26
Lenka
En diciembre de 1942, nos informaron por
correo que transportarían a nuestra familia a Terezín.
No fuimos los primeros en recibir noticias
del traslado. A Dina y a su madre ya se las habían llevado antes
ese mismo año, así como a Elsa y a sus padres en octubre. Para el
momento en que oímos que nos habrían de llevar, casi lo ansiábamos.
Esperábamos reunirnos con muchas de las personas conocidas a las
que ya se habían llevado.
—Será un lugar sólo para judíos —nos dijo
papá. Extrañamente, en ese momento, eso nos parecía un
alivio.
A cada transporte se le asignó una letra del
alfabeto y la nuestra era la Ez. Se nos
instruyó que podíamos llevar un total de cincuenta kilos que
cupieran en una sola maleta, mochila o bulto. Marta y yo hurgamos
entre nuestras pertenencias y elegimos tres combinaciones de ropa
cada una. Un par de pantalones, un vestido y dos faldas y blusas;
medias; zapatos; ropa interior. Papá nos dijo que cada una podía
llevar un libro, pero yo elegí llevar dos cuadernos de dibujo y una
lata de carboncillos junto con una pequeña caja de pasteles al
óleo.
Cuando oímos que nos habrían de enviar a
Terezín, mamá tomó la noticia tan silenciosamente, tan en su
interior, que era imposible averiguar cómo se sentía. Trabajaba
como una máquina, de manera eficiente y carente de emoción, leyendo
las pautas y haciendo las preparaciones necesarias. Logró guardar
dos salchichas en el curso de tres semanas. Después, a medida que
se acercaba la fecha, cocinó leche y azúcar por mucho tiempo hasta
que hizo una pasta café que guardó en conos de papel. También hizo
una pasta de mantequilla y harina que enrolló en papel encerado.
Horneó pequeñas galletas, un pastel y varias hogazas de pan. Empacó
la mayor parte de esta comida entre las mochilas de ella y mi papá,
y no llevó gran cosa más para ellos más que dos conjuntos de ropa
exterior e interior. No incluyó zapatos extra, ni un solo
libro.
Tomó nuestras sábanas y fundas y las hirvió
en café para que no se vieran sucias cuando pasara el tiempo. Marta
le dio la funda que Lucie había bordado tantos años antes y le
pidió que también la hirviera en café.
—Quiero llevarla conmigo —le dijo. Mamá tomó
la funda, ya frágil por haber estado sobre la cama de Marta tantos
años, y la hirvió.
Después de que Marta y yo hubiéramos
empacado nuestras maletas, mamá verificó lo que llevábamos y volvió
a doblar todo, como si necesitara el ritual de preparar las cosas
para el viaje de cada una de sus hijas. Ya no éramos unas
chiquillas, incluso Marta ya tenía dieciséis años, pero, a sus
ojos, siempre seguiríamos necesitando de sus cuidados.
Papá tomó una pluma de punto grueso y marcó
nuestras maletas y mochilas con nuestros números de transporte. Yo
era 4704Ez, Marta 4703Ez, mamá 4702Ez y papá 4701Ez. También nos
dieron etiquetas de identificación con esos mismos números que
debíamos utilizar alrededor de nuestros cuellos.
La noche antes de que partiéramos, Lucie fue
al departamento. Tenía un aspecto solemne; su negra cabellera
estaba recogida tras sus orejas y su rostro se mostraba tenso. Esa
bellísima piel blanca que tenía, que sólo hacía unos años parecía
de porcelana, empezaba a mostrar los primeros indicios de la edad.
El temor en su rostro era tan visible que sentí que un escalofrío
recorría mi espalda. No pude mirarla directamente a los ojos.
De modo que centré mi atención en mamá. La
vi tomar la capa corta de Lucie y sonreír al ver la fina gabardina
azul marino que se veía tan bien como en el día mismo en que se la
había regalado. Estiró la mano para tocar el hombro de Lucie y esta
respondió abriendo los brazos y envolviendo a mamá en un abrazo tan
fuerte que pude ver cómo se arrugaba la tela del vestido de mamá
entre los apretados dedos de Lucie.
