16

 

Lenka

 

 

 

Les contamos todo a mis padres a la noche siguiente. Llevé a Josef a casa y mis padres, aunque impactados por el repentino anuncio, no protestaron. Quizá delirantes y agotados por su propia desesperación me hubieran casado con un hombre menos digno si nos hubiera prometido salir a salvo de Checoslovaquia.
Josef parecía increíblemente calmado cuando le contó a papá sus planes para cuidar de mí y para sacarnos a todos de Praga.
—¿Y tus padres? ¿Están de acuerdo con esta decisión? —preguntó papá.
—Aman a Lenka, igual que yo. Mi hermana la adora. Todos cuidaremos de ella.
—Pero ustedes vendrán con nosotros. Tú, mamá y Marta —añadí—. El doctor Kohn está arreglando los papeles para todos nosotros.
Josef miró a papá y asintió.
—Lo que reservamos para su dote se ha perdido o se ha vendido —le dijo papá con tristeza.
—Me estoy casando con ella por amor, no por dinero. No por cristal.
Papá sonrió y dejó escapar un profundo suspiro.
—No es así como imaginaba tus nupcias, Lenka —dijo, volteando hacia mí. Sus ojos se dirigieron a mi madre, que estaba erguida en la puerta del recibidor con los delgados brazos de Marta a su alrededor. Mi hermana ya tenía trece años, pero todavía me parecía una niña pequeña.
—Eliška, ¿crees que puedas organizar una boda en tres días?
Ella asintió.
—Que así sea —dijo papá al levantarse para abrazar a Josef—. Mazel tov.
Los brazos de mi padre se levantaron para rodear a Josef. Vi a papá recargar su cabeza contra el hombro de Josef, con sus ojos cerrados fuertemente y el ligero rastro de las lágrimas de un padre.

 

Nos registramos en el ayuntamiento e hicimos arreglos con el rabino para casarnos en la sinagoga del Centro Histórico.
Durante los tres días anteriores a la ceremonia, mi madre se convirtió en una mujer poseída. Primero, desenvolvió su propia ropa de bodas: un elegante vestido blanco con largas mangas de encaje y un canesú de cuello alto.
Mamá era al menos seis centímetros más alta que yo, pero no le habló a Gizela, la costurera, para que hiciera los arreglos. En lugar de ello, sacó una gran caja de madera e hizo el trabajo ella misma.
Las tijeras de plata sonaban como las cuchillas de unos patines sobre el hielo mientras cortaba la tela. Yo estaba parada sobre un pequeño banquito, el mismo sobre el que se había parado Lucie semanas antes de su matrimonio. La ironía de ello no se me pasó por alto cuando me vi en el espejo dorado de nuestra sala. Vi mi reflejo, con mamá hincada a mis pies, la boca llena de alfileres, sus tijeras cortando su propio vestido. Quise llorar.
—Mamá —le dije—, te quiero.
Levantó la mirada, pero no pronunció palabra. Aun así, vi la tensión en su garganta y sus ojos llorosos que me decían que ella también me quería.

 

Me casé al atardecer en la vieja sinagoga de ladrillos con sus cuatro vitrales, dedos de luz de luna filtrándose para iluminar el viejo piso de piedra. Mi jupá estaba hecha de seda color nieve, atada a cuatro pilares de madera. Las velas parpadeaban en las arañas de cristal colgadas con cadenas de hierro; el rabino se veía pálido y arrugado debajo de su alto sombrero negro.
Sólo habíamos invitado a nuestras familias a la boda, junto con Lucie, su hija y su marido, Petr. No había pensado que pudieran acudir, pero llegó con la bebé Eliška, ahora lo bastante grande como para poder caminar junto a ella mientras le sostenía la mano. Vestía la capa corta color azul que mi madre le había regalado años atrás y su pelo estaba trenzado detrás de su cabeza. Le sonreí al caminar por el pasillo de la sinagoga con mis padres a cada lado de mí.
En los escalones que conducían a la bimá, la tarima sobre la que se erguía la jupá, Josef me esperaba solo. Tocó mis dedos. Mis padres besaron mis mejillas y subieron por los escalones hasta la jupá. Al indicárselo el rabino, Josef levantó mi velo según la tradición para confirmar que realmente era su prometida.
Después, volvió a cubrir mi rostro con el velo. Nos paramos frente al rabino y escuchamos las siete bendiciones maritales. Caminé alrededor de Josef, prometiendo que él se convertiría en el centro de mi vida. Envolvimos nuestros dedos alrededor del cáliz de boda y bebimos en vino ceremonial mientras el rabino nos pidió que repitiéramos: «Yo le pertenezco a mi amado y mi amado me pertenece a mí». Deslizamos los anillos sobre nuestros dedos —señales de un amor continuo y sin tacha— y Josef rompió el vaso bajo su pie.
Nos besamos cuando el rabino nos declaró marido y mujer, con el sabor salado de mis lágrimas cuando mis labios se posaron sobre los suyos.

