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Josef

 

 

 

Mi nieto nació cinco años después. Estuve en la sala de espera con Benjamín y Amalia. El médico que se hizo cargo del parto era un pupilo mío. Supe que era él al momento de verle las manos; eran grandes y fuertes. Había asistido al parto de más de trescientas criaturas y yo confiaba en él de manera implícita. Sus cesáreas eran intachables y sus suturas eran perfectas y sanaban sin dejar rastro de cicatriz.
Rebekkah jamás había estado tan bella como cuando estuvo embarazada. Su largo cabello se hizo grueso y lustroso, su pálida piel relucía.
Amalia le hizo varios vestidos de maternidad. Al regresar del trabajo, Benjamín le compraba malteadas y ramos de lirios de los valles de camino a casa. Se había vuelto delgado y fuerte después de sus estudios de leyes y juntos parecían uno de los cuadros medievales que recordaba de las iglesias de Praga; mi hija, una madona con el vientre abultado, y Benjamín, uno de los reyes magos que le llevaba regalos.
Cuando Rebekkah empezó el trabajo de parto, Amalia y yo caminamos de nuestro departamento al Hospital Lenox Hill.
Me sabía el camino de memoria; lo había recorrido por veinte años: diecisiete minutos si no teníamos que detenernos en los semáforos, veintiuno si teníamos que esperar a cruzar la calle en más de tres.
Amalia tenía cincuenta y dos años y yo cincuenta y seis. Ya habíamos encanecido. Yo tenía algo de panza, pero Amalia seguía tan delgada como siempre; sólo la piel de sus brazos revelaba su edad.
Podía ver en sus ojos lo nerviosa que estaba de camino al hospital.
—Estará perfectamente bien —le dije y apreté su mano y coloqué mi brazo alrededor de sus hombros. Los huesos de su espalda temblaban mientras la sostenía.
En la central de enfermeras, todos me dieron la bienvenida como si fuera parte de la realeza.
—Felicidades, doctor Kohn —entonaron todos, incluso antes de que terminara el parto—. Va de maravilla; ya tiene cuatro centímetros de dilatación.
Benjamín estaba sentado en uno de los sillones de vinil; su rostro, blanco por la falta de sueño.
—Papá —dijo, levantándose—. Qué gusto que ya estés aquí.
Yo quería a Benjamín como si fuera un hijo y cada vez que me llamaba papá era como una dosis adicional de amor paternal directa al corazón.
—No te preocupes —le dije y lo abracé. Me sentía como un general que les daba aliento a sus tropas.
Les llevé café —negro para Amalia y con mucha leche y azúcar para Benjamín— y después fui a ver cómo iba Rebekkah.
Estaba acostada de lado, el dolor era claramente visible en su rostro.
—Hola, cielo —susurré.
Me sonrió, aunque pude ver el trabajo que le costaba. Un médico puede medir el dolor que experimenta un paciente con sólo verlo y el de Rebekkah iba en ascenso. También pude ver el temor en sus ojos.
Tomé su mano. Ah, esa mano de mi hija. Sus dedos asieron mi corazón, con la calidez de los mismos hundiéndose en los míos.
—¿Dónde está el doctor Liep? —dije suavemente.
—Vino a revisarme hace unos minutos y dijo que todavía tengo que esperar.
—¡Pues, apúrate de una vez! La maternidad te está esperando —dije en tono de broma. Era algo que les había dicho a mis propias pacientes en muchas ocasiones.
Pero mi Rebekkah no se rio, lo que era inusual en ella porque siempre se reía cuando trataba de hacerle alguna broma. Era una de las bondades de mi hija: reírse aun cuando yo no era gracioso. Se reía conmigo para que no me sintiera solo.
—Voy a buscarlo. —Traté de tranquilizarla—. ¿Estás cómoda?
—Sí —me dijo valientemente. Pero yo sabía que no era así. Nos había dicho que no quería que le dieran Demerol porque quería pasar por el parto sin medicamentos, no en un estado de duermevela. Iba a dar a luz consciente y con los ojos bien abiertos.
—¿Consciente? —recuerdo que dijo Benjamín en nuestra sala mientras hacía un gesto de desaprobación con la cabeza—. Papá, ¿cuántos partos naturales has visto en los que la mujer estaba consciente?
—No muchos, realmente no muchos —dije con una risa—. Pero Rebekkah puede manejarlo.
—Fantástico —respondió Benjamín—. Ahora sabemos qué hacer si las cosas se ponen un poco difíciles allí dentro.
Sonreí y recordé a Rebekkah tan sólo unos días antes, sentada en un sillón, con su vientre redondo como una sandía y sus delgados brazos cruzados sobre él de manera desafiante.
Recuerdo haber pensado que allí estaba yo, un obstetra observando a mi propia hija a punto de dar a luz y todavía capaz de ser sorprendido por ella.

