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Lenka

 

 

 

Como una raya dibujada en la arena, el momento en que regresé a Praga marcó el instante en que empezó a desmoronarse mi vida. Esas dos semanas en Karlovy Vary fueron los últimos momentos de calma. Me había alejado de una Praga libre de la sombra de Hitler, pero a mi retorno su presencia amenazaba cada rincón de la ciudad.
De un momento a otro, parecía que no podía evitar escuchar su nombre por todas partes. ¿Invadiría Checoslovaquia o no?
Empezamos a ver desfiles por la ventana de nuestro departamento; hombres en lederhosen y mujeres en faldas tradicionales que marchaban y cantaban canciones nacionalistas alemanas. Aparecieron esvásticas en los aparadores de las tiendas. Trazos grotescos y coléricos, encarnizados como una cicatriz.
Regresé a la Academia, pero sin el mismo entusiasmo de antes. Věruška también parecía cambiada. Esa viveza de sus ojos y la plenitud de su figura, todas esas cosas que antes la hacían parecer animada, se habían apagado.
No hablamos acerca del temor que crecía dentro de nuestras familias. Había más pausas en nuestras conversaciones. Más bien, había un silencioso intercambio entre nuestros ojos cuando nos mirábamos. Nos reíamos con mucha menos frecuencia.
Ahora, por el radio, escuchábamos acerca de la presencia alemana que se cernía sobre los Sudetes, la cadena montañosa en la frontera checo-alemana. Nuestro ministro de Asuntos Exteriores, el doctor Basel, había enviado tropas checas para que patrullaran esta línea divisoria, pero todo el mundo dudaba de que pudieran mantener fuera a los alemanes por mucho tiempo.
No me había enterado de ninguna dificultad específica que afectara a los Kohn de manera similar a lo que nosotros habíamos padecido. No me imaginaba cómo podía verse afectada la consulta del doctor Kohn. Sus pacientes eran casi exclusivamente judíos. Los judíos seguirían siendo leales a otros judíos. Los bebés no eran como juegos de copas que realmente no eran indispensables para la gente. Pero, de todos modos, ¿cómo se puede saber la realidad de las preocupaciones de otros?
Ahora, los bellos labios de Elsa se crispaban al hablar. Lo advertí casi de inmediato al regresar a clases.
No le pregunté acerca de la botica de su padre. Aún olía a gardenias y nardos, pero sospechaba que, al igual que con el negocio de mi padre, el creciente antisemitismo también estaba afectando su modo de vida.
La Botica Roth, con su florido cartel art nouveau, prácticamente era la encarnación del mercantilismo judío. Se encontraba en un local inmejorable, en una de las calles aledañas a la Plaza de la Ciudad Vieja de Praga. Antes, cada vez que pasaba frente a ella, había gente que entraba y salía, con sus compras envueltas en el papel de estraza y reconocible listón morado que caracterizaban a la Botica Roth. El anuncio exterior decía que se había inaugurado en 1860; la familia había tenido ese negocio por décadas.
No había oído que rompieran ninguna de sus vidrieras, ni que hubieran aparecido consignas nazis pintarrajeadas en las paredes, pero ¿quién podía decirlo? En tan poco tiempo todo había cambiado.
A la hora del descanso, mis dos amigas y yo llevamos nuestros almuerzos al exterior. El cálido sol acarició nuestras piernas y rostros con rayos de luz color miel.
Este era nuestro tercer año en la Academia y siempre habíamos imaginado, durante nuestro primer año de estudios, que para este momento nos sentiríamos como poseedoras de sus amplios pasillos. En lugar de ello, ahora nos agobiaban las preocupaciones por nuestros padres y nuestras vidas como las habíamos conocido en Praga.
—Me pregunto si lograremos concluir nuestros estudios —dijo Elsa. Su voz atravesó el aire como una espada—. Papá dice que no está muy seguro de ello.
Věruška frunció el ceño.
—¡Por supuesto que sí! Las tropas checas no permitirán que los alemanes crucen nuestras fronteras.
No dije nada porque no sabía qué creer. Todo lo que sabía acerca de la situación política era lo que podía dilucidar a partir de las discusiones de mis padres por las noches. Y una cosa era segura: con cada día que pasaba se sentían menos seguros de la situación. Estaba surgiendo una Lenka diferente, una que existía como partida en dos mitades: una mitad quería sentirse viva y feliz, y saturarse con los sentimientos del primer amor, pero la otra mitad estaba llena de horror. Todo lo que tenía que hacer era contemplar el rostro de mi padre cuando regresaba del trabajo para ver lo que se avecinaba. Odio admitirlo ahora, pero hubo varias noches en las que, cuando atravesó la puerta, no quise levantar la mirada.