Cuando las vi a las dos, a mamá inclinándose
para abrazar a Lucie, su mentón descansando en el hombro de esta,
pensé en la historia que existía entre estas dos mujeres. Cómo cada
una de ellas me había amado a lo largo de mi infancia y cómo ambas
habían sido madres para mí, cada una a su manera. Pero al verlas
juntas ahora, me quedó claro que su conexión era más como el
vínculo que nos unía a Marta y a mí. No dijeron una sola palabra,
pero cada movimiento, cada gesto, era como una pantomima de
preocupación y reaseguramiento, de temor y de consuelo. Todo esto
expresado sin emitir sonido.
Lucie se sentó junto a mi madre en la mesa
del comedor. Miró mientras mamá abría tres cajas de terciopelo. De
acuerdo con las órdenes de la Gestapo, mis padres habían entregado
sus objetos valiosos semanas atrás. Los estantes del sótano de la
sinagoga española, el sitio de recolección designado por las
autoridades alemanas, estaban repletos de candeleros de plata,
gramófonos de madreperla, juegos de cubiertos diversos y cuadros y
joyería. Todas esas cosas, que ahora se consideraban lujos
extravagantes, se enviarían al extranjero para enriquecer a los
altos mandos del Reich. Nos habíamos parado en una fila por horas
para entregar nuestros relojes, las mancuernillas de papá, los
collares de perlas de mamá, los aretes de pedrería tallada de Marta
y mi anillo favorito de granate. Pero el anillo de compromiso que
papá le había dado a mamá, la gargantilla de oro con perlas
cultivadas que la abuela le había regalado en su noche de bodas y
el pequeño anillo que papá le había obsequiado el día de mi
nacimiento, esas cosas las había mantenido ocultas.
Todavía puedo verlas con claridad mientras
mamá se las entrega a Lucie, quien silenciosamente las envuelve en
viejas bufandas y las coloca en su canasto.
—Las mantendré a salvo —dice Lucie tan sólo
con bajar la mirada. Sabe lo mucho que significa que mamá le esté
confiando estas cosas. Su significado no reside en el valor
monetario de las joyas o de su peso en oro, sino en los hitos que
ha marcado cada una de estas prendas.
Mamá se pone de pie y Lucie la abraza una
vez más, levantándose sobre las puntas de sus pies para alcanzarla.
Una sola lágrima cae por la mejilla de mi madre. Mi amada Lucie no
besa la mejilla seca, sino la húmeda, y mamá asiente con la cabeza
antes de romper el abrazo, señalando a sus dos hijas, quienes ya no
son niñas, sino jóvenes mujeres.
Lucie se acerca a Marta y a mí, y cada una
de nosotras se pone de pie para despedirse. Sostiene su canasto
cerca de ella y sabemos que nos está indicando que estas joyas
estarán seguras con ella, que jamás las venderá. Sus ojos se
muestran fieros y desafiantes, una mirada que jamás había visto
antes.
—Las veré a las dos cuando esto acabe —dice,
haciendo su mejor intento por sonreír—, y su madre podrá decidir
cuál de estas pueden usar.
La miro y sé que mis ojos reflejan mi temor.
Las lágrimas, la emoción de despedirme de ella es demasiado difícil
como para soportarlo.
—Lucie —digo—, llévate esto también.
Me quito el relicario que Josef me dio ese
último día en la estación. También me quito el anillo de bodas, ese
que me prometí que jamás me quitaría mientras estuviera viva.
—Guarda estos también.
Lucie se acerca para abrazarme, me dice que
hará lo que le pido y me dice que no me preocupe. Trato de darle
las gracias, pero estoy a punto de llorar y ella me hace callar
para sosegarme, como cuando era pequeña.
Me abraza fuerte contra su pecho, me besa y
después abraza a Marta una vez más antes de darse la vuelta para
salir en silencio por la puerta.
A la mañana siguiente, dejamos nuestro
departamento con nuestras maletas y mochilas. Habíamos dormido poco
y sólo pronunciábamos algunas cuantas palabras porque estábamos
angustiados y no teníamos idea de qué esperar. Nuestras tarjetas de
deportación indicaban que teníamos que reportarnos a una escuela
local donde permaneceríamos tres días antes del transporte a
Terezín. Cuando llegamos, la escuela ya estaba repleta de cientos
de personas. Marta encontró a una antigua compañera de clases de
inmediato, pero yo no reconocí a nadie. Dormimos en el piso con
nuestras sábanas y cobija. El aire estancado olía a salchichas y
leche caliente. Era un olor asqueroso y rancio que me repugnaba.
