31
Josef
Mi nieto nació cinco años después. Estuve
en la sala de espera con Benjamín y Amalia. El médico que se hizo
cargo del parto era un pupilo mío. Supe que era él al momento de
verle las manos; eran grandes y fuertes. Había asistido al parto de
más de trescientas criaturas y yo confiaba en él de manera
implícita. Sus cesáreas eran intachables y sus suturas eran
perfectas y sanaban sin dejar rastro de cicatriz.
Rebekkah jamás había estado tan bella como
cuando estuvo embarazada. Su largo cabello se hizo grueso y
lustroso, su pálida piel relucía.
Amalia le hizo varios vestidos de
maternidad. Al regresar del trabajo, Benjamín le compraba malteadas
y ramos de lirios de los valles de camino a casa. Se había vuelto
delgado y fuerte después de sus estudios de leyes y juntos parecían
uno de los cuadros medievales que recordaba de las iglesias de
Praga; mi hija, una madona con el vientre abultado, y Benjamín, uno
de los reyes magos que le llevaba regalos.
Cuando Rebekkah empezó el trabajo de parto,
Amalia y yo caminamos de nuestro departamento al Hospital Lenox
Hill.
Me sabía el camino de memoria; lo había
recorrido por veinte años: diecisiete minutos si no teníamos que
detenernos en los semáforos, veintiuno si teníamos que esperar a
cruzar la calle en más de tres.
Amalia tenía cincuenta y dos años y yo
cincuenta y seis. Ya habíamos encanecido. Yo tenía algo de panza,
pero Amalia seguía tan delgada como siempre; sólo la piel de sus
brazos revelaba su edad.
Podía ver en sus ojos lo nerviosa que estaba
de camino al hospital.
—Estará perfectamente bien —le dije y apreté
su mano y coloqué mi brazo alrededor de sus hombros. Los huesos de
su espalda temblaban mientras la sostenía.
En la central de enfermeras, todos me dieron
la bienvenida como si fuera parte de la realeza.
—Felicidades, doctor Kohn —entonaron todos,
incluso antes de que terminara el parto—. Va de maravilla; ya tiene
cuatro centímetros de dilatación.
Benjamín estaba sentado en uno de los
sillones de vinil; su rostro, blanco por la falta de sueño.
—Papá —dijo, levantándose—. Qué gusto que ya
estés aquí.
Yo quería a Benjamín como si fuera un hijo y
cada vez que me llamaba papá era como una dosis adicional de amor
paternal directa al corazón.
—No te preocupes —le dije y lo abracé. Me
sentía como un general que les daba aliento a sus tropas.
Les llevé café —negro para Amalia y con
mucha leche y azúcar para Benjamín— y después fui a ver cómo iba
Rebekkah.
Estaba acostada de lado, el dolor era
claramente visible en su rostro.
—Hola, cielo —susurré.
Me sonrió, aunque pude ver el trabajo que le
costaba. Un médico puede medir el dolor que experimenta un paciente
con sólo verlo y el de Rebekkah iba en ascenso. También pude ver el
temor en sus ojos.
Tomé su mano. Ah, esa mano de mi hija. Sus
dedos asieron mi corazón, con la calidez de los mismos hundiéndose
en los míos.
—¿Dónde está el doctor Liep? —dije
suavemente.
—Vino a revisarme hace unos minutos y dijo
que todavía tengo que esperar.
—¡Pues, apúrate de una vez! La maternidad te
está esperando —dije en tono de broma. Era algo que les había dicho
a mis propias pacientes en muchas ocasiones.
Pero mi Rebekkah no se rio, lo que era
inusual en ella porque siempre se reía cuando trataba de hacerle
alguna broma. Era una de las bondades de mi hija: reírse aun cuando
yo no era gracioso. Se reía conmigo para que no me sintiera
solo.
—Voy a buscarlo. —Traté de tranquilizarla—.
¿Estás cómoda?
—Sí —me dijo valientemente. Pero yo sabía
que no era así. Nos había dicho que no quería que le dieran Demerol
porque quería pasar por el parto sin medicamentos, no en un estado
de duermevela. Iba a dar a luz consciente y con los ojos bien
abiertos.
—¿Consciente? —recuerdo que dijo Benjamín en
nuestra sala mientras hacía un gesto de desaprobación con la
cabeza—. Papá, ¿cuántos partos naturales has visto en los que la
mujer estaba consciente?
—No muchos, realmente no muchos —dije con
una risa—. Pero Rebekkah puede manejarlo.
—Fantástico —respondió Benjamín—. Ahora
sabemos qué hacer si las cosas se ponen un poco difíciles allí
dentro.