 

Las cosas sucedieron a un ritmo vertiginoso ese otoño de 1938. El 5 de octubre, nuestro presidente, Edvard Benes, dimitió al darse cuenta que la ocupación nazi era inminente. Nos habían derrotado sin que se levantara una sola arma. Nuestro Gobierno no opondría resistencia y no habría protección alguna en contra de la ola gigantesca de antisemitismo que pronto desatarían los nazis.
Empezamos a escuchar insultos en las calles: «Pedazo de mierda judía, estarás muerta para la Navidad». Elsa informó que su hermano y algunos de sus amigos habían ido a un café después de clases y que les habían dicho: «¡Fuera, judíos!». Repentinamente, el temor que veíamos en los rostros de nuestros padres también nos pertenecía.
Empezamos a oír a vecinos que estaban tratando de conseguir visas, aunque ni Elsa ni Věruška mencionaron que sus familias estuvieran intentando hacer lo mismo. Personas a las que habíamos conocido por años se marcharon de repente sin decir adiós. Nos volvimos vigilantes y cautelosos.
Ese año, empecé a aprender un nuevo arte.
El arte de ser invisible.
Mamá, también, ya no se vestía para llamar la atención; se vestía para desaparecer.
Abrigo negro. Bufandas color gris oscuro sobre un vestido del color del grafito.
Ya no bebíamos de copas de cristal de colores. En lugar de ello, las copas de vino color rubí y las copas de agua color cobalto se vendieron por mucho menos de lo que valían.
Cuando abría mi estuche de pasteles durante mis clases de dibujo, sostenía los de color naranja y verde hoja y sentía el agudo dolor que normalmente se asocia con el hambre.
Uno de nuestros profesores empezó a molestar a los muchachos judíos de nuestro salón. Criticaba sus dibujos más severamente de lo que se merecían. Rompió el bosquejo de naturaleza muerta de Arohn Gottlieb por la mitad y le dijo que se largara de su clase.
Empezamos a oír rumores de estudiantes a las que habían atacado en Polonia. Chicas atacadas por sus propios compañeros de salón después de clase, con sus caras marcadas por muchachos que las sostenían y arañaban sus rostros.
Ahora, Věruška, Elsa y yo agachábamos la cabeza cuando estábamos en clase. Aunque parecía una postura de vergüenza, lo hacíamos impulsadas por el miedo.
Una tarde, durante el almuerzo, Elsa se deshizo en llanto.
—¡Ya no aguanto más! —dijo. Había adelgazado en las últimas dos semanas. Su blanca piel parecía traslúcida y tan delgada como los pétalos de un tulipán; su cabello rubio, delgado como paja—. No puedo dibujar. Ni siquiera puedo ver lo que se supone que estamos estudiando.
Sus manos temblaban cuando las tomé en las mías.
—Elsa, todo va a estar bien.
—No, no es cierto —respondió. Al levantar la cabeza para verme, había una mirada enloquecida en sus ojos, y sus labios tenían un color rojo intenso, pero no a causa de un labial: estaban en carne viva.

 

Ahora, veía a Josef siempre que podía. Nos veíamos en un pequeño y apartado café en la calle Klimenetska casi cada tercer día. Aún no les habíamos dicho nada a nuestros padres. Me gustaría decir que manteníamos nuestro romance en secreto porque no queríamos añadirles otra carga, por la presión a que le dieran demasiada importancia a nuestra relación, pero eso sería mentir. Lo mantuvimos en secreto porque éramos jóvenes, enamorados y egoístas. Era nuestro pequeño y perfecto secreto y no queríamos compartirlo con nadie más.