 

Esa noche, Josef me lleva a un departamento en la calle Sokolská. Me dice que tiene que decirme algo, pero lo silencio con un dedo sobre los labios suaves y carnosos.
Me vuelve a decir que necesitamos hablar. «De asuntos urgentes», agrega y yo le pregunto que qué puede ser más urgente que esto.
Se inclina hacia mí y pruebo el sabor del azúcar de las palačinka de mi madre.
—Lenka —susurra y lo beso de nuevo. Sus manos tocan mi garganta, sus dedos tocan mi nuca—. Lenka —vuelve a decir, pero esta vez es como un salmo, como una oración, como un deseo.
Puedo sentir su corazón palpitar a través de su camisa, el algodón blanco humedecido por nuestro ardor. Alejo sus manos de mi rostro y me doy vuelta para que me desvista.
Sus dedos son ágiles al abrir la larga hilera de botones. Abre el vestido y coloca un único beso entre mis hombros, para después colocar su mejilla sobre mi espalda. Puedo escuchar que inhala el aroma de mi piel; siento que desciende y que coloca sus labios de nuevo sobre la parte baja de mi espalda y ahora se hinca más cerca del piso, sus manos se deslizan por mis piernas mientras el vestido cae al piso.
Doy un paso y salgo de la seda blanca, desnuda excepto por un corsé de encaje y varillas de ballena. El chaleco de Josef está abierto, su oscura garganta expuesta por el cuello abierto de su camisa. Su cabello, una negra melena de león.
Ya no soy una tímida colegiala, sino una esposa. Le desabotono la camisa como él lo hizo. Envuelvo mis manos sobre la curva de sus hombros, recorro con mi dedo el centro de su pecho.
Siento el peso de su hebilla en las manos y la abro; ahora mis manos acarician la parte trasera de sus muslos, su sexo pleno entre los dos.
¿Susurra mi nombre una vez más antes de levantarme y llevarme a la cama? No puedo recordarlo. En mi memoria sólo está la sensación de mi cuerpo moviéndose bajo el suyo, de mis piernas rodeándole la cintura, de mis muslos alrededor de sus costillas. Lo siento atravesarme como una aguja que entra poco a poco en una tela.
—Josef —le digo al oído—. Josef —repito su nombre.
Su nombre es como un ancla a esa cama de extremidades desnudas y sábanas revueltas. Lo digo y él, a su vez, repite mi nombre. Y muerdo su hombro cuando ambos llegamos a la cima para caer de ella.

 

