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Josef
En los años que han transcurrido desde la
muerte de Amalia es frecuente que me despierte a medianoche con el
corazón acelerado y la mente aturdida por sueños que no logro
comprender. Imagino que escucho el sonido de mi localizador o la
voz de la operadora del servicio de recepción de llamadas que me
dice que estoy retrasado para asistir a un parto. Escucho la voz de
mi hija que me llama, tan frecuentemente como lo hacía de niña,
para pedirme un vaso de agua, para encontrar su osito de peluche
perdido o simplemente para asegurarse de que mi esposa y yo estamos
en casa. Y después están los ataques de ansiedad que me acosan ya
tarde por la noche, cuando la casa está en silencio y Jakob se ha
quedado dormido con la televisión prendida, y me quedo en cama
despierto, pensando: «¿Cómo es que he llegado a ser tan viejo, a
estar tan solo?».
Empujo las cobijas con mis pies arrugados.
Los dobladillos de mi piyama están luidos y tienen partes ya rotas,
pero aún no la he reemplazado. Fue un regalo de Rebekkah en el Día
del Padre años atrás. Aún puedo recordar la caja de Lord &
Taylor, la rosa roja, la elegante escritura negra y el grueso
listón blanco en un moño. «Verde, para que combine con tus ojos»,
me dijo, y después de arrugar las nubes de papel de china y de
colocar la piyama de vuelta en la caja, quise besar a mi niña en el
centro de la frente, aunque para ese entonces ya contaba con casi
cuarenta años.
A menudo me pregunto si esa es la maldición
de la vejez: sentirte joven en tu corazón mientras tu cuerpo te
traiciona. Puedo sentir la flacidez de mi sexo, contraído dentro de
mis calzoncillos, y aun así cerrar los ojos y recordar aquellos
pocos días con Lenka antes de que mi familia y yo partiéramos para
Inglaterra. La puedo ver acostada en mi cama: mi torso sobre ella,
sus ojos quemándome el alma.
Puedo ver sus brazos jalándome hacia ella,
deslizándose alrededor de mis hombros, sus manos apretándose tras
mi nuca. Puedo ver la palidez de su garganta cuando echa la cabeza
hacia atrás, ese manantial de cabello oscuro regándose sobre la
almohada, su estrecha cintura entre mis manos.
En ocasiones, me torturo evocando el peso de
Lenka entre mis brazos. Trato de obligarme a recordar el sonido de
su risa, que suena nerviosa cuando la acuesto sobre la cama. La
sensación de profundidad inacabable cuando la penetro, cuando viajo
a través de su cuerpo. Cuando le hacía el amor —cuando estaba
dentro de ella— parecía no acabarse jamás.
En mis sueños, levanto su cabello; beso su
cuello, sus párpados; beso sus hombros, su boca perfecta.
Encuentro su columna con mi dedo y trazo la
forma de cada vértebra mientras ella se envuelve a mi alrededor.
Sus piernas se aferran a mí como si estuviera escalando un árbol,
asiendo mi espalda con tal fuerza que me aprieta contra su cuerpo
tan intensamente que siento que mis huesos dejarán una marca sobre
su piel.
Y en estos pensamientos sigo siendo un joven
de veintitantos años, vital y fuerte. Tengo la cabeza cubierta de
cabello negro, mi pecho no es cóncavo, sino robusto, y mi corazón
no requiere de medicamento alguno. Soy el amado de Lenka y ella es
mi amada, y en estos sueños no hay amenazas de guerra y no existe
la necesidad imperiosa de pasaportes, visas de salida, navíos que
serán atacados con torpedos y cartas que jamás recibirán
contestación. Son sueños.
Míos.
Absurdos. Viejos. Míos.
Y no me permiten descansar jamás; quizá no
me permiten morir.
Mi cabeza está colmada de sueños; mi corazón
está colmado de fantasmas.
Me siento en la orilla de la cama y meto los
pies en mis pantuflas. Ajusto la estación del radio y me quedo
dormido con la música de Duke Ellington.
Y vuelvo a soñar. Después me despierto, me
limpio la saliva de los labios y deslizo una mano al interior de mi
piyama para confirmar que todavía estoy entero.
Y, cruelmente, siempre lo estoy.