que nos protegeremos la una a la otra, pero tengo demasiado
miedo. Veo el vaho de su aliento en el gélido aire, veo que sus
piernas están temblando.
Caminamos más lejos y pasamos por la reja.
Leo la inscripción sobre el portón que dice, en alemán: «ARBEIT MACHT FREI», «El trabajo los hará
libres».
Las torres de vigilancia arrojan haces de
una enceguecedora luz blanca. Contra el alambre de púas, veo los
cadáveres masticados de aquellos que no pudieron huir de los
perros.
Nos arrean hacia un edificio de madera y nos
ordenan que nos desnudemos completamente. Hay prisioneros sentados
detrás de escritorios que escriben el lugar del que venimos y
nuestros nombres, y que nos dicen que firmemos las tarjetas donde
apuntan esta información.
Entramos en un pasillo. Estamos tiritando;
nuestros cuerpos no tienen grasa que nos aísle del frío. Vemos las
líneas de las costillas de cada uno y el serpentear de nuestras
vértebras. Quiero rodear a Marta con mis brazos para cubrirla; a mi
hermanita a la que soy incapaz de proteger.
Tratamos de cubrirnos con nuestras
temblorosas manos, pero no tiene caso. Pronto nos ordenan que
quitemos las manos mientras dos hombres nos rasuran las axilas y
los genitales. Un hombre trabaja en las axilas mientras otro
trabaja más abajo. Después, me enteraría de que a todos los
prisioneros los rapan, menos a aquellos en transportes checos. Por
alguna razón, a nosotras nos permiten que conservemos nuestro
cabello.
Nos llevan a otra habitación donde nos bañan
con una manguera de agua helada y donde mujeres de las SS, vestidas
con botas de montar y con fuetes en las manos, nos dan ropa que
ponernos. Ya para este momento he aprendido que todo en Auschwitz
funciona de manera eficiente. Todo es tan metódico y preciso como
la línea de producción de una fábrica bien administrada.
Me dan un costal café como vestido que es
demasiado grande para mí y un par de zuecos de madera que me quedan
tan mal que casi no puedo caminar con ellos.
Esa noche nos dicen que nos agazapemos en el
piso de cemento con las cabezas agachadas. Si las levantamos, se
nos golpea con un palo.
Ahora estoy segura de una cosa: la fe que
todavía tenía en Dios mientras estábamos en Terezín ha desaparecido
por completo.

A la mañana siguiente me encuentro acostada
en el piso. Marta no está a mi lado y el miedo se apodera de mí. Me
incorporo y vomito, escupiendo bilis en la nieve.
Una chica a la que conozco de Terezín me
está jalando hacia algún lugar.
—Nos van a gasear —susurra—. ¿No hueles el
crematorio?
Le digo que no le creo.
—Es cierto —me dice mientras me sigue
jalando. Señala hacia las dos altas chimeneas que recuerdo de
ayer—. Arden todo el día y toda la noche —agrega—. Todos vamos a
morir.
Le digo que está equivocada. Le digo que no
puede ser.
—Nos necesitan para ayudar con el esfuerzo
de guerra. ¿Por qué nos matarían ahora después de todos esos años
en Terezín?
Deja de hablar, pero sigue jalándome de la
mano mientras caminamos hacia una luz que está delante de nosotras.
No tenía razón acerca de lo que nos iba a suceder. En lugar de
gasearnos, nos envían a una habitación donde nos tatúan números en
los brazos.
Recibí el número 600454, y esa fue la noche
en la que perdí mi nombre: Lenka Maizel Kohn. A partir de ahora
tendría que responder a mi número e identificarme únicamente por el
mismo. Me convertí en una serie de seis números azules, inscritos
para siempre en mi piel.
Marchamos hacia nuestras barracas y fue allí
donde encontré a Marta. Era una de diez mujeres en una litera.
Estaba acostada de lado, contemplando su número. Me miró y vi que
estaba demasiado asustada, y demasiado cansada, como para siquiera
llorar.

Al romper el alba, nos llaman y nos dicen
que debemos mover unas grandes piedras de una parte del campo a
otra. Es trabajo mecánico y estúpido, concebido para agotarnos y
humillarnos. Escuchamos un silbato estridente y vemos cómo obligan
a los hombres de las barracas a correr en círculos. Ejecutan a los
que no corren con la suficiente velocidad, su sangre empapa la
nieve sucia de hollín.
En las paredes de las barracas, los alemanes
han pintado consignas. En la nuestra, está escrito: «LA LIMPIEZA ES
SAGRADA». Me reclutan para pintar números en las placas de metal
que se utilizan para designar cada barraca.
En nuestra barraca, encuentro a Dina, mi
antigua amiga de Praga. La última vez que la había visto fue en la
calle fuera de nuestro departamento, cuando había ocultado su
estrella amarilla en el bolsillo para poder ver Blancanieves de Disney.
Hace más de un año, me cuenta, pintó un
mural en la barraca de los niños del campo con témpera. Me dice que
Freddie Hirsch, a quien conoció durante su estancia en Terezín, le
había pedido que lo pintara.
—Estuve en Terezín apenas dieciocho meses.
Cuando recién llegué a Auschwitz, un amigo me llevó a la barraca de
los niños, donde vi una enorme y aburrida pared frente a mí
—murmulla—. Vi la pared y me imaginé que estaba en un cabaña suiza.
Empecé a pintar macetas y después vacas y borregos al fondo. A
medida que se me acercaron los niños, les pregunté qué querían que
les pintara y todos ellos me dijeron que querían a
Blancanieves.
La escuché, fascinada.
—Había visto la película varias veces en
Praga y la había pintado miles de veces en mi cabeza —prosiguió—.
Hice a los enanos tomados de las manos en un baile alrededor de
Blancanieves. ¡Deberías haber visto las caras de los niños cuando
terminé!
Me dijo que los niños incluso habían podido
utilizar el mural como telón de fondo para una obra de teatro
secreta que representaron. Hizo una corona con papel y la pintó de
color dorado para la reina. Tomó pintura negra, tiñó tiras de papel
de ese color y las adhirió a la corona para que pareciera cabello
negro.
Aunque se suponía que la obra se presentaría
en secreto, algunos de las SS la habían visto.
—Uno de los guardias le contó al doctor
Mengele que había pintado el mural y ahora pinto retratos de los
gitanos de su clínica.
Esa noche caí rendida de agotamiento y soñé
con el mural de mi amiga en un deseo de que todo esto no fuese más
que un cuento de hadas, un encantamiento lanzado por la reina
malvada, y que la bella Blancanieves pronto despertaría para
frustrar su maléfico plan.