Recuerdo que acerqué mi funda para inhalar el aroma del café en el
que mamá la había hervido. Me dolía el estómago, no por hambre,
sino por una sensación de zozobra. Una bruma de nerviosismo y miedo
nos cubría a todos. Cada par de ojos mostraba su temor. Incluso los
niños pequeños que caminaban alrededor con sus piecitos envueltos
en calcetines y sus caritas redondas parecían tensos. Los observé
con compasión. Mi infancia había transcurrido sin preocupaciones.
Largas caminatas con Lucie y Marta, pintar con acuarelas a la
orilla del Moldava, y deliciosas rebanadas de pastel de chocolate.
Aún no me había permitido sentirme agradecida de haber perdido a mi
bebé, eso vendría mucho más tarde, pero me provocaba dolor de
corazón ver al niño que miraba con ansia la comida de otros, aquel
que ya necesitaba un baño o ese otro cuyos padres no habían tenido
lugar en la maleta para empacar un solo juguete.
Había un niñito del que me hice amiga en
nuestra primera noche en la escuela. Se llamaba Hans y había
cumplido los tres años el mes anterior. Yo había dejado a mis
padres y a Marta junto a nuestras camas improvisadas y había salido
a caminar alrededor del perímetro del auditorio. Por hábito, había
sacado mis carboncillos y un cuaderno de dibujo de mi maleta y
esperé encontrar algo interesante que dibujar. Encontré una esquina
tranquila y me acomodé lo mejor que pude.
Pero antes de que tuviera oportunidad de
ponerme cómoda, me encontró Hans. Traía puesta una camisa blanca
que ya estaba manchada con lo que parecía ser mermelada y unos
pantalones cafés. Su oscuro cabello era abundante y rizado. Sus
ojos eran color verde botella.
No estoy segura de por qué eligió sentarse
junto a mí. No tenía ninguna galleta que ofrecerle y ni siquiera un
palo con el que pudiera jugar, pero se sentó a mis pies y me
sonrió. Le mostré mi cuaderno de dibujo y le pregunté si le
molestaba que lo dibujara por un rato. Negó con la cabeza y me
sonrió. Sentí un dolor que me atravesaba el corazón al ver sus
rizos y el color de sus ojos. Me pregunté si así se habría visto mi
propio hijo a los tres años.
—Hans —le susurré—, mira las sombras en el
vidrio.
Muy arriba, las ventanas del gimnasio
estaban repletas de los reflejos de los árboles del exterior. Casi
como grandes marionetas, se mecían de un lado al otro. Una rama se
asemejaba al cuello de una jirafa; el conjunto de hojas al tope de
la misma bien podría haber sido la cabeza del animal. Otro árbol
tenía un gran conjunto de ramas que parecía una gran medusa de la
que colgaban largos tentáculos. Hans emitió una risita y yo empecé
a dibujarlo de perfil.
En los dos días que siguieron, nos hicimos
íntimos amigos. Conocí a sus padres, Ilona y Benjamín, que eran más
o menos de la edad de Josef y la mía. Los dibujé tomados de las
manos, Ilona mirando más allá del rostro de su marido y de su hijo,
que jugaba en el piso. Ya estaba tratando de imaginar el sitio al
que nos dirigíamos: la nerviosa anticipación materna de lo
desconocido plasmada en su rostro.
En la parte de abajo de la hoja escribí:
«Antes de Terezín». Si uno paseaba la mirada por la habitación para
ver a todas las demás madres, su mirada era la misma. ¿Adónde nos
están mandando?
En ese momento, el nombre de Terezín no
significaba nada para mí. No sabía de campos de exterminio o de
trabajo, ni siquiera tenía una idea sólida de lo que era un gueto.
Jamás había escuchado ni un suspiro acerca de los campos de
concentración.
Habíamos oído que sólo estaríamos
acompañados de otros judíos, lo que nos resultaba un alivio. Estar
en un lugar donde todos fuéramos iguales y no tener que vivir junto
a otros que tendrían su libertad mientras a nosotros se nos imponía
una restricción tras otra. Sabíamos que estarían las SS y que
habría trabajo que hacer. ¿Pero realmente sabíamos lo que nos
esperaba? No. No lo sabíamos. En absoluto. No.
