14
Lenka
Como una raya dibujada en la arena, el
momento en que regresé a Praga marcó el instante en que empezó a
desmoronarse mi vida. Esas dos semanas en Karlovy Vary fueron los
últimos momentos de calma. Me había alejado de una Praga libre de
la sombra de Hitler, pero a mi retorno su presencia amenazaba cada
rincón de la ciudad.
De un momento a otro, parecía que no podía
evitar escuchar su nombre por todas partes. ¿Invadiría
Checoslovaquia o no?
Empezamos a ver desfiles por la ventana de
nuestro departamento; hombres en lederhosen y mujeres en faldas tradicionales que
marchaban y cantaban canciones nacionalistas alemanas. Aparecieron
esvásticas en los aparadores de las tiendas. Trazos grotescos y
coléricos, encarnizados como una cicatriz.
Regresé a la Academia, pero sin el mismo
entusiasmo de antes. Věruška también parecía cambiada. Esa viveza
de sus ojos y la plenitud de su figura, todas esas cosas que antes
la hacían parecer animada, se habían apagado.
No hablamos acerca del temor que crecía
dentro de nuestras familias. Había más pausas en nuestras
conversaciones. Más bien, había un silencioso intercambio entre
nuestros ojos cuando nos mirábamos. Nos reíamos con mucha menos
frecuencia.
Ahora, por el radio, escuchábamos acerca de
la presencia alemana que se cernía sobre los Sudetes, la cadena
montañosa en la frontera checo-alemana. Nuestro ministro de Asuntos
Exteriores, el doctor Basel, había enviado tropas checas para que
patrullaran esta línea divisoria, pero todo el mundo dudaba de que
pudieran mantener fuera a los alemanes por mucho tiempo.
No me había enterado de ninguna dificultad
específica que afectara a los Kohn de manera similar a lo que
nosotros habíamos padecido. No me imaginaba cómo podía verse
afectada la consulta del doctor Kohn. Sus pacientes eran casi
exclusivamente judíos. Los judíos seguirían siendo leales a otros
judíos. Los bebés no eran como juegos de copas que realmente no
eran indispensables para la gente. Pero, de todos modos, ¿cómo se
puede saber la realidad de las preocupaciones de otros?
Ahora, los bellos labios de Elsa se
crispaban al hablar. Lo advertí casi de inmediato al regresar a
clases.
No le pregunté acerca de la botica de su
padre. Aún olía a gardenias y nardos, pero sospechaba que, al igual
que con el negocio de mi padre, el creciente antisemitismo también
estaba afectando su modo de vida.
La Botica Roth, con su florido cartel
art nouveau, prácticamente era la
encarnación del mercantilismo judío. Se encontraba en un local
inmejorable, en una de las calles aledañas a la Plaza de la Ciudad
Vieja de Praga. Antes, cada vez que pasaba frente a ella, había
gente que entraba y salía, con sus compras envueltas en el papel de
estraza y reconocible listón morado que caracterizaban a la Botica
Roth. El anuncio exterior decía que se había inaugurado en 1860; la
familia había tenido ese negocio por décadas.
No había oído que rompieran ninguna de sus
vidrieras, ni que hubieran aparecido consignas nazis pintarrajeadas
en las paredes, pero ¿quién podía decirlo? En tan poco tiempo todo
había cambiado.
A la hora del descanso, mis dos amigas y yo
llevamos nuestros almuerzos al exterior. El cálido sol acarició
nuestras piernas y rostros con rayos de luz color miel.
Este era nuestro tercer año en la Academia y
siempre habíamos imaginado, durante nuestro primer año de estudios,
que para este momento nos sentiríamos como poseedoras de sus
amplios pasillos. En lugar de ello, ahora nos agobiaban las
preocupaciones por nuestros padres y nuestras vidas como las
habíamos conocido en Praga.
—Me pregunto si lograremos concluir nuestros
estudios —dijo Elsa. Su voz atravesó el aire como una espada—. Papá
dice que no está muy seguro de ello.
Věruška frunció el ceño.
—¡Por supuesto que sí! Las tropas checas no
permitirán que los alemanes crucen nuestras fronteras.