 

Sentía que subsistía de aire. Casi no comía y no podía descansar por las noches, tenía la cabeza llena de pensamientos de Josef y de la siguiente vez en que nos reuniríamos. Y aunque no tenía apetito y no podía dormir, me sentía más llena de energía que nunca antes. Incluso cambió mi manera de pintar. Mis trazos eran más libres; era más generosa en mi uso de colores y texturas. También cambió mi sentido de línea. Mi mano se relajó, como si finalmente hubiera adquirido confianza, y mis dibujos adquirieron vida como jamás antes.
Ese noviembre, mientras los dos tratábamos de equilibrar nuestros estudios y nuestra relación, la amenaza de la guerra empezó a retumbar como una tormenta fuera de nuestra ventana. La escuchamos, pero tratamos de mantener esa ventana cerrada un breve tiempo más. Cada momento era más intenso que el anterior. Entre aprender que su color favorito era el verde, su autor favorito era Dostoievski y su compositor favorito era Dvořák, supimos cómo alargar nuestros besos o cómo era que al otro le agradaba que lo tocaran. Se percibía nuestro ardor aun cuando había pausas de silencio entre los dos. Ahora que lo recuerdo, fue durante esos periodos de calma, cuando caminábamos por la calle y no se posaba la mirada de nadie sobre nosotros, que me sentí más feliz. Tan sincronizados estaban nuestros pensamientos que no necesitábamos hablar. Tomaba mi mano entre la suya y nada más parecía importar. Por unos momentos, me permití sentirme segura.
Esta era una fantasía que deseaba prolongar el mayor tiempo posible, pero distaba de ser realista. A medida que aumentaron las tensiones en Praga, nos encontramos comportándonos como todos los demás judíos a nuestro alrededor. Ahora, manteníamos la cabeza baja cuando caminábamos a casa y evitábamos el contacto visual con toda persona. Era como si todos los judíos de Praga desearan poder desaparecer. Oímos de judíos que vivían cerca de los Sudetes en Alemania a los que se había obligado a abandonar sus hogares y a arrastrarse hasta la frontera checa para besar el piso. Los guardias checos los obligaban a regresar, de modo que se veían acorralados en una tierra de nadie entre los dos países, ninguno de los cuales quería darles entrada. Cada vez que llovía y que la temperatura bajaba casi a cero, pensaba en estos hombres, mujeres y niños que vivían como animales perseguidos, rodeados de lobos al acecho.
Para enero de 1939, sentimos que todo estaba perdido. Nuestro Gobierno, ahora liderado por Hachá, ordenó a la policía que se coordinara con los alemanes para suprimir la supuesta amenaza del comunismo dentro de Checoslovaquia. Fue difícil para mí comprender del todo lo que esto significaba para nosotros, pero la reacción de mi padre ante la noticia aclaró las cosas sin lugar a dudas. Esa noche, levantó sus manos al cielo y declaró que esta era una sentencia de muerte para todos los judíos checos.
Mi madre le pidió que se callara, que no hablara así enfrente de Marta y de mí.
Le sonreí a Marta, que estaba tratando de contener sus lágrimas.
—Necesitamos conseguir visas —le dijo mamá.
—¿Quién en Estados Unidos firmaría para patrocinarnos?
—¡Podemos conseguir papeles falsos! —exclamó ella.
—¡¿Con qué?! ¡¿Con qué, Eli?! —Y su respuesta agonizante me recordó el sonido del vidrio quebrándose—. Es demasiado tarde ahora. Nos debimos haber ido cuando se marcharon los Gottlieb y los Rosenthal. Ya no nos queda dinero para comprar los papeles y el pasaje —dijo desesperado, con las palmas de sus manos volteadas al cielo.