 

Bajo las luces fluorescentes de la sala de médicos, encuentro al doctor Liep revisando algunos documentos.
Levantó la mirada cuando oyó mis pisadas.
—Está perfectamente, Josef. Otros cinco centímetros y podemos proceder.
Sabía que yo había revisado miles de documentos mientras mis pacientes esperaban en sus camas a que la naturaleza hiciera su trabajo, pero estaría mintiendo si dijera que no esperaba que el doctor Liep estuviera en la habitación con Rebekkah durante la mayor parte de su trabajo de parto.
Lo acompañé de vuelta a su habitación, pero me marché cuando se acercó para revisarla. Mi hija quería que respetara su privacidad y yo quería cumplir con mi promesa.
Si tenía cinco centímetros de dilatación, calculaba que estaría en pleno trabajo de parto en tres o cuatro horas más.
Regresé a la sala de espera.
—Todavía vamos a estar aquí un buen tiempo —les dije—. Benjamín, ¿por qué no van tú y Amalia a comer algo abajo mientras me quedo aquí por cualquier cosa?
Estuvieron de acuerdo y yo me acomodé en una de las sillas del hospital. Era algo totalmente novedoso para mí estar del lado de la familia en espera de buenas noticias; que el bebé estaba sano, que la mamá estaba bien y que ahora había un nuevo varón o una mujer en la familia.
Debo admitir que no me gustaba esa pérdida de control. Quería estar en la habitación con Rebekkah, con su expediente en mis manos y mis guantes puestos en caso de cualquier urgencia.
Pero incluso yo sabía que esa no era buena idea. Creo que, en mi corazón, pensé que todo iba a salir perfectamente. De modo que cuando una de mis enfermeras favoritas hizo su aparición para decirme que el hombro del bebé se había atorado en el canal del parto, ella y otra enfermera más tuvieron que detenerme para que no regresara a la habitación a toda prisa.
La distocia de hombro es la peor pesadilla de cualquier obstetra, no hay nada peor que ver la cabeza del bebé y mirar cómo empieza a ponerse azul.
Casi siempre, era imposible realizar una cesárea porque, normalmente, el bebé estaba atrapado demasiado abajo.
Mientras luchaba por liberarme, la enfermera puso sus manos sobre mis hombros.
—Phillip cree que es mejor que usted se quede aquí, doc.
Sabía que yo hubiera dado las mismas instrucciones si nos hubiéramos encontrado el uno en los zapatos del otro. Nadie quiere que haya emociones familiares en la sala de operaciones; pero la idea de Rebekkah sufriendo y aterrada en la sala de parto, la idea de que mi nieto posiblemente no sobreviviría o que su brazo no funcionaría el resto de su vida —una complicación más que posible en el caso de distocia del parto— me aterraba.
La enfermera me tomó del brazo.
—Venga, doctor Kohn. Vamos a caminar.
—Necesito que haya alguien aquí para tranquilizar a Amalia y a Benjamín cuando regresen —le dije—. Pídele a una de las enfermeras que les diga que hubo una complicación, pero que todo va a estar bien.
—Por supuesto —me respondió—. Está hecho.
Me llevó por el corredor. Había caminado sobre este piso miles de veces, pero en esta ocasión el temor casi no me permitía moverme.

 

