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Josef

 

 

 

Uno de los primeros regalos que recibí de mi nieto Jason fue un pisapapeles que hizo cuando tenía tres años. Era una piedra que había pintado de azul, con dos ojos blancos y negros y una nariz de fieltro naranja. Aún se encuentra sobre mi escritorio, junto a mis papeles y a un lado de las fotografías de los miembros de mi familia, ahora todos ya adultos.
Adoro ese pisapapeles. Cada vez que lo coloco sobre un montón de facturas o sobre un bloc de papel, recuerdo el día en que lo trajo a casa del preescolar.
En aquel entonces me decía «abelo», lo más cercano a abuelo que le era posible. Lo sacó de su pequeñísima mochila roja y me lo entregó.
—Para ti, abelo.
Lo sostuve en mi mano y sonreí. La piedra estaba envuelta en papel encerado, su pintura opaca todavía un poco húmeda; la nariz de fieltro estaba descentrada y los dos ojos de plástico se movían de un lado al otro.
—Lo atesoraré —le dije. Fuimos a la cocina y lo pusimos a secar sobre una servilleta de papel. Después, nos lavamos las manos juntos; el agua quedó pintada de azul.
Cierro los ojos y recuerdo a mi nieto cuando era así de pequeño. La primera vez que lo llevé a algún lado, sólo los dos, fuimos al Museo Metropolitano de Arte y lo conduje a través del Templo de Dendur, explicándole la historia de los egipcios, la magia de los jeroglíficos y la maldición que había caído sobre aquellos que habían explorado las tumbas. La alegría de su primera visita al Zoológico del Parque Central, la dulzura de su primer chocolate helado en Serendipity y el asombro de nuestra primera visita al Planetario Hayden, donde me preguntó si cada estrella representaba a alguien que hubiera muerto.
Su comentario me dejó sin habla. ¿Acaso no era un pensamiento maravilloso imaginar que cada alma alumbraba el cielo nocturno? Tomé su mano y la mantuvo encerrada en la mía. Mientras la proyección de los planetas y las estrellas llenaba el oscuro domo, vi la mirada de asombro que inundó su rostro y simplemente quise poder verlo así eternamente. Quería ser testigo de la manera en que experimentaba el mundo, de la forma en que aprendería a abrirse camino en él. Y a medida que lo vi crecer, lamenté todo aquello de lo que me había perdido con mi propio hijo. Jakob me mantenía a distancia, o quizás era yo el que la había creado. Jamás lo sabría del todo.
Pero lo que sí sabía era que quería que mi nieto y yo nos quedáramos pegados a los asientos del planetario para contar cada una de las estrellas junto a él. ¡Y cómo deseaba que su idea fuera cierta! Que, en la muerte, me convertiría en una estrella. Suspendido en el firmamento, brillando con intensidad sobre él; protegiéndolo con una luz blanca y pura.

 

Su prometida es bella, elegante y refinada. Su cabello rojo me recuerda al de la mamá y hermana de Lenka.
A lo largo de los años, había conocido a algunas de sus novias. La morena a la que había conocido en la Universidad Brown en su primer año de estudios, la que no se rasuraba las piernas y defendía los derechos de los animales con tal fervor que parecía que era su religión. La voluptuosa chica italiana de su segundo año, cuyos senos eran tan frondosos que no podía dejar de pensar que empezaría a lactar en cualquier momento, y la gemela que tenía un ojo café y otro azul, con su cara toda ángulos y su cuerpo todo curvas.
Además, estuvo la chica británica a la que conoció en su tercer año de estudios universitarios, en el extranjero, que tenía la risa más adorable que jamás había escuchado y que me encantó a pesar de que yo contaba con casi ochenta y cinco años y llevaba viudo casi diez.
Cuando inició sus estudios en leyes, sus visitas empezaron a hacerse más espaciadas. Estaba muy ocupado, de modo que pude entenderlo. Estaban sus estudios, la presión de obtener buenas calificaciones y la atracción del alcohol y la música en los bares de Nueva Inglaterra.
No había estado saliendo con Eleanor más de un año cuando anunciaron su compromiso y, para ese entonces, sólo la había conocido una vez, en el departamento de Rebekkah en la noche de Rosh Hashaná, el Año Nuevo judío. Era callada y educada. Podía ver que era inteligente por la forma cuidadosa en que elegía sus palabras y por su interés en los libros que llenaban los estantes de la casa de mi hija.
Esa noche, había llevado a mi hijo conmigo, y fue la gentil amabilidad de Eleanor hacia él la que me conquistó por completo. Se sentó junto a él y trató de sacarlo de su aislamiento. Ya para ese momento mi hijo contaba con cincuenta años, una barba encanecida y su cabello presentaba entradas que acentuaban el brillo de su piel tirante y roja.
Le preguntó qué era lo que estaba leyendo y él le dictó una lista tan extensa que estuve seguro de que la marearía. Pero minutos después, los oí hablando de un título en detalle y observé un ligero brillo de luz en sus ojos. Quise ir hasta ella para besarla, me sentía tan feliz de que Jakob finalmente hubiera conectado con alguien.
Observé cómo Jason sonreía radiante en su compañía. Cómo cuando ella estaba de pie él no podía más que acercársele. Esa noche, me convertí en un observador insaciable, viendo también a mi propia hija, con los primeros mechones grises adornando sus cerrados rizos, cortando bagels y asegurándose de que hubiera queso crema y pescado ahumado suficiente para todos. Miré cómo Benjamín, ahora bien asentado en la mediana edad, todavía parecía estar enamorado de ella. Y esa mirada me reconfortó, porque pronto estarían celebrando treinta y tres años de matrimonio y no era cosa fácil mantener el fuego del amor ardiendo durante tanto tiempo.
Esa noche, mi hijo y yo nos quedamos despiertos hasta tarde y miramos televisión. El leve zumbido me recordó los momentos de silencio entre su madre y yo. No pude más que sentir tristeza porque Amalia no vería la boda de Jason, ni compartiría la alegría de conocer a su bella novia. Pero después pensé en el comentario de mi nieto, hacía casi veinte años antes, en el planetario, y esperé que tuviera la razón. Que ella estaría allí, observando en su estilo callado, una de las muchas estrellas que arrojaban su resplandor hacia la Tierra.