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Lenka
Le di a Rita el dibujo de ella y su bebé
tan pronto como lo terminé. Lo coloqué junto a su camilla y abracé
a Oskar, que ahora temblaba en su deshilachada camiseta, sus
costillas se levantaban contra la tela raída.
—Gracias, Lenka —dijo, tratando de recuperar
la compostura—. Atesoraremos esto hasta el último día de nuestras
vidas.
Asentí, incapaz de hablar. Miré a mi amiga,
que seguía aferrándose a su bebé ahora carente de vida.
Quise darle un apretón a la pierna de Rita a
través de la cobija. Aún recuerdo lo que sentí al tocarla. La
sensación de que no quedaba ya nada de carne, sólo huesos.
Lo único que pude hacer fue abrazarla lo más
cuidadosamente posible.
No volteó a mirarme. Ni siquiera podía
oírme. Cuando me fui, estaba susurrando la canción yidis
«Eine Kinderen» en el oído de la criatura
muerta.

Me gustaría poder decir que Rita se recuperó
después de la muerte de su bebé, pero eso sería una mentira. ¿Quién
podría recuperarse de una pérdida como esa? Observé a mi amiga
debilitarse cada vez más. No podía pintar. Sus manos temblaban
demasiado y no podía concentrarse. Era como si su voluntad por
vivir se hubiera muerto junto con Adi.
Terezín no toleraba tal ineficiencia. Te
permitía vivir —e incluso quizá crear— dentro de sus murallas,
siempre y cuando tu trabajo le resultara valioso al Reich. Cierto
que podías morir en el dispensario de tifus o en tu camastro de
inanición, pero tu fallecimiento se consideraba como una mera
inconveniencia. Y cuando ya no eras necesario, o cuando las
barracas estaban demasiado llenas y se necesitaba espacio para el
primer transporte que llegara, simplemente te enviaban al
este.
A las pocas semanas de la muerte de Adi, a
Rita se le notificó que habrían de transportarla. Oskar no recibió
la notificación, pero se ofreció a acompañarla, ya que no estaba
dispuesto a quedarse en Terezín sin ella.
No se nos permitía caminar con ellos al
momento de su partida, de modo que tuve que despedirme de ellos la
noche anterior.
Oskar había llevado a Rita para verse
conmigo fuera de mi barraca justo antes del toque de queda. La
sostuvo erguida con su brazo. Rita se veía como Adi en la primera
ocasión en que lo vi. Estaba casi transparente excepto por las
venas azules de su garganta, que se asomaban a través de su
piel.
Ahora no era mucho más que un fantasma. Sus
pálidos ojos verdes eran del color blanquecino del jade color
manzana, su cabello rubio del color de las cenizas. Era poco más
que una mortaja cansada y vacía que contenía huesos como de gorrión
y una infinidad de dolor. Abracé a mi amiga. Susurré su nombre y le
dije que nos volveríamos a ver después de la guerra.
Su marido afirmó con la cabeza y me apretó
la mano. Luego puso su mano bajo su camisa y sacó el dibujo de Adi
y Rita, que tenía enrollado y metido en la pretina del
pantalón.
—Tómalo —dijo—. Nos da miedo llevarlo a
donde vamos.
—Se estaba atragantando con sus palabras—.
Estará más seguro contigo, donde no puede perderse.
Tomé el dibujo y le dije que lo mantendría a
salvo.
—Los buscaré después de la guerra y se los
devolveré. Lo prometo.
Oskar colocó un dedo contra sus labios,
indicándome que no necesitaba decir más. Sabía —de la misma manera
en que yo supe que Lucie lo haría cuando le di mis posesiones más
preciadas antes del transporte— que haría cualquier cosa para
mantenerlo fuera de peligro.

Escondí el dibujo entre dos trozos de cartón
debajo de mi colchón, pero empecé a temer que el peso de tres
mujeres pudiera lastimarlo de alguna manera. Después lo coloqué en
mi maleta, pero pronto me encontré atormentada por el temor de que
alguien pudiera robarlo.
