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Josef
Después de la guerra, empecé a buscar a
Lenka a través de canales más oficiales. La Cruz Roja había creado
centros de búsqueda en todo el país, de modo que me registré en uno
en la Parte Alta del Lado Oeste. Iba una vez por semana, ya fuera
en el intenso frío o en la lluvia torrencial, para ver si habían
localizado a Lenka.
Hice una petición oficial y llené formulario
tras formulario.
En mi primera visita, la mujer que me estaba
ayudando me conminó a que tuviera paciencia.
—Estamos trabajando con organizaciones
judías en toda Europa —me dijo—. Denos tiempo; nos comunicaremos
con usted de inmediato si tenemos alguna noticia.
Pero no esperé a que me hablaran. Seguí
yendo semana tras semana, cada miércoles al mediodía. La
regularidad de mis visitas me hacía sentir que no me estaba dando
por vencido. Jamás falté a mi cita semanal.
Mes tras mes.
Pronto, se convirtió en un año.
—Cada día crece la lista de supervivientes
—me informaron—. Recibimos nombres nuevos constantemente, así que
hay esperanzas.
A lo largo de ese primer año, llegué a
conocer a casi todas las personas que trabajaban en la oficina.
Geraldine Dobrow se convirtió en mi administradora de caso
designada.
Una tarde, en febrero, empezamos lo que se
había convertido en nuestra cita semanal normal.
—Señor Kohn...
—Josef —respondí—, por favor, llámeme
Josef.
—Señor Kohn —repitió.
Sentí que no me estaba escuchando. Quería
gritar. Me había dado la misma respuesta cada vez que me citaba con
ella.
—¡NECESITO QUE ME AYUDE A ENCONTRARLA!
—hablé más fuerte de lo que debí. La espalda de la señorita Dobrow
se enderezó contra el respaldo de su silla giratoria. Escribió algo
en mi archivo. Estaba seguro de que me recomendaría que fuera a ver
a un terapeuta o, peor aún, que abandonaría mi caso por
completo.
—Señor Kohn —repitió con firmeza—. Por
favor. Necesita escuchar lo que le estoy diciendo.
—La escucho. —Suspiré y me dejé caer contra
el respaldo de mi silla.
—Comprendo su frustración —indicó—. Le
aseguro que sí. Estamos tratando de encontrarla. —Aclaró su
garganta. Señaló por la ventana de su oficina a la fila que corría
por el corredor—. Cada persona que viene a vernos está en busca de
algún ser amado.
—Es sólo que necesito encontrarla.
—Lo sé.
—Tengo que
encontrarla. —Me percaté de lo desesperado que sonaba, pero no
podía evitarlo—. Le hice una promesa.
—Sí, lo entiendo. Muchas personas hicieron
promesas... Pero tiene que creerme cuando le digo que estamos
haciendo nuestro máximo esfuerzo por ayudarlo, por ayudar a todas
las demás personas que están en su misma situación.
Quería creer en la bondad de esta mujer,
pero no podía contenerme; me enfurecía.
No tenía idea de lo que se sentía ir a su
oficina para que me dijera que no se había hecho ningún progreso.
Era imposible que comprendiera por lo que estaba pasando; lo que
esas personas que había señalado fuera de su ventana estaban
pasando. ¿Cómo podía empezar a comprender lo que era para nosotros
buscar a alguien que estaba a un océano de distancia? Día tras día,
a los estadounidenses los inundaban con fotografías de los estragos
de la guerra en Europa: las pilas de cadáveres; las tumbas
colectivas; las historias que estaban surgiendo acerca de lo que
los nazis les habían hecho a los judíos.
De modo que, sí, en más de una ocasión me
había sentado frente a la señorita Dobrow y simplemente había
ocultado mi cabeza entre las manos; o había golpeado mis puños
contra su escritorio; o había maldecido con frustración porque su
oficina no estaba haciendo lo suficiente para ayudarme.
Y la mayoría de las veces se quedaba en
silencio frente a mí, con sus manos puestas sobre una enorme pila
de sobres de manila.
—Desde un principio le dije, señor Kohn, que
podría llevarse mucho tiempo, muchísimo tiempo, localizar a su
esposa. Respiró profundamente.
—En este momento, Europa es un desastre.
Dependemos de las pocas organizaciones judías que quedan allá y que
están apenas haciendo registro de los vivos y listas de los muertos
—carraspeó—. Necesita prepararse para lo que podría ser una
búsqueda realmente larga. Como ya se lo he repetido en muchas
ocasiones, necesita armarse de paciencia.
Me miró directamente a los ojos.
—Y necesita prepararse para la posibilidad
de que no haya sobrevivido.
Me estremecí.
—Está viva —le dije a la señorita Dobrow—.
Está viva.
No me respondió. Fue la única vez en que
recuerdo que haya bajado la mirada.

Perseveré a pesar de todo. Por seis años,
una vez por semana, acudí a esa oficina. El centro de búsqueda
seguía recibiendo nuevas listas de Auschwitz, Treblinka y Dachau,
así como de campos más pequeños como Sobibor y Ravensbrük. Listas
tanto de los vivos como de los muertos.
La señorita Dobrow fue reemplazada por la
señora Goldstein y, después, por la señorita Markowitz. Y, después,
un día, me dijeron que habían encontrado el nombre de Lenka en una
lista de Auschwitz que, para entonces, era conocido como el más
temido de todos los campos. Su nombre, junto con el de su hermana y
ambos padres.
—Creemos que los gasearon a todos el día en
que llegaron al campo —me dijo—. Lo siento muchísimo, doctor
Kohn.
Me dio una copia de la lista del
transporte.
«Lenka Maizel
Kohn», decía a máquina. Presioné la lista contra mis
labios.
—Si necesita estar a solas —me dijo la
señorita Markowitz, tocándome el hombro—, tenemos una habitación
especial...
No recuerdo gran cosa después de eso,
excepto por una pequeña habitación donde había varias otras
personas conmocionadas sentadas en sillas de plástico a mi
alrededor. Recuerdo haber oído a dos chicas jóvenes que recitaban
el kadish. Recuerdo que vi a otras
personas que se abrazaban y lloraban. Pero también había algunas
como yo. Solas y demasiado impactadas como para siquiera
llorar.