Sonreí y recordé a Rebekkah tan sólo unos
días antes, sentada en un sillón, con su vientre redondo como una
sandía y sus delgados brazos cruzados sobre él de manera
desafiante.
Recuerdo haber pensado que allí estaba yo,
un obstetra observando a mi propia hija a punto de dar a luz y
todavía capaz de ser sorprendido por ella.
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Bajo las luces fluorescentes de la sala de
médicos, encuentro al doctor Liep revisando algunos
documentos.
Levantó la mirada cuando oyó mis
pisadas.
—Está perfectamente, Josef. Otros cinco
centímetros y podemos proceder.
Sabía que yo había revisado miles de
documentos mientras mis pacientes esperaban en sus camas a que la
naturaleza hiciera su trabajo, pero estaría mintiendo si dijera que
no esperaba que el doctor Liep estuviera en la habitación con
Rebekkah durante la mayor parte de su trabajo de parto.
Lo acompañé de vuelta a su habitación, pero
me marché cuando se acercó para revisarla. Mi hija quería que
respetara su privacidad y yo quería cumplir con mi promesa.
Si tenía cinco centímetros de dilatación,
calculaba que estaría en pleno trabajo de parto en tres o cuatro
horas más.
Regresé a la sala de espera.
—Todavía vamos a estar aquí un buen tiempo
—les dije—. Benjamín, ¿por qué no van tú y Amalia a comer algo
abajo mientras me quedo aquí por cualquier cosa?
Estuvieron de acuerdo y yo me acomodé en una
de las sillas del hospital. Era algo totalmente novedoso para mí
estar del lado de la familia en espera de buenas noticias; que el
bebé estaba sano, que la mamá estaba bien y que ahora había un
nuevo varón o una mujer en la familia.
Debo admitir que no me gustaba esa pérdida
de control. Quería estar en la habitación con Rebekkah, con su
expediente en mis manos y mis guantes puestos en caso de cualquier
urgencia.
Pero incluso yo sabía que esa no era buena
idea. Creo que, en mi corazón, pensé que todo iba a salir
perfectamente. De modo que cuando una de mis enfermeras favoritas
hizo su aparición para decirme que el hombro del bebé se había
atorado en el canal del parto, ella y otra enfermera más tuvieron
que detenerme para que no regresara a la habitación a toda
prisa.
La distocia de hombro es la peor pesadilla
de cualquier obstetra, no hay nada peor que ver la cabeza del bebé
y mirar cómo empieza a ponerse azul.
Casi siempre, era imposible realizar una
cesárea porque, normalmente, el bebé estaba atrapado demasiado
abajo.
Mientras luchaba por liberarme, la enfermera
puso sus manos sobre mis hombros.
—Phillip cree que es mejor que usted se
quede aquí, doc.
Sabía que yo hubiera dado las mismas
instrucciones si nos hubiéramos encontrado el uno en los zapatos
del otro. Nadie quiere que haya emociones familiares en la sala de
operaciones; pero la idea de Rebekkah sufriendo y aterrada en la
sala de parto, la idea de que mi nieto posiblemente no sobreviviría
o que su brazo no funcionaría el resto de su vida —una complicación
más que posible en el caso de distocia del parto— me
aterraba.
La enfermera me tomó del brazo.
—Venga, doctor Kohn. Vamos a caminar.
—Necesito que haya alguien aquí para
tranquilizar a Amalia y a Benjamín cuando regresen —le dije—.
Pídele a una de las enfermeras que les diga que hubo una
complicación, pero que todo va a estar bien.
—Por supuesto —me respondió—. Está
hecho.
Me llevó por el corredor. Había caminado
sobre este piso miles de veces, pero en esta ocasión el temor casi
no me permitía moverme.
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Mi nieto nació color azul. A menudo he
regresado a esa imagen de él, un bebecito de cuatro kilos sin
fuerza y con la piel moteada como la de una ciruela. Rebekkah me
contó que su primer llanto sonó como si se hubiera ahogado, un
grito gorjeante proveniente del fondo de un océano.
—Luchó por salir del vientre —dijo el
médico—. Esta criatura es un guerrero miniatura.
—La posición de McRoberts no tuvo ningún
resultado, pero la presión suprapúbica funcionó de maravilla. —Me
estaba sonriendo, pero podía leer la expresión de su rostro a la
perfección: había estado aterrado. El agotamiento y el temor
todavía se vislumbraban en sus ojos y, si no hubiera estado tan
exhausto en ese momento, lo hubiera abrazado y le hubiera dicho lo
agradecido que estaba de haber ayudado a mi nieto a nacer
sano.
—Le vamos a poner Jason, papá —me dijo
Rebekkah—. En honor al abuelo de Benjamín, Joshua.