Nos cargaron en el tren, más de cien de
nosotros hacinados en un espacio que hubiera sido insuficiente para
menos de la mitad de esa cifra. Quedé parada junto a Marta y a
mamá. A papá lo habían empujado lejos de nosotras al vernos
forzadas a movernos más y más hacia el fondo del vagón. Una vez que
las puertas se cerraron, empecé a buscarlo. Sólo había una breve
franja de luz de sol que entraba de una estrecha ventana en la
parte superior, pero pude divisar la sombra de su perfil en la
parte trasera del tren. Cada vez que trataba de ver en su
dirección, él miraba hacia delante fijamente.
El tren apenas se movía sobre las vías.
Había bebés que lloraban y la gente trataba de no quejarse, pero
estábamos terriblemente incómodos y no había dónde sentarse. El
aire estaba estancado y apestaba a los olores de las provisiones de
todos. Traté de encontrar a Hans con la mirada para poder
levantarlo brevemente y oler su cabello sin lavar.
Ya avanzada la tarde, el tren se detuvo y
finalmente abrieron la puerta del vagón. Habíamos llegado a la
pequeña estación de trenes de Bohušovice, que se encontraba como a
tres kilómetros de Terezín. La policía checa nos indicó que
cargaríamos nuestras maletas y mochilas el resto del viaje.
Ya había bastante nieve en el suelo. Había
pilas blancas amontonadas a gran altura junto al camino y había
empezado a caer una fina llovizna cuando el transporte se dirigió
hacia Terezín. Recuerdo cómo se veían los copos de nieve atrapados
en el cabello de mamá y Marta. Las dos ya se veían agotadas y sus
abrigos negros ya no parecían tan elegantes después de la larga
travesía. Pero en la tenue luz del crepúsculo, casi parecían hadas,
con las volutas de cabello rojizo adornado de nieve. Pequeñas
cuentas de cristal que brillaban un segundo antes de
apagarse.
Más tarde, después de caminar un largo rato,
finalmente vimos las murallas de Terezín en el horizonte. Vi a mamá
delante de mí, buscando algo en su bolsillo para después inclinar
la cabeza, deteniendo su marcha por un momento. Después, cuando nos
estaban contando, noté que se veía diferente, que casi había
recuperado el color de su rostro. Cuando la miré más de cerca, me
di cuenta de lo que había obrado el cambio: secretamente, se había
aplicado algo de lápiz labial.
La mayoría de nosotros no sabía nada acerca
del pueblo de Terezín. No teníamos razón para saberlo, dadas
nuestras antes cómodas vidas en Praga. Con el paso del tiempo, me
enteré de que el emperador Francisco José II había ordenado la
construcción de Terezín como fuerte barroco a finales del siglo
XVIII. Al principio, había fungido como prisión política para los
Habsburgo y había surgido un pequeño pueblo cercano para albergar
las guarniciones y a los soldados. De modo que no imaginen un
Auschwitz o un Treblinka cuando les cuente lo que sucedió a
continuación. No había una chimenea que escupiera humo y cenizas
para darnos la bienvenida. No había barracas cafés de madera.
Terezín parecía un pequeño pueblo, con edificios polvosos y sucios.
Las fachadas que alguna vez habían estado pintadas color amarillo
María Teresa ahora lucían deslavadas y descascaradas; la iglesia
estaba clausurada. Pero también era el lugar perfecto para prevenir
cualquier escape: el pueblo estaba rodeado por un foso, su
perímetro rodeado por paredes y todas las entradas y salidas
protegidas por rejas de hierro.
A nuestra llegada, se nos llevó al
Schleusse —el pasillo de recepción— donde
un destacamento especial de mujeres alemanas nos anotó, registró
nuestros cuerpos y revisó nuestras maletas de manera experta.
Después de que nos procesaran, se nos dejó en el Schleusse por varios días hasta que el Raumwirtschaft, el departamento especial de
administración judía, nos asignara nuestro alojamiento. Los hombres
y mujeres de este departamento ya habían recibido notificación de
nuestra llegada y habían preparado las literas para los recién
llegados de nuestro transporte. Por suerte, mamá, Marta y yo
quedamos juntas en las barracas Dresde y se asignó a papá a las
barracas Sudetes. La mayoría de las barracas, como descubrimos poco
después, tenían los nombres de pueblos alemanes.