No dije nada porque no sabía qué creer. Todo
lo que sabía acerca de la situación política era lo que podía
dilucidar a partir de las discusiones de mis padres por las noches.
Y una cosa era segura: con cada día que pasaba se sentían menos
seguros de la situación. Estaba surgiendo una Lenka diferente, una
que existía como partida en dos mitades: una mitad quería sentirse
viva y feliz, y saturarse con los sentimientos del primer amor,
pero la otra mitad estaba llena de horror. Todo lo que tenía que
hacer era contemplar el rostro de mi padre cuando regresaba del
trabajo para ver lo que se avecinaba. Odio admitirlo ahora, pero
hubo varias noches en las que, cuando atravesó la puerta, no quise
levantar la mirada.
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Las cosas sucedieron a un ritmo vertiginoso
ese otoño de 1938. El 5 de octubre, nuestro presidente, Edvard
Benes, dimitió al darse cuenta que la ocupación nazi era inminente.
Nos habían derrotado sin que se levantara una sola arma. Nuestro
Gobierno no opondría resistencia y no habría protección alguna en
contra de la ola gigantesca de antisemitismo que pronto desatarían
los nazis.
Empezamos a escuchar insultos en las calles:
«Pedazo de mierda judía, estarás muerta para la Navidad». Elsa
informó que su hermano y algunos de sus amigos habían ido a un café
después de clases y que les habían dicho: «¡Fuera, judíos!».
Repentinamente, el temor que veíamos en los rostros de nuestros
padres también nos pertenecía.
Empezamos a oír a vecinos que estaban
tratando de conseguir visas, aunque ni Elsa ni Věruška mencionaron
que sus familias estuvieran intentando hacer lo mismo. Personas a
las que habíamos conocido por años se marcharon de repente sin
decir adiós. Nos volvimos vigilantes y cautelosos.
Ese año, empecé a aprender un nuevo
arte.
El arte de ser invisible.
Mamá, también, ya no se vestía para llamar
la atención; se vestía para desaparecer.
Abrigo negro. Bufandas color gris oscuro
sobre un vestido del color del grafito.
Ya no bebíamos de copas de cristal de
colores. En lugar de ello, las copas de vino color rubí y las copas
de agua color cobalto se vendieron por mucho menos de lo que
valían.
Cuando abría mi estuche de pasteles durante
mis clases de dibujo, sostenía los de color naranja y verde hoja y
sentía el agudo dolor que normalmente se asocia con el
hambre.
Uno de nuestros profesores empezó a molestar
a los muchachos judíos de nuestro salón. Criticaba sus dibujos más
severamente de lo que se merecían. Rompió el bosquejo de naturaleza
muerta de Arohn Gottlieb por la mitad y le dijo que se largara de
su clase.
Empezamos a oír rumores de estudiantes a las
que habían atacado en Polonia. Chicas atacadas por sus propios
compañeros de salón después de clase, con sus caras marcadas por
muchachos que las sostenían y arañaban sus rostros.
Ahora, Věruška, Elsa y yo agachábamos la
cabeza cuando estábamos en clase. Aunque parecía una postura de
vergüenza, lo hacíamos impulsadas por el miedo.
Una tarde, durante el almuerzo, Elsa se
deshizo en llanto.
—¡Ya no aguanto más! —dijo. Había adelgazado
en las últimas dos semanas. Su blanca piel parecía traslúcida y tan
delgada como los pétalos de un tulipán; su cabello rubio, delgado
como paja—. No puedo dibujar. Ni siquiera puedo ver lo que se
supone que estamos estudiando.
Sus manos temblaban cuando las tomé en las
mías.
—Elsa, todo va a estar bien.
—No, no es cierto —respondió. Al levantar la
cabeza para verme, había una mirada enloquecida en sus ojos, y sus
labios tenían un color rojo intenso, pero no a causa de un labial:
estaban en carne viva.
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Ahora, veía a Josef siempre que podía. Nos
veíamos en un pequeño y apartado café en la calle Klimenetska casi
cada tercer día. Aún no les habíamos dicho nada a nuestros padres.
Me gustaría decir que manteníamos nuestro romance en secreto porque
no queríamos añadirles otra carga, por la presión a que le dieran
demasiada importancia a nuestra relación, pero eso sería mentir. Lo
mantuvimos en secreto porque éramos jóvenes, enamorados y egoístas.