—Un muy buen nombre —les dije.
Sostuve a Jason en mis brazos y sollocé. El
hijo de mi hija. Mi nieto, con mi sangre corriendo dentro de la
suya. Otra vida en este mundo para amar, para cantar, para hacer
tantas cosas buenas. Mi corazón se alegró al pensar en su travesía
en la vida y en todos los hitos a los que llegaría: sus primeras
palabras, sus primeros pasos.
Su primer amor.
Leí sus rasgos como si fuera un mapa. Miré
su frente amplia y la curva de sus labios y contemplé a mi hija. El
poderoso entrecejo arriba de los párpados curvos eran los de mi
yerno y el pequeño mentón era de Amalia. No me vi a mí mismo sino
hasta que abrió los ojos por la noche. En la acuosa mirada índigo
de los recién nacidos, me vi reflejado en sus ojos. Tan oscuros
como mis recuerdos, tan profundos como el mar; amé a ese muchacho
desde el momento en que nació.
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No he contado la historia de mi hijo, Jakob.
Mi niñito con sus extremidades regordetas, sus pensamientos
profundos y su carácter silencioso.
Después de su circuncisión, Isaac le tocó
las melodías de Brahms y Dvořák, y años después, cuando lo llevé al
médico, me pregunté si había sido en ese octavo día que toda
nuestra tristeza se había colado en su pequeña alma.
Por supuesto, ¿no era lógico que nuestro
hijo creciera triste y callado con padres como nosotros? De alguna
manera, Rebekkah tenía el don de un fuego interno, como el de mi
hermana, su espíritu teñido de rojo.
Pero los ojos de Jakob habían sido tristes
desde el momento en que lo sostuvimos en nuestros brazos. Amalia
habló de ello antes que yo.
—Es diferente —me dijo, cuando tenía menos
de dos semanas de nacido—. Puedo escucharlo.
Le dije que lo estaba imaginando.
—No tiene absolutamente nada —repliqué—.
Está sano y fuerte.
—No llora por hambre o por sueño —agregó
ella—. Llora por llorar.
—Los bebés lloran —le respondí— porque
todavía no pueden hablar.
—Lo siento en los huesos —dijo—. Es un
llanto de tristeza.
Mi hijo necesitaba que se le tuviera en
brazos. En los meses posteriores a su nacimiento, nos turnábamos
para acurrucarlo durante las noches. Amalia le cantaba las
canciones que su madre le había cantado a ella. Su voz tranquila y
cantarina lo calmaba por un momento, como si las melodías le fueran
tan conocidas como lo eran para ella. Cuando era mi turno, lo
llevaba a mi oficina, que estaba junto a nuestra habitación. Nos
sentábamos frente a mi escritorio, con su pequeño rostro oculto
contra mi pecho, y le leía. Probablemente debí haberle leído algún
libro infantil como Babar o El conejito Benjamín en lugar de las novelas que yo
prefería, pero siempre dejaba de llorar cuando estábamos
juntos.
En el jardín de niños dijeron que era
inusualmente inteligente y que podía trabajar con rompecabezas todo
el día. No le gustaba jugar con los demás niños, «pero ¿quién
podría culparlo por ello?», pensé.
—Es muy reflexivo —nos dijo su maestra— y
tremendamente sensible.
Le llamaba la atención la lluvia cayendo
contra las ventanas como lágrimas y que las baldosas de linóleo de
la cocina estaban salpicadas de motitas color ámbar. Ante esto,
Amalia y yo sonreímos. Un pequeñito que mira por la ventana, que
prefiere la soledad a jugar con los demás en el pasamanos o en el
arenero. Yo me dije que debía aceptar a mi hijo como era.
Al nacer Rebekkah, sólo enfatizó lo
diferente que era Jakob. Ella era una masa de energía constante y
sus ojos bailaban cuando la sosteníamos entre nuestros brazos. Se
reía; sólo lloraba cuando tenía hambre o cuando estaba muy cansada,
pero Amalia tenía razón en cuanto a lo que había detectado en
nuestro hijo. El llanto de Rebekkah tenía un principio y un final
definitivos. No era un grito largo y lastimero como el de
Jakob.
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¿Qué se hace con un hijo que no tiene
interés en hacer amigos, que en lugar de ello inventa compañeros
imaginarios cuando está a solas en su habitación, con sus bloques
apilados y las torres del Lego con colores coordinados y que sólo
quiere vestirse de azul?
Camiseta azul. Pantalones azules. Calcetines
azules.
—Le gusta el azul y es muy decidido. Siente
pasión por lo que le gusta —le digo a Amalia.
Ella niega con la cabeza.
—No. Algo está mal.