De camino a nuestras barracas, vi a Ilona
parada en una esquina, sosteniendo a Hans cerca de ella. Sus
piernitas estaban envueltas alrededor de la cintura de su madre y
su cabeza descansaba sobre uno de sus hombros. Traté de mirar en su
dirección para hacerlo sonreír, pero parecía aletargado por el
viaje y la falta de alimentos. Hice una figura de sombra con las
manos y vi que pasó una pequeña sonrisa por sus labios. Ilona me
dijo que a ella y a Benjamín aún no les habían asignado una barraca
y le contesté que esperaba que quedara con nosotras. Así, todos
podíamos cuidarnos entre sí y posiblemente cuidar de Hans, que aún
era demasiado pequeño como para que se lo quitaran y colocaran en
las barracas infantiles.
Asintió con la cabeza, pero ya parecía que
estaba inmersa en un sueño. Sus ojos estaban empañados y su
cabello, despeinado. Con qué velocidad había cambiado nuestro
aspecto sin el lujo de ropa limpia, un baño caliente y un
espejo.
Mi familia y yo nos despedimos de las
personas con las que habíamos hecho amistad durante los pocos días
de estancia en el Schleusse y empezamos a
adentrarnos más profundamente en el gueto.
De camino a las barracas, busqué que la
mirada de alguna persona con la que nos cruzábamos por el camino
pudiera reasegurarme que Terezín no sería un lugar horrible donde
pasar el resto de la guerra. En ese entonces, yo, como tantos otros
judíos, no era capaz de concebir que existiera un plan maestro para
exterminarnos, sino que pensaba que la idea era sólo segregarnos.
Pero a medida que atravesé Terezín esa primera tarde, me quedó
claro que era un sitio donde existían terribles carencias. Los
caminos estaban atestados de prisioneros medio muertos de hambre,
con sus mejillas hundidas y su ropa hecha jirones. Hombres tan
delgados como esqueletos jalaban viejos carretones largos cargados
de maletas o víveres. No había indicios visibles de color o
vitalidad. Incluso el parque al centro del pueblo estaba cerrado
por una reja.
Ya estaba arribando otro transporte
proveniente de Bohu-šovice y jamás olvidaré el aspecto de las
personas que venían en él. Hombres con largas barbas blancas,
algunos de ellos vestidos con sombreros de copa y fracs. Mujeres en
vestidos largos y abrigos de pieles, algunas de ellas cargando
sombrillas que se doblaban a causa de la nieve. Después, nos
enteraríamos de que era un transporte de judíos alemanes
—distinguidos veteranos de guerra, intelectuales, hombres de
cultura— que habían pagado enormes cantidades de dinero por
contratos falsos que les habían prometido una reubicación
privilegiada durante la guerra.
Estaba estirando el cuello para mirarlos
mientras se dirigían por el paraje hasta el Schleusse cuando Marta me dio un golpecito en el
hombro.
—¿Será que estamos mal vestidas para la
ocasión?
Fue la primera vez que me había reído en
días y quise acercarla a mí para abrazarla. Toda la vida había sido
yo, la hermana mayor, la que había tratado de mantenerse fuerte
para hacer sonreír a Marta, de modo que fue una sensación extraña
verla tratar de ser tan valiente cuando sabía que, por dentro,
estaba tan asustada como yo.
—Si es así, será la primera vez —le
respondí.
Nuestros padres no nos habían oído; estaban
caminando solemnemente frente a nosotras como dos personas ya
resignadas a seguir órdenes. Su paso se detenía cuando aquellos
frente a ellos se detenían, no hablaban entre sí y no se miraban
uno al otro, sino que mantenían la vista fija hacia delante.
Ya nos habían dicho que los hombres vivirían
en un sitio aparte, de manera que Marta, mamá y yo hicimos nuestro
mejor esfuerzo para despedirnos de papá valientemente cuando
nuestro grupo se detuvo afuera de las barracas designadas.
Papá nos besó a cada una en la frente. Había
estado cargando la mochila de mamá y pude ver su batalla interna
cuando se la entregó. Le dolía no poderla seguir ayudando.
—No hay problema —escuché que le susurraba
mamá. Extendió el brazo para tomar la mochila—. Casi no pesa
—dijo.
El brazo de papá temblaba. Un brazo fuerte
que temblaba a través de su abrigo de lana.
—Estaré al pendiente de mis muchachas al
toque de queda de la noche. —Tocó la muñeca de mamá.
Ella asintió sin decir nada.
—Sí, papá —respondimos Marta y yo mientras
tratamos de ayudar a mamá con su mochila. Vimos que ella volteó a
ver a papá una vez más, con su rostro esforzándose por mantener el
control.