Era nuestro pequeño y perfecto secreto y no queríamos compartirlo
con nadie más.
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Sentía que subsistía de aire. Casi no comía
y no podía descansar por las noches, tenía la cabeza llena de
pensamientos de Josef y de la siguiente vez en que nos reuniríamos.
Y aunque no tenía apetito y no podía dormir, me sentía más llena de
energía que nunca antes. Incluso cambió mi manera de pintar. Mis
trazos eran más libres; era más generosa en mi uso de colores y
texturas. También cambió mi sentido de línea. Mi mano se relajó,
como si finalmente hubiera adquirido confianza, y mis dibujos
adquirieron vida como jamás antes.
Ese noviembre, mientras los dos tratábamos
de equilibrar nuestros estudios y nuestra relación, la amenaza de
la guerra empezó a retumbar como una tormenta fuera de nuestra
ventana. La escuchamos, pero tratamos de mantener esa ventana
cerrada un breve tiempo más. Cada momento era más intenso que el
anterior. Entre aprender que su color favorito era el verde, su
autor favorito era Dostoievski y su compositor favorito era Dvořák,
supimos cómo alargar nuestros besos o cómo era que al otro le
agradaba que lo tocaran. Se percibía nuestro ardor aun cuando había
pausas de silencio entre los dos. Ahora que lo recuerdo, fue
durante esos periodos de calma, cuando caminábamos por la calle y
no se posaba la mirada de nadie sobre nosotros, que me sentí más
feliz. Tan sincronizados estaban nuestros pensamientos que no
necesitábamos hablar. Tomaba mi mano entre la suya y nada más
parecía importar. Por unos momentos, me permití sentirme
segura.
Esta era una fantasía que deseaba prolongar
el mayor tiempo posible, pero distaba de ser realista. A medida que
aumentaron las tensiones en Praga, nos encontramos comportándonos
como todos los demás judíos a nuestro alrededor. Ahora, manteníamos
la cabeza baja cuando caminábamos a casa y evitábamos el contacto
visual con toda persona. Era como si todos los judíos de Praga
desearan poder desaparecer. Oímos de judíos que vivían cerca de los
Sudetes en Alemania a los que se había obligado a abandonar sus
hogares y a arrastrarse hasta la frontera checa para besar el piso.
Los guardias checos los obligaban a regresar, de modo que se veían
acorralados en una tierra de nadie entre los dos países, ninguno de
los cuales quería darles entrada. Cada vez que llovía y que la
temperatura bajaba casi a cero, pensaba en estos hombres, mujeres y
niños que vivían como animales perseguidos, rodeados de lobos al
acecho.
Para enero de 1939, sentimos que todo estaba
perdido. Nuestro Gobierno, ahora liderado por Hachá, ordenó a la
policía que se coordinara con los alemanes para suprimir la
supuesta amenaza del comunismo dentro de Checoslovaquia. Fue
difícil para mí comprender del todo lo que esto significaba para
nosotros, pero la reacción de mi padre ante la noticia aclaró las
cosas sin lugar a dudas. Esa noche, levantó sus manos al cielo y
declaró que esta era una sentencia de muerte para todos los judíos
checos.
Mi madre le pidió que se callara, que no
hablara así enfrente de Marta y de mí.
Le sonreí a Marta, que estaba tratando de
contener sus lágrimas.
—Necesitamos conseguir visas —le dijo
mamá.
—¿Quién en Estados Unidos firmaría para
patrocinarnos?
—¡Podemos conseguir papeles falsos! —exclamó
ella.
—¡¿Con qué?! ¡¿Con qué, Eli?! —Y su
respuesta agonizante me recordó el sonido del vidrio quebrándose—.
Es demasiado tarde ahora. Nos debimos haber ido cuando se marcharon
los Gottlieb y los Rosenthal. Ya no nos queda dinero para comprar
los papeles y el pasaje —dijo desesperado, con las palmas de sus
manos volteadas al cielo.
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Un día de la primera semana de noviembre,
Elsa no acudió a clases. Věruška y yo intercambiamos una mirada de
preocupación.