«Yo soy médico», quiero decirle. «Sí, es un
poco extraño, pero es nuestro hijo y está perfectamente
bien».
Pero la intuición de una madre siempre es
correcta. ¿No debí haberlo sabido? ¿Cuántas veces he visto a
mujeres que vienen a mi consultorio diciéndome que intuyen que hay
algo mal con el embarazo sólo para que resulte que tenían la
razón?
Cuando Jakob inició la primaria fue evidente
que no podía funcionar dentro de la estructura de un salón de
clases. A menudo, su oscuro cabello café caía sobre sus ojos y su
cuerpo antes regordete se había alargado y adelgazado. Me recordaba
a un potrillo enclenque, batallando por sostenerse de pie. Los
ruidos le molestaban, cualquier cambio que el maestro hiciera en
los horarios provocaba un berrinche y no toleraba que nadie más que
Amalia o yo lo tocara. Si alguien más apenas lo rozaba, reaccionaba
como si la piel le quemara.
Lo llevamos con un especialista tras otro.
Sus puntuaciones en las escalas de inteligencia dejaban a todos
perplejos, pero parecía incapaz de funcionar fuera de su propio
pequeño mundo particular.
La escuela Yeshiva
de Brooklyn fue la única que lo aceptó y empezó a florecer bajo el
cuidado de sus maestros. Le fascinaba el hebreo y lo tomó como si
fuera un misterio que necesitaba decodificar. El horario era rígido
y los demás niños eran obedientes y lo dejaban en paz.
Adoptó el uniforme y, aunque era blanco y
negro en lugar de azul, le agradaba la coherencia de tener que
usarlo a diario y la tela no lo irritaba como lo hacían tantas
otras cosas.
Le gustaba el pequeño edificio de ladrillos
y las bancas del patio de juegos, además del hecho de que nadie lo
molestaba si jugaba a solas o si simplemente observaba desde algún
sitio. Cuando se mecía hacia delante o atrás o cuando agitaba los
brazos, los maestros les decían a los otros alumnos que era el
método particular de Jakob para orar.
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Mi vida adulta tiene la maldición de una
dualidad constante. Es como si alguien hubiera tomado un cuchillo
de carnicero para dividir mi existencia de modo que no puedo
disfrutar de una cosa sin ver la tristeza del anverso. Me casé con
Amalia, pero no pude dejar de pensar cómo hubiera sido mi vida con
Lenka. Vi a mi bella hija crecer hasta convertirse en la mujer que
es, al tiempo que observé a mi hijo esforzarse por obtener un viso
de existencia con todas sus limitaciones.
Durante esos años, cuando Jakob y Rebekkah
eran adolescentes, nuestra hija se vestía con su falda de pana y su
suéter de cuello de tortuga y quedaba con sus amigos para ir a
comer una hamburguesa y una malteada, mientras Jakob se quedaba con
Amalia y conmigo frente al televisor. Yo recogía los platos con las
verduras y carne sobrecocidas de Amalia, tirando los sobrantes
silenciosamente en el bote de basura al tiempo que escuchaba a mi
hijo responder correctamente todas las preguntas de algún concurso
antes de que los participantes siquiera tuvieran la oportunidad de
tratar de contestarlas.
Y observaba las cabezas de Amalia y de Jakob
mirando fijamente a la pantalla. Quería que mi esposa volteara a
verme, pero seguía con la vista fija hacia el frente. Sé que debe
haber oído a Jakob responder todas las preguntas, pero no sonreía
con orgullo. Ni tampoco lloraba. Se limitaba a comer alimentos
insípidos y a mirar el programa de televisión que para ella carecía
de todo significado, sin emitir palabra.
Ahora, Rebekkah es esposa y madre. Casada
con un abogado y ya con un hijo. Mi hijo, ahora de cincuenta años,
sigue viviendo en casa. Es lo bastante competente como para vivir
por sí solo, pero siempre se ha negado a esa oportunidad.
—¿Para qué, papá? Estoy feliz..., estoy
feliz aquí con ustedes. —Su discurso es cuidadoso y prudente, como
si sopesara cada palabra dentro de su cabeza antes de
articularla.
Levanto las cejas y me quedo viendo la
lánguida faz de mi hijo, sus ojos claros como hielo resquebrajado,
sus manos nerviosas. Una parte de mí quiere admitir la culpa ante
él. Quiere liberar tantos años de frustración por ver a mi
brillante hijo encerrado en su capullo de seda. Pero no tengo las
fuerzas para hacerlo.
Él lee mis pensamientos, detecta mi
tristeza, advierte mi enojo, que pasa por mis retinas como un rayo
en una tormenta.
Pero que después se ha ido.