Pero, pensé, ¿quién se robaría un simple
dibujo de una madre y su hijo? No podía utilizarse para hacer algún
trueque; no tenía valor alguno excepto para mí, Rita y Oskar.
De modo que el dibujo permaneció en mi
maleta un tiempo y traté de no pensar en él con demasiada
frecuencia. Me consideraba sólo como su cuidadora temporal, cuyo
trabajo era mantenerlo seguro hasta que sus legítimos dueños
pudieran recuperarlo. Pero de vez en vez subía por la escalera de
nuestra barraca para asegurarme de que seguía oculto y fuera de
peligro.

Terezín estaba todavía más abarrotado. Más
tarde, en diversos libros, me enteraría de su población exacta.
Para 1943 había más de cincuenta y ocho mil hombres, mujeres y
niños dentro de las murallas de un pueblo que se había construido
para alojar a siete mil.
Y con la llegada de cada nuevo transporte,
cientos y, a veces, miles, eran despachados al este.
Chicas con nombres que me eran ajenos como
Luiza, Annika y Katya empezaron a llenar las camas de mi barraca,
que alguna vez habían estado ocupadas por muchachas con nombres
checos como Hanka, Eva, Flaska y Anna.
Aumentaron las peleas dentro de las
barracas. Las chicas estaban irritadas por la falta de sueño, por
el hambre y por trabajar tanto que la piel de sus dedos alguna vez
elegantes se convertía en jirones sangrientos.
Una chica le roba a su propia madre; su
hermana menor la acusa de ello. Su pelea inicia con insultos
verbales, sólo para empeorar. Pronto, están peleando como animales,
tirándose del cabello e, incluso, una de ellas muerde el brazo de
la otra. La matrona del dormitorio trata de separarlas. Observo,
muda. A menudo he compartido el poco pan que tengo con mamá o
Marta, pero no puedo más que preguntarme cuánto tiempo pasará antes
de que me vuelva como ellas.
Los robos en las barracas están fuera de
control. Artículos que alguna vez se hubieran considerado basura
—un peine roto, una única agujeta, una cuchara de madera— se
convierten en bienes que pueden intercambiarse por algo más
valioso: un cigarrillo, un poco de mantequilla, un pedazo de
chocolate. Dormimos vestidas; algunas de nosotras con los zapatos
puestos por temor a que, si los dejamos debajo de nuestra litera,
alguien se los lleve.
Todo está en riesgo de perderse por obra de
otro par de manos hambrientas, y cualquier cosa que no sea de
utilidad está sujeta a que alguien no tenga el menor empacho de
arrojarla al brasero para alimentarlo. Pienso en el dibujo que se
encuentra en mi maleta y sé que cuando venga el invierno alguien lo
encontrará y lo utilizará para quemarlo, una cosa sin valor más que
alguien decidirá arrojar dentro de la estufa vacía con tal de
obtener un segundo más de calor.

En noviembre de 1943, Berlín ordena que se
realice un censo. Una mañana, a las 7 a. m., se convoca a la
totalidad del gueto a una amplia llanura en el perímetro externo de
las murallas. Se nos obliga a permanecer allí sin abrigos, algunos
sin zapatos, hasta que se cuenta a cada persona. Estamos allí toda
la mañana, toda la tarde y, después, toda la noche. No se nos
proporciona comida ni agua y no se nos permite ir al baño. Después
de que finaliza el conteo, para llegar a un total de más de
cuarenta mil personas, nos conducen en la oscuridad de vuelta a las
barracas. Pasamos junto a los cuerpos de cientos de personas que no
toleraron el trance de diecisiete horas, sus cuerpos inertes en el
lugar exacto en el que cayeron.

En el departamento técnico sigo trabajando
en el proyecto al que me asignaron. Termino catorce dibujos que
muestran la construcción en progreso de la vía férrea que conduce
al interior del gueto y empiezo a hacer otros que muestran la
adición de nuevas barracas. Fritta me dijo que estaba satisfecho
con mi trabajo, aunque Leo Haas rara vez me dirigía una mirada. En
ocasiones, escuchaba que discutían acerca de algo desde una de las
esquinas del taller. Haas levantaba los brazos al aire, con su
rostro enrojecido de frustración.