Mi nieto nació color azul. A menudo he regresado a esa imagen de él, un bebecito de cuatro kilos sin fuerza y con la piel moteada como la de una ciruela. Rebekkah me contó que su primer llanto sonó como si se hubiera ahogado, un grito gorjeante proveniente del fondo de un océano.
—Luchó por salir del vientre —dijo el médico—. Esta criatura es un guerrero miniatura.
—La posición de McRoberts no tuvo ningún resultado, pero la presión suprapúbica funcionó de maravilla. —Me estaba sonriendo, pero podía leer la expresión de su rostro a la perfección: había estado aterrado. El agotamiento y el temor todavía se vislumbraban en sus ojos y, si no hubiera estado tan exhausto en ese momento, lo hubiera abrazado y le hubiera dicho lo agradecido que estaba de haber ayudado a mi nieto a nacer sano.
—Le vamos a poner Jason, papá —me dijo Rebekkah—. En honor al abuelo de Benjamín, Joshua.
—Un muy buen nombre —les dije.
Sostuve a Jason en mis brazos y sollocé. El hijo de mi hija. Mi nieto, con mi sangre corriendo dentro de la suya. Otra vida en este mundo para amar, para cantar, para hacer tantas cosas buenas. Mi corazón se alegró al pensar en su travesía en la vida y en todos los hitos a los que llegaría: sus primeras palabras, sus primeros pasos.
Su primer amor.
Leí sus rasgos como si fuera un mapa. Miré su frente amplia y la curva de sus labios y contemplé a mi hija. El poderoso entrecejo arriba de los párpados curvos eran los de mi yerno y el pequeño mentón era de Amalia. No me vi a mí mismo sino hasta que abrió los ojos por la noche. En la acuosa mirada índigo de los recién nacidos, me vi reflejado en sus ojos. Tan oscuros como mis recuerdos, tan profundos como el mar; amé a ese muchacho desde el momento en que nació.

 

No he contado la historia de mi hijo, Jakob. Mi niñito con sus extremidades regordetas, sus pensamientos profundos y su carácter silencioso.
Después de su circuncisión, Isaac le tocó las melodías de Brahms y Dvořák, y años después, cuando lo llevé al médico, me pregunté si había sido en ese octavo día que toda nuestra tristeza se había colado en su pequeña alma.
Por supuesto, ¿no era lógico que nuestro hijo creciera triste y callado con padres como nosotros? De alguna manera, Rebekkah tenía el don de un fuego interno, como el de mi hermana, su espíritu teñido de rojo.
Pero los ojos de Jakob habían sido tristes desde el momento en que lo sostuvimos en nuestros brazos. Amalia habló de ello antes que yo.
—Es diferente —me dijo, cuando tenía menos de dos semanas de nacido—. Puedo escucharlo.
Le dije que lo estaba imaginando.
—No tiene absolutamente nada —repliqué—. Está sano y fuerte.
—No llora por hambre o por sueño —agregó ella—. Llora por llorar.
—Los bebés lloran —le respondí— porque todavía no pueden hablar.
—Lo siento en los huesos —dijo—. Es un llanto de tristeza.
Mi hijo necesitaba que se le tuviera en brazos. En los meses posteriores a su nacimiento, nos turnábamos para acurrucarlo durante las noches. Amalia le cantaba las canciones que su madre le había cantado a ella. Su voz tranquila y cantarina lo calmaba por un momento, como si las melodías le fueran tan conocidas como lo eran para ella. Cuando era mi turno, lo llevaba a mi oficina, que estaba junto a nuestra habitación. Nos sentábamos frente a mi escritorio, con su pequeño rostro oculto contra mi pecho, y le leía. Probablemente debí haberle leído algún libro infantil como Babar o El conejito Benjamín en lugar de las novelas que yo prefería, pero siempre dejaba de llorar cuando estábamos juntos.
En el jardín de niños dijeron que era inusualmente inteligente y que podía trabajar con rompecabezas todo el día. No le gustaba jugar con los demás niños, «pero ¿quién podría culparlo por ello?», pensé.
—Es muy reflexivo —nos dijo su maestra— y tremendamente sensible.
Le llamaba la atención la lluvia cayendo contra las ventanas como lágrimas y que las baldosas de linóleo de la cocina estaban salpicadas de motitas color ámbar. Ante esto, Amalia y yo sonreímos. Un pequeñito que mira por la ventana, que prefiere la soledad a jugar con los demás en el pasamanos o en el arenero. Yo me dije que debía aceptar a mi hijo como era.
Al nacer Rebekkah, sólo enfatizó lo diferente que era Jakob. Ella era una masa de energía constante y sus ojos bailaban cuando la sosteníamos entre nuestros brazos. Se reía; sólo lloraba cuando tenía hambre o cuando estaba muy cansada, pero Amalia tenía razón en cuanto a lo que había detectado en nuestro hijo. El llanto de Rebekkah tenía un principio y un final definitivos. No era un grito largo y lastimero como el de Jakob.