Subimos por las escaleras, nuestros
corazones dieron un vuelco al enfrentarnos de inmediato a un hedor
que nos revolvió el estómago. Un hedor a letrinas sucias y cuerpos
sin lavar permeaba el aire. Marta se nos había adelantado a mamá y
a mí. Volteó a vernos con los ojos llenos de miedo.
—Lenka —me dijo en voz baja—, ¿adónde nos
han traído?
Sin emitir sonido, articulé: «Todo va a
estar bien; no te detengas, sigue adelante».
Finalmente, llegamos a nuestra habitación.
Imaginen cientos de personas apretadas en un espacio del tamaño de
un pequeño salón de clases con literas de tres pisos dispuestas en
grandes bloques y con dimensiones tan estrechas y pequeñas que uno
no podría darse vuelta en la noche sin tocar a la persona de junto
en la cama de al lado. Las personas en las camas de abajo y del
centro de las literas no podían sentarse sobre sus colchones de
paja sin golpearse la cabeza. Aunque era mediodía, la habitación se
encontraba en una fantasmagórica penumbra. Una pequeña lámpara
incandescente colgaba del techo; un solo foco que pendía de un
alambre retorcido. Las maletas estaban colocadas ya fuera en una
esquina disponible o en un estante arriba de cada litera. Había
ropa que colgaba por todas partes y el espantoso tufo que nos había
dado la bienvenida era aún más intenso. Hacía un frío insoportable,
ya que la única fuente de calor era una pequeña estufa de carbón.
Había un gran lavabo y una letrina para cien personas.
De pie en lo que ahora sería nuestro hogar,
mamá volteó a vernos a Marta y a mí, con su rostro bañado en
lágrimas. Marta y yo enmudecimos. Nuestra madre, siempre tan
orgullosa, su boca congelada un segundo por el impacto, tocó mi
brazo y susurró: «Niñas, lo siento tanto».
La idea de que sintiera que necesitaba
disculparse con nosotras todavía me hace querer llorar. Eso y la
imagen de mi hermana tratando de conciliar el sueño esa misma
noche, extendiendo la funda que Lucie había bordado para ella hacía
tantos años sobre una «almohada» hecha de paja.
—¿Escolaridad? —me preguntó. Estaba parada
frente a un escritorio en la oficina del Consejo de Mayores y
nerviosamente le informé al hombre con una incipiente cabellera
gris que había sido alumna de la Academia de Arte en Praga.
El Consejo de Mayores era un grupo de
representantes judíos electos que trabajaba en las barracas
Magdeburgo y que supervisaba cada aspecto de la actividad dentro
del gueto. Como habríamos de enterarnos después, Terezín era un
experimento del Reich. Un «gueto modelo» que se había creado para
mostrarle al mundo que no se estaba exterminando a los judíos y
que, de hecho, estaba administrado principalmente por ellos mismos.
Había gendarmes checos y oficiales de las SS dentro de Terezín,
pero el Consejo de Mayores supervisaba la logística de la vida
cotidiana. Al igual que un pequeño gobierno, organizaba la
asignación de vivienda y trabajo, el agua y la energía eléctrica
del gueto, los programas de asistencia para los niños, la
administración del dispensario e, incluso, el número de personas
que deberían de incluirse en el primer transporte al este.
Me quedé parada frente a los hombres que
estaban a cargo de decidir el trabajo al que se me asignaría. Dos
hombres cuyos ojos apenas me miraron antes de que uno de ellos me
preguntara mi edad, mi nivel educativo y cualquier tipo de talento
especial que pudiera tener.
—Soy Lenka Maizel Kohn —dije firmemente,
como si ya necesitara recordarme a mí misma quién era. Detrás de
mí, se escuchó el rumor de una madre que trataba de tranquilizar a
su bebé.
—Estudié dos años y medio en la Academia de
Arte de Praga —dije—. Estudié dibujo en vivo y pintura.
El mayor de los dos hombres levantó la
cabeza y me escudriñó. Algo de lo que había dicho había despertado
su interés.
—¿Eres una artista?
—Sí —respondí.
—¿Tu mano es buena y firme?
—Así es.
El hombre murmuró algo a su colega, quien
asintió con la cabeza.
Después, encontró un pequeño trozo de papel
en el escritorio y garabateó las palabras «Lautscher Werkstatte».