—Estos son excelentes —me dijo Fritta una
tarde después de examinar una de las hojas a la luz—. Es una
lástima que tengas que desperdiciar tus energías con estas
tonterías —movió la cabeza en un gesto de desaprobación—. En otros
tiempos, tus talentos se hubieran aprovechado mejor.
Mientras dice esto, quiero interrumpirlo y
gritar: «¡Sí! ¡Utilicemos este talento que tengo para un mejor
propósito! Déjenme participar en lo que usted y Leo están haciendo.
Déjenme hacer dibujos de los transportes, o del humo que sube desde
el nuevo crematorio...».
Pero mi voz queda atrapada en mi garganta.
Lo miro, esperando que comprenda que estoy ansiosa por trabajar en
cualquier tipo de movimiento clandestino que se esté forjando
dentro del campo.
Creo que intuye lo que estoy pensando. Posa
una de sus grandes manos sobre mi hombro.
—Lenka —susurra—, cuando todo esto acabe,
siempre tendrás pinceles y papel para hacer un registro de lo que
sucedió. Hasta ese entonces, no hagas nada que pueda poner en
peligro tu seguridad y la de tu familia.
Asiento con la cabeza y regreso con mis
dibujos a mi restirador. Coloco mis codos sobre su superficie y
dejo que mi cabeza descanse en mis manos por unos momentos a fin de
recobrar la compostura. Cuando me enderezo, Otto me está mirando y
logro sonreírle.

Una tarde, mientras espero en la fila para
recibir mi ración del mediodía, me percato de que Petr Kien está
parado tras de mí.
—¿Qué te apetece el día de hoy, Lenka? ¿Sopa
de agua con una rebanada de papa o sopa de agua con un nabo
negro?
Me sorprende que sepa cómo me llamo.
—Creo que huele a col podrida.
Se ríe.
—Siempre huele a podrido, Lenka. Eso
seguramente ya lo sabes.
—¿Dónde está Otto? —me pregunta.
Lo miro: el apuesto rostro y la melena de
cabello negro que me recuerdan a Josef.
Repentinamente me siento ofuscada. ¿Será
posible que siempre me haya observado?
—La esposa de Otto pudo comer con él el día
de hoy —respondo. Me había sentido feliz de ver la inusual mirada
de placer en el rostro de Otto cuando se apresuró a reunirse con
ella.
Petr no menciona a su esposa, aunque sé que
está casado. Nos sentamos en un banco fuera de las barracas
Magdeburgo, sorbiendo la sopa sin saborearla.
Una sola brizna de col flota sobre la
superficie.

Petr era una luz clara y brillante; Otto una
franja melancólica de sombra. Los amaba a ambos. Tener una amistad
con esos dos hombres de personalidades tan contrastantes me
sostenía. Petr se ofrecía a ilustrar cada programa operístico, cada
cartel que anunciaba una obra de teatro o concierto. No podía dejar
de dibujar ni siquiera durante la hora de la comida, ni tampoco
cuando terminábamos de trabajar en el departamento técnico, ni
incluso cuando sólo quedaban unas cuantas horas antes del toque de
queda.
Aunque Petr se arriesgaba a dibujar
abiertamente, lo que elegía pintar no era polémico en absoluto.
Principalmente, hacía retratos.
Lo observé una noche mientras trabajaba en
el boceto de una mujer llamada Ilse Weber, su mano levantada hacia
su mejilla, con sus ojos oscuros e inteligentes, sus labios
ligeramente curvados en una sonrisa. En otra ocasión, dibujó a
Zuzka Levitová en tinta negra, con sus grandes ojos de rana
plasmados en una caricatura y su enorme pecho brotando de un
vestido a cuadros que él representó en rápidos trazos
cruzados.
—Me gustaría poder trabajar con la misma
rapidez que tú —le digo una noche.
El simple hecho de mirarlo me trae una gran
dicha. Pinta una acuarela de Adolf Aussenberg en una paleta de
rosas y azules, la delgada figura mirando hacia abajo, sus manos
puestas sobre las rodillas. Pero es el dibujo de Hana Steindlerová
el que resulta más encantador.