 

Un día de la primera semana de noviembre, Elsa no acudió a clases. Věruška y yo intercambiamos una mirada de preocupación.
—Quizá lograron marcharse de algún modo —dijo Věruška de manera terminante. De inmediato me pregunté si ahora la botica se encontraba vacía, sus estantes desnudos y el aroma de gardenias y rosas reemplazado por aire viciado. Quizás Elsa y su familia se habían embarcado sin tiempo de decir adiós.
Pero ¿y si algo terrible hubiera sucedido? Me sentí preocupada.
Decidí pasar por la botica del padre de Elsa de camino a reunirme con Josef. A través de los vidrios rotos, la pude ver sentada junto al mostrador, con su rostro oculto en las sombras.
Me quedé parada allí, mirándola fijamente. Si entraba, llegaría tarde a la reunión con Josef y haría que se preocupara. Si no lo hacía, al verlo me sentiría acosada por la imagen de mi amiga y su rostro destrozado como el de la vidriera de la botica.
Entré. Mis pisadas sobre las baldosas eran el único sonido. Elsa levantó la vista para mirarme, con sus ojos azules levantándose como los de una muñeca de porcelana y su boca tratando de torcerse en una sonrisa.
—Nos hiciste falta en clase el día de hoy —dije suavemente mientras me acerqué a ella.
—Ya no voy a regresar —respondió—. No me puedo concentrar y, de todos modos, papá me necesita aquí para hacerme cargo del mostrador. Tuvo que despedir a Fredrich, de modo que ahora papá es el que está encargándose de la trastienda.
—Pensé que quizá se habían marchado tú y tu familia —dije.
Me miró a la cara como si estuviese tratando de leerme el pensamiento.
—Eso estamos tratando de hacer, Lenka, pero ahora se necesita dinero para todo y ya casi no nos queda nada.
Asentí con la cabeza. Sabía demasiado bien de lo que hablaba.
—¿Hay algo que pueda hacer?
Negó con la cabeza. Elsa ya no se veía indefensa; se veía resignada.
—A la siguiente vez que venga traeré a Věruška —dije, tratando de sonar entusiasmada.
Nos despedimos con un beso y me apresuré para llegar a mi cita con Josef, con mi corazón mucho más apesadumbrado de lo que había estado esa mañana.

 

Me estaba esperando; su cuello, envuelto en una gruesa bufanda negra; sus manos, en torno a una taza de té hirviente.
—Estaba preocupado por ti —me dijo al levantarse para recibirme con un beso. Sus labios aún conservaban el calor del té.
—Lo siento —le dije—. Fui a ver qué pasaba con Elsa. No fue a clases hoy.
Levantó las cejas e hizo un gesto de desaprobación con la cabeza.
—No creo que ninguno de nosotros siga yendo a clases por mucho tiempo.
—No digas eso —respondí, inclinándome por encima de la mesa para besarlo de nuevo.
Colocó sus manos sobre mis mejillas y las mantuvo allí. Sus dedos eran tan largos que casi tocaban mis orejas.
—Bésame otra vez —le dije.
Su boca sobre la mía fue como aire nuevo entrando a mis pulmones.
—Deberíamos casarnos, Lenka —dijo al alejarse lentamente de mí.
Me reí.
—¿Casarnos? Pero ninguno de nuestros padres sabe que tenemos una relación.
—Exacto —sonrió, apretando los labios—. Exacto.

 

Esa noche, me sueño en un velo blanco. Los abrigos y mascadas negras de mi familia se han visto reemplazados por rojos y oros vivos. Sus rostros ya no están atemorizados e inquietos, sino radiantes y llenos de alegría. Veo que levantan a papá en una silla, mamá y Marta aplauden mientras lo llevan por la sala en hombros.
Bebemos vino en copas altas y rosadas y comemos un guiso de bolitas de masa hervida con la carne más tierna. La jupá, el toldo que simboliza la presencia de Dios, está adornado con flores. Margaritas, ásteres e iris color mermelada.
En la noche de mi luna de miel me acuesto junto a él. Coloca sus manos sobre la almohada por encima de mi cabeza. Besa mis sienes, mi corazón, mi vientre y, después, más abajo.
Cierro los ojos y entro a un mundo en el que lo único que existe es el amor.