—Quizá lograron marcharse de algún modo
—dijo Věruška de manera terminante. De inmediato me pregunté si
ahora la botica se encontraba vacía, sus estantes desnudos y el
aroma de gardenias y rosas reemplazado por aire viciado. Quizás
Elsa y su familia se habían embarcado sin tiempo de decir
adiós.
Pero ¿y si algo terrible hubiera sucedido?
Me sentí preocupada.
Decidí pasar por la botica del padre de Elsa
de camino a reunirme con Josef. A través de los vidrios rotos, la
pude ver sentada junto al mostrador, con su rostro oculto en las
sombras.
Me quedé parada allí, mirándola fijamente.
Si entraba, llegaría tarde a la reunión con Josef y haría que se
preocupara. Si no lo hacía, al verlo me sentiría acosada por la
imagen de mi amiga y su rostro destrozado como el de la vidriera de
la botica.
Entré. Mis pisadas sobre las baldosas eran
el único sonido. Elsa levantó la vista para mirarme, con sus ojos
azules levantándose como los de una muñeca de porcelana y su boca
tratando de torcerse en una sonrisa.
—Nos hiciste falta en clase el día de hoy
—dije suavemente mientras me acerqué a ella.
—Ya no voy a regresar —respondió—. No me
puedo concentrar y, de todos modos, papá me necesita aquí para
hacerme cargo del mostrador. Tuvo que despedir a Fredrich, de modo
que ahora papá es el que está encargándose de la trastienda.
—Pensé que quizá se habían marchado tú y tu
familia —dije.
Me miró a la cara como si estuviese tratando
de leerme el pensamiento.
—Eso estamos tratando de hacer, Lenka, pero
ahora se necesita dinero para todo y ya casi no nos queda
nada.
Asentí con la cabeza. Sabía demasiado bien
de lo que hablaba.
—¿Hay algo que pueda hacer?
Negó con la cabeza. Elsa ya no se veía
indefensa; se veía resignada.
—A la siguiente vez que venga traeré a
Věruška —dije, tratando de sonar entusiasmada.
Nos despedimos con un beso y me apresuré
para llegar a mi cita con Josef, con mi corazón mucho más
apesadumbrado de lo que había estado esa mañana.
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Me estaba esperando; su cuello, envuelto en
una gruesa bufanda negra; sus manos, en torno a una taza de té
hirviente.
—Estaba preocupado por ti —me dijo al
levantarse para recibirme con un beso. Sus labios aún conservaban
el calor del té.
—Lo siento —le dije—. Fui a ver qué pasaba
con Elsa. No fue a clases hoy.
Levantó las cejas e hizo un gesto de
desaprobación con la cabeza.
—No creo que ninguno de nosotros siga yendo
a clases por mucho tiempo.
—No digas eso —respondí, inclinándome por
encima de la mesa para besarlo de nuevo.
Colocó sus manos sobre mis mejillas y las
mantuvo allí. Sus dedos eran tan largos que casi tocaban mis
orejas.
—Bésame otra vez —le dije.
Su boca sobre la mía fue como aire nuevo
entrando a mis pulmones.
—Deberíamos casarnos, Lenka —dijo al
alejarse lentamente de mí.
Me reí.
—¿Casarnos? Pero ninguno de nuestros padres
sabe que tenemos una relación.
—Exacto —sonrió, apretando los labios—.
Exacto.
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Esa noche, me sueño en un velo blanco. Los
abrigos y mascadas negras de mi familia se han visto reemplazados
por rojos y oros vivos. Sus rostros ya no están atemorizados e
inquietos, sino radiantes y llenos de alegría. Veo que levantan a
papá en una silla, mamá y Marta aplauden mientras lo llevan por la
sala en hombros.
Bebemos vino en copas altas y rosadas y
comemos un guiso de bolitas de masa hervida con la carne más
tierna. La jupá, el toldo que simboliza
la presencia de Dios, está adornado con flores. Margaritas, ásteres
e iris color mermelada.
En la noche de mi luna de miel me acuesto
junto a él. Coloca sus manos sobre la almohada por encima de mi
cabeza. Besa mis sienes, mi corazón, mi vientre y, después, más
abajo.
Cierro los ojos y entro a un mundo en el que
lo único que existe es el amor.