—Una mujer atraviesa cuatro etapas a lo
largo de su vida —me explica. Primero, dibuja a Hana como una
muchacha joven: sus rasgos difuminados, su lápiz creando ligeras
sombras sobre su rostro. Junto a este, un rápido boceto de ella
como seductora: sus manos detrás de la cabeza, su cabello revuelto,
su blusa desabotonada mostrando la sugerencia de sus senos, su
ombligo, la suave curva de sus caderas. La imagen más grande de
ella es como esposa y madre: su rostro más serio, su expresión de
profunda reflexión. En la esquina inferior derecha, la imagen final
es un rápido apunte de una niña con el cabello corto, los ojos
entornados, su sonrisa casi pícara.
—Ese me fascina —comento—. Es tanto la
imagen de la hija de Hana como Hana misma cuando era niña.
—Exactamente —me dice, y puedo ver en sus
ojos la sensación de felicidad que proviene de sentirse
comprendido.
Cada día lo miro en el patio trabajando en
otro retrato. Está el retrato de Frantiska Edelsteinová, el de Eva
Winderová con sus grandes cejas y sus ojos esperanzados, la
impactante representación de Willy van Adelsberg, el joven
holandés, su largo cabello y carnosa boca tan seductoramente
representados que parece tan bello como cualquier chica. Con Petr
estoy constantemente maravillada.
Y después está Otto. Mi dulce y conmovedor
Otto. Él trabaja en color. Acuarelas. Gouache. Pinta imágenes que lo atormentan. Los
crematorios, el almacén de ataúdes frente a la morgue, las largas
filas para comida, los viejos orando sobre los cuerpos de los
fallecidos.
Lo veo ocultar sus dibujos entre las hojas
de su trabajo oficial. Jamás los comparte conmigo, pero tampoco los
oculta de mi mirada. Cuando se marcha al final del día, los coloca
en la pretina de su pantalón. Siempre rezo para que nadie lo
detenga de camino a las barracas. No puedo imaginarlo tolerando
cualquier forma de castigo físico y me estremezco ante la idea de
que lo transporten al este.

Después de meses de observar a Petr
trabajando en sus retratos, finalmente me pregunta si puede
pintarme.
Estamos sentados en la misma banca de
siempre, pero ahora el aire anuncia la llegada del otoño. Puedo
detectar el enfriamiento del viento y oler el perfume de las hojas
que se secan. La tierra roja y seca forma un velo polvoso sobre mis
zapatos.
Me pide que me quede más tarde una noche en
el departamento técnico. Hay cierto riesgo en lo que me pide. El
más evidente, que un soldado alemán descubra que hemos roto las
reglas, y el que se refiere a que rompa mi promesa a Fritta de no
acudir al estudio fuera de las horas de trabajo.
—Pero Fritta querrá que nos vayamos con
todos los demás —le digo. No quiero parecer cobarde por mencionar
el riesgo de que nos descubra un alemán—. No le gusta que haya
gente sola allí. En alguna ocasión, cometí el error de llegar
temprano... y le prometí que jamás lo volvería a hacer.
—No te preocupes; hablaré con él. Tenemos un
arreglo.
Levanto la ceja, pero él se muestra evasivo
y no da mayor explicación.
Esa tarde, después de que los demás guardan
su trabajo y se dirigen a la puerta, Petr y yo permanecemos en
nuestro sitio.
Otto se queda un poco más, sus ojos van de
mí a Petr.
—¿Todo bien contigo, Lenka? —me pregunta. De
nuevo, me recuerda a mi padre. Su dulce preocupación y la suavidad
de su voz al hacerme preguntas, siempre cuidadoso de no parecer
demasiado atrevido o directo.
Me pregunto si Otto cree que Petr y yo
estamos teniendo un amorío. Aunque Petr está casado, las aventuras
no están fuera de toda posibilidad en este sitio. Cuando todo el
mundo está convencido que habrá de morir pronto, un cuerpo cálido,
un corazón que palpita los puede llevar a hacer cosas que jamás
hubieran contemplado con anterioridad.