El número de habitación estaba escrito
debajo de esto. Ni se molestó en levantar la mirada de su
escritorio; tan sólo me dijo que fuera ahí y que me reportara de
inmediato.
Caminé con mis papeles a la Lautscher Werkstatte, una pequeña habitación en las
barracas Magdeburgo. Cuando llegué, la puerta estaba abierta y ya
había diez artistas que trabajaban frente a una gran mesa.
Para mi gran alivio, me encontré con los
reconfortantes aromas y colores de mis días en la Academia de
Praga: el penetrante aroma del aguarrás, el oleoso perfume del
aceite de linaza y el aroma untuoso de la mezcla de pigmentos.
Grandes lienzos de pinturas de los grandes maestros, creadas ya
fuera como falsificaciones o como copias decorativas, descansaban a
lo largo del perímetro de la habitación. Sobre un estante, vi
acuarelas tamaño postal de alegres escenas pastorales y algunas de
niños pequeños.
Se acercó a mí una mujer cercana a mi edad.
Era pequeñita y tenía el cabello rubio. Aunque tenía puesta una
estrella de David sobre un blusón, sus rasgos eran eslavos. Amplios
pómulos, una pequeña nariz chata y grandes ojos verdes; estaba tan
delgada como una navaja.
—Soy Lenka —le dije, y le mostré el papel
donde se me asignaba—, me dijeron que me reportara de inmediato
para trabajar aquí.
—¿Entonces supongo que tienes algo de
experiencia artística? —Sonrió.
—Sí, poco más de dos años en la Academia de
Praga.
—Excelente —dijo y volvió a sonreír—. Puedes
decirme Rita. Creo que estarás feliz aquí. Somos un conjunto de
pintores, principalmente sin supervisión alguna, excepto por el
ocasional soldado alemán que viene al final de la semana para
darnos los encargos y para llevarse los trabajos que ya están
terminados.
Miré alrededor de la habitación con los ojos
abiertos. Me confundía lo que estaba viendo. Cada superficie estaba
cubierta con pinturas secándose. Algunas eran de paisajes, pero
otras eran copias de cuadros bien conocidos.
—¿Quién está pidiendo todo esto? —Estaba
incrédula.
—Todas son peticiones del Reich. Algunas de
las postales son para venderse en Alemania. Los esmaltes y las
piezas decorativas probablemente se usen como regalos dentro de las
SS y los cuadros de los grandes maestros se venderán por sumas
importantes de dinero porque son reproducciones exactas... Teresa,
que está allá, es una genio.
Señaló a una chica delgada de no más de
dieciocho años que estaba parada frente a un caballete. Pintaba sin
blusón; su paleta no era más que un viejo trozo de madera de
desperdicio cortada con óleos organizados cerca del borde.
—Nadie puede hacer un Rembrandt tan perfecto
como Teresa; quizá ni Rembrandt mismo.
Observé la reproducción del Hombre con yelmo dorado sobre la que trabajaba la
chica y no pude creer lo que veía. La pintura era una réplica
exacta del original: la boca solemne y apretada, los ojos que
miraban hacia abajo. Incluso la armadura de la figura era perfecta:
el peso que colgaba de sus hombros.
Los adornos del yelmo en altorrelieve
estaban pintados con tal precisión que parecían sobresalir del
lienzo. Pero fueron los reflejos del metal los que me dejaron sin
aliento.
—¿Te dan pan de oro para trabajar?
—pregunté. Sabía lo escaso y costoso que había sido el oro incluso
antes de la guerra, y no podía creer que los artistas del
Lautscher tuvieran acceso al mismo.
—No, en absoluto —respondió Rita—. Nadie
tiene idea de cómo lo logra.
Me acerqué a Teresa y estudié el cuadro.
¿Cómo —me pregunté maravillada— podía crear los reflejos del yelmo
sin usar pan de oro? La chica debe de haber colocado quince capas
de pigmento para lograr ese efecto. Usaba alguna herramienta para
eliminar parte de la pintura para así cambiar su superficie y
alterar el juego de luces sobre la misma.
Había otros cuatro Rembrandt secándose a su
izquierda, cada uno una réplica exacta del anterior. Cada yelmo,
cada penacho de plumas, cada arruga del pensativo rostro, estaba
plasmado con la misma precisión casi fabril.