 

¿Qué se hace con un hijo que no tiene interés en hacer amigos, que en lugar de ello inventa compañeros imaginarios cuando está a solas en su habitación, con sus bloques apilados y las torres del Lego con colores coordinados y que sólo quiere vestirse de azul?
Camiseta azul. Pantalones azules. Calcetines azules.
—Le gusta el azul y es muy decidido. Siente pasión por lo que le gusta —le digo a Amalia.
Ella niega con la cabeza.
—No. Algo está mal.
«Yo soy médico», quiero decirle. «Sí, es un poco extraño, pero es nuestro hijo y está perfectamente bien».
Pero la intuición de una madre siempre es correcta. ¿No debí haberlo sabido? ¿Cuántas veces he visto a mujeres que vienen a mi consultorio diciéndome que intuyen que hay algo mal con el embarazo sólo para que resulte que tenían la razón?
Cuando Jakob inició la primaria fue evidente que no podía funcionar dentro de la estructura de un salón de clases. A menudo, su oscuro cabello café caía sobre sus ojos y su cuerpo antes regordete se había alargado y adelgazado. Me recordaba a un potrillo enclenque, batallando por sostenerse de pie. Los ruidos le molestaban, cualquier cambio que el maestro hiciera en los horarios provocaba un berrinche y no toleraba que nadie más que Amalia o yo lo tocara. Si alguien más apenas lo rozaba, reaccionaba como si la piel le quemara.
Lo llevamos con un especialista tras otro. Sus puntuaciones en las escalas de inteligencia dejaban a todos perplejos, pero parecía incapaz de funcionar fuera de su propio pequeño mundo particular.
La escuela Yeshiva de Brooklyn fue la única que lo aceptó y empezó a florecer bajo el cuidado de sus maestros. Le fascinaba el hebreo y lo tomó como si fuera un misterio que necesitaba decodificar. El horario era rígido y los demás niños eran obedientes y lo dejaban en paz.
Adoptó el uniforme y, aunque era blanco y negro en lugar de azul, le agradaba la coherencia de tener que usarlo a diario y la tela no lo irritaba como lo hacían tantas otras cosas.
Le gustaba el pequeño edificio de ladrillos y las bancas del patio de juegos, además del hecho de que nadie lo molestaba si jugaba a solas o si simplemente observaba desde algún sitio. Cuando se mecía hacia delante o atrás o cuando agitaba los brazos, los maestros les decían a los otros alumnos que era el método particular de Jakob para orar.

 

Mi vida adulta tiene la maldición de una dualidad constante. Es como si alguien hubiera tomado un cuchillo de carnicero para dividir mi existencia de modo que no puedo disfrutar de una cosa sin ver la tristeza del anverso. Me casé con Amalia, pero no pude dejar de pensar cómo hubiera sido mi vida con Lenka. Vi a mi bella hija crecer hasta convertirse en la mujer que es, al tiempo que observé a mi hijo esforzarse por obtener un viso de existencia con todas sus limitaciones.
Durante esos años, cuando Jakob y Rebekkah eran adolescentes, nuestra hija se vestía con su falda de pana y su suéter de cuello de tortuga y quedaba con sus amigos para ir a comer una hamburguesa y una malteada, mientras Jakob se quedaba con Amalia y conmigo frente al televisor. Yo recogía los platos con las verduras y carne sobrecocidas de Amalia, tirando los sobrantes silenciosamente en el bote de basura al tiempo que escuchaba a mi hijo responder correctamente todas las preguntas de algún concurso antes de que los participantes siquiera tuvieran la oportunidad de tratar de contestarlas.
Y observaba las cabezas de Amalia y de Jakob mirando fijamente a la pantalla. Quería que mi esposa volteara a verme, pero seguía con la vista fija hacia el frente. Sé que debe haber oído a Jakob responder todas las preguntas, pero no sonreía con orgullo. Ni tampoco lloraba. Se limitaba a comer alimentos insípidos y a mirar el programa de televisión que para ella carecía de todo significado, sin emitir palabra.
Ahora, Rebekkah es esposa y madre. Casada con un abogado y ya con un hijo. Mi hijo, ahora de cincuenta años, sigue viviendo en casa. Es lo bastante competente como para vivir por sí solo, pero siempre se ha negado a esa oportunidad.
—¿Para qué, papá? Estoy feliz..., estoy feliz aquí con ustedes. —Su discurso es cuidadoso y prudente, como si sopesara cada palabra dentro de su cabeza antes de articularla.
Levanto las cejas y me quedo viendo la lánguida faz de mi hijo, sus ojos claros como hielo resquebrajado, sus manos nerviosas. Una parte de mí quiere admitir la culpa ante él. Quiere liberar tantos años de frustración por ver a mi brillante hijo encerrado en su capullo de seda. Pero no tengo las fuerzas para hacerlo.
Él lee mis pensamientos, detecta mi tristeza, advierte mi enojo, que pasa por mis retinas como un rayo en una tormenta.
Pero que después se ha ido.