Si el sonido de vasos que chocan me recuerda a mis padres, entonces es el sonido de la porcelana el que siempre me recordará mi matrimonio con Josef. Mientras desayunamos a la mañana siguiente, con las tazas y platitos de porcelana blanca para café temblando en sus manos nerviosas, me informa que no habrá la posibilidad de pasaje para mis padres.
La mesa está puesta como una escena teatral. La canasta de panes dulces calientes, los botes de jalea. Una cafetera de porcelana. Dos servilletas dobladas. Un florero con una sola rosa a medio marchitar.
Le digo que no entiendo lo que está diciendo. Le digo que me prometió que estarían a salvo.
—Hay leyes..., restricciones, Lenka. Nuestro primo nos escribió diciendo que sólo puede patrocinar a mi familia y a la de nadie más.
—Yo no soy tu familia —murmuro. Mi voz tiembla.
—Eres mi esposa.
Y pienso, aunque no tengo las fuerzas para decirlo: «Y mi madre es mi madre, mi padre es mi padre, y mi hermana, mi hermana».
—Ya se lo informé a tu padre y quiere que vengas conmigo.
Mientras habla, puedo sentir que la sangre que corre por mis venas y mi corazón se detiene, como si hubieran colocado un torniquete. Sé que mis ojos son demasiado para él y que siente cómo mi enojo, mi desilusión lo cauterizan y lo hieren hasta el hueso. Durante meses he sabido que soy egoísta. He escuchado la desesperación de mis padres por las noches y la he visto en sus rostros. La he sentido a medida que se desvanecen las riquezas de nuestra vida antes espléndida. Pero sólo ahora, con la amenaza de verme separada de mi familia, es que me siento obligada a enfrentar una realidad que no estoy preparada para aceptar.
—Josef —le digo—. ¿Cómo puedo aceptar esto?
—No tenemos opción, Lenka. Es la única forma.
—No puedo. No puedo —digo una y otra vez, porque sé que es la verdad. Sé que si lo acompaño y algo les sucede a mis padres, a Marta, jamás podré sobrevivir a la culpa.
—¡No puedes decirme que te niegas a venir! —Hunde su frente entre sus manos.
—Eso es lo que estoy diciendo, Josef. —Ahora estoy llorando—. Eso es lo que te estoy diciendo.
—¿Qué puedo hacer, Lenka?
—Necesitas conseguir visas para todos. Es lo que me prometiste... —Estoy temblando tanto que ni siquiera me puedo levantar. Trato de alcanzar una silla y me caigo.
—Tu padre quiere que nos vayamos... —Ahora los brazos de Josef están alrededor de mis hombros.
—No puedo hacerlo. ¿Es que no me comprendes? —Súbitamente, me pregunto si toda nuestra relación no ha sido una fantasía. Que no se da cuenta que puedo ser obstinada y tozuda. Que por más que lo ame, jamás podría abandonar a mi familia.
Me siento enferma. Siento el calor de su cuerpo fluyendo a través del mío. La calidez de su aliento, la humedad de sus lágrimas sobre mi cuello, pero, por primera vez, soy incapaz de darle lo que quiere.
Sólo sé una cosa. No se abandona a la familia; no se puede dejarlos, aun en nombre del amor.

 

Esa tarde, dejé a Josef en ese bello departamento y regresé a casa de mis padres con mi cabello aún trenzado y arreglado como el de una novia.
—¿Qué haces aquí, mi querida Lenka? —exclamó mi padre al abrir la puerta—. ¡Deberías estar disfrutando el día con tu nuevo marido!
Mi madre echó un solo vistazo a mi rostro y supo que Josef me había contado que no había pasajes para ellos.
—Lenka —me dijo, negando con la cabeza—. No puedes cargar con todas las penas de este mundo.
—No, pero sí puedo cargar con las penas de mi familia.
Hicieron un gesto de desaprobación con sus cabezas y Marta envolvió sus brazos en torno a mi cintura. Cuando levantó la vista, sus ojos estaban muy abiertos y parecían mucho más aniñados de lo que sugeriría su edad. En mi corazón supe que, sin importar las consecuencias para mi matrimonio con Josef, había tomado la decisión correcta. Jamás, bajo ninguna circunstancia, dejaría atrás a aquellos a quienes amaba.
No fue que mis padres no trataran de disuadirme. Una y otra vez intentaron convencerme de que me pusiera a buen resguardo.
—Irás primero y nosotros te seguiremos después —me dijeron ambos.
—Josef puede ir primero y todos lo seguiremos después —respondí.
Me miraron con ojos tristes y atemorizados. Mi padre me imploró. Habló del alivio que sentiría al saber que al menos una de sus hijas estaba a salvo. Mi madre sostuvo mis manos en su pecho y me dijo que ahora tenía que seguir a mi marido, que era mi deber como esposa. Pero mi hermana jamás pronunció palabra, y fue su silencio el que escuché más claramente.