—A menos que tengas el mismo talento notable
de Teresa, lo mejor es que empieces con las postales. —Rita señaló
la mesa central—. Son fáciles y rápidas de hacer. Los alemanes
vienen a recogerlas los viernes y debes tratar de tener cien hechas
para ese día.
Levanté una ceja. Cien postales por semana
se me hacía una cuota imposible.
—Lenka, toma esto. —Me entregó un libro de
paisajes—. A muchas de las chicas les gusta trabajar con estos.
Mantén los colores vivos y alegres; y trata de no cometer errores.
Mientras menos papel desperdiciemos, más nos queda para usarlo
nosotras para otras cosas.
Calló un momento y me miró de cerca.
—¿Tienes a alguno de tus hijos aquí
contigo?
—No —me quedé en silencio un momento—, no
tengo hijos.
Negó con la cabeza.
—Quizás eso sea mejor; qué dolor de corazón
verlos encerrados en estas asquerosas barracas..., ¿te lo imaginas?
—Chasqueó la lengua en señal de reprobación—. Supongo que todos
hacemos lo que podemos bajo estas condiciones. Aquí, muchas de las
chicas han estado guardando los sobrantes que nos quedan. Tomamos
alguna tira de papel, algo de pintura o cualquier otra cosa que
encontremos y lo llevamos a las barracas infantiles para que lo
puedan utilizar allí..., los hace tan felices y hay una maestra
excelente que agradece lo que les podamos llevar.
Me vino a la memoria el recuerdo del asombro
que había experimentado cuando mi madre me dio mi primer juego de
pinturas con un cuaderno de dibujo. No pude más que sonreír al
pensar que todavía había personas, aun aquí, que se pusieran en tal
riesgo para que esa magia pudiera continuar.
Y así, empecé a pintar en Terezín. Me
despertaba cada mañana con las demás mujeres de mi barraca, tomaba
el miserable café que en realidad no lo era, sino que se hacía con
agua medio tibia y algunos posos de café que flotaban en la
superficie y comía un pequeño trozo de pan mohoso o viejo. Pero era
más afortunada que la mayoría. No gastaba gran cantidad de energía
al pintar en el pequeño estudio en comparación con las demás, que
trabajaban en el campo o que cuidaban de los enfermos.
Aunque Marta, mamá y yo no nos enfermamos,
las chinches y las pulgas representaban un problema que requería de
constante cuidado. Cada noche examinábamos nuestros cuerpos en
busca de cualquier punto negro, para retirarlo con las uñas.
Las barracas estaban atestadas, llenas de
mujeres inquietas y hambrientas cuya miseria y agitación parecían
crecer cada día que pasaba. No había espacio suficiente para nadie
y todas nos irritábamos unas contra otras ante las minucias más
triviales. Una mujer empezaba a gritarle a otra si no se apuraba en
la fila para la letrina; otra acusaba falsamente a alguien de
haberle robado algo cuando la culpable más probable era una de las
gendarmes checas que aprovechaban lo poco que nos quedaba.
Una noche, una chica que se llamaba Hanka se
cortó las venas con un trozo de vidrio. Lo hizo sin hacer el más
mínimo ruido, rebanándose las muñecas mientras la habitación se
llenaba con otras cincuenta mujeres que acababan de regresar de
trabajar. Una muchacha llamada Fanny fue la primera en
descubrirla.
—¡Se está desangrando! —gritó Fanny. Todas
corrimos a ver a Hanka, su pequeño y pálido cuerpo estaba
acurrucado en la orilla de una de las literas inferiores. Un brazo
colgaba al piso. Debajo de él, había un charco de sangre cuyos
bordes se estaban extendiendo rápidamente por el sucio piso de
madera.
Una mujer rasgó su funda y colocó un
torniquete alrededor de la muñeca de Hanka, y Fanny y yo la
cargamos entre las dos. Corrimos lo más rápidamente que pudimos,
con su cuerpo del peso de una pluma rebotando en nuestros brazos
mientras la llevábamos al dispensario. Dos días después, habiéndose
recuperado de milagro, Hanka regresó a la barraca. Pero no todas
habíamos obrado de manera caritativa, porque a su regreso descubrió
que alguien había robado todas las posesiones que había traído de
casa. Había desaparecido todo, desde su cepillo de dientes hasta su
abrigo de lana. Cada una de las mujeres de la barraca juró que no
tenía idea de dónde habían ido a parar sus cosas.