Otto nos mira y después se dirige hacia la
puerta.
—Los veo mañana —dice. Hay tristeza en su
voz.
—Sí, Otto. —Trato de parecer despreocupada—.
Nos vemos mañana.
Me hace un lento gesto con la mano y me
lanza una mirada paternal de advertencia. Sonrío y niego con la
cabeza.
Petr no se preocupa en despedirse. Saca
cinco tubos de pintura de un cajón. Sus manos son fuertes y
seguras; sabe la paleta que quiere emplear antes siquiera de
plasmar la primera pincelada.
Azul cadmio. Blanco de titanio. Siena
tostada.
—Siéntate —me ordena. Obedezco sin pensar.
Me siento mareada ante el mero pensamiento de sus ojos sobre mí y
de que me ha considerado merecedora de pintarme.
Exprime los pigmentos con cuidado, con
reverencia. Pequeñas manchas oleosas sobre una pequeñísima bandeja
de latón. Desenrolla un trozo de lienzo que estaba oculto detrás de
una pila de dibujos sobre su mesa. Sus orillas están deshilachadas,
la forma imprecisa; ni cuadrada ni rectangular.
No hay bastidores sobre los cuales fijarlo,
de modo que miro cómo Petr lo alisa con sus manos y coloca dos
tachuelas sobre las esquinas superiores para sostenerlo sobre su
mesa.
—No me veas a mí, Lenka; mira hacia la
puerta.
Eso es lo que hago. El marco de madera, la
vista imaginaria de mis compañeros mientras entran y salen, la
sombra de aquellos que llegaron a Terezín antes que yo y que se
marcharon antes de que conociera sus nombres.
Los minutos pasan; quizás ya haya
transcurrido una hora. Pronto estaremos en aprietos, ya que
iniciará el toque de queda. Mi corazón late atronadoramente dentro
de mi pecho. Mi cuerpo está invadido por el temor de que un soldado
alemán se asome para inspeccionar el estudio y por la emoción que
me provoca ver a Petr trabajar. Ahora está pintando con mayor
velocidad. Su muñeca viaja por el lienzo con la velocidad de
alguien que patina sobre hielo.
Mis pensamientos se están apoderando de mí.
Una parte de mí quiere saltar de mi asiento para obtener un lienzo,
mi propia paleta de colores. Nos imagino a Petr y a mí como
imágenes de espejo, cada una pintando el reflejo de la otra.
—Estate quieta, Lenka —me dice—. Por
favor.
Ahora, los minutos parecen horas.
Me siento terriblemente sedienta. Me viene
una imagen de pintura que se absorbe en una tela seca y árida. Me
empieza a doler el cuello y la idea con la que he estado luchando
por reprimir surge a la superficie como una herida abierta.
Me abruma un sentimiento de soledad. Nadie
me ha tocado; nadie me ha tocado de la manera en que añoro que me
toquen en este momento con los ojos de Petr sobre mí, su mano
moviéndose con destreza y el sonido del pigmento húmedo rozando el
lienzo.
—Lenka —me dice—, no cierres los ojos.
Me sonrojo.
—Sí..., lo siento. Perdón. —Casi me siento
avergonzada de estar teniendo estos pensamientos.
Observo su cabello negro, los ángulos de su
rostro, la blancura de sus dedos mientras sostienen su pincel.
Siento que algo se agita en mi interior, un impulso por besarlo.
Añoro estar cerca de alguien. Casi he olvidado lo que se siente
estar en los brazos de alguien más.
Trato de pensar en la esposa de Petr, Ilse.
Los imagino acostados juntos, la apresurada pasión de su sexo, no
un festín para los sentidos, sino la veloz saciedad de un
ansia.
—Lenka, no te muevas; ya casi terminamos.
Sí..., eso es, ya casi terminamos.
Miro hacia el lienzo. Soy piel del color de
la crema, cabello oscuro que cae tras el ángulo de mis hombros. Dos
ojos azul blanquecino. Mi mirada intensa. Mi enfoque aguzado y
resuelto. Mi rostro más bello de lo que creo que es en la
realidad.