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Josef

 

 

 

Me visto para la cena del ensayo de la boda de mi nieto con cuidado reverencial. Había preparado mi ropa la noche anterior. El traje azul marino y la camisa blanca que había enviado a la tintorería la semana pasada. En este día, pienso en Amalia, en lo feliz que estaría al ver a nuestro nieto y a su bella prometida. Será una boda magnífica. La familia de la novia está echando la casa por la ventana para su única hija, una chica que me parece tan conocida que no puedo explicármelo.
Me afeito el rostro lentamente y después paso al cuello y a la porción debajo de mi arrugada quijada. El espejo no tiene piedad alguna. Mi cabello alguna vez negro y mis cejas son más blancos que el algodón. En algún sitio muy por debajo de todas estas arrugas, del abultamiento de mi vientre, hay un hombre joven que recuerda el día en que se casó. Que recuerda a su prometida oculta debajo de un velo de encaje blanco, a su tembloroso cuerpo en espera de su gentil mano. Tengo tanto amor por mi nieto; verlo casado es un regalo que jamás pensé que viviría lo suficiente para recibir.
Me pongo la camiseta, deslizo mis brazos dentro de las mangas de mi camisa y la abotono cuidadosamente para que no quede un solo ojal sin abotonar. Me pongo un poquito de gel en las manos y me aliso los pocos rizos que me quedan.
Isaac llega a las cuatro de la tarde. El cabello entrecano que tenía en el funeral de Amalia se ha vuelto completamente blanco. Entra en la habitación y se para detrás de mí, la imagen de los dos se refleja en el espejo encima del viejo tocador de Amalia. Puedo ver que sus ojos se posan en la bandeja de porcelana que todavía contiene su cepillo con baño de plata, su tarro de crema y una alta botella verde de Jean Naté que jamás sintió la necesidad de abrir.
No lleva su estuche de violín, y de alguna manera verlo sin el estuche de cuero con el arco que guarda en su interior me tranquiliza. Me maravilla verlo con los dos brazos desocupados, colgados como los de un chico y asomándose por las oscuras mangas de su traje, con sus ojos grises reluciendo como dos lunas de plata.
Jakob sale de su recámara y nos saluda en el pasillo. Mi chico de cincuenta años me sorprende con una sonrisa.
—Isaac —dice, haciendo un gesto amistoso con la cabeza para saludarlo—. Papá —me saluda. Puedo ver que tiene las manos apretadas para calmar sus nervios—. Te ves de maravilla.
Le sonrío. Se ve apuesto en su traje, las primeras briznas de gris cerca de sus sienes me recuerdan a mí. Sus ojos me recuerdan a Amalia.
—Qué noche —dice Jakob mientras salimos del edificio bajo el toldo de la entrada. El conserje nos consigue un taxi. La luna brilla por encima del horizonte. El aire huele a otoño; fresco como las manzanas, dulce como el jarabe de maple.
Los tres nos deslizamos sobre los asientos de vinilo azul del coche y posamos las manos sobre nuestros regazos de ida a la cena en honor a la boda de mi nieto.
Miro por la ventana mientras nos dirigimos al otro lado de la ciudad, a través de los parajes iluminados como joyas del Central Park y pienso que he alcanzado los ochenta y cinco años para ver a mi nieto en la víspera de su casamiento. Soy un hombre muy afortunado.