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Lenka

 

 

 

Pocas personas son sensibles al sonido de un papel que se arranca de un cuaderno de dibujo o al rasguño de la punta de una pluma a la que le falta tinta. Pero para mí son como el sonido de una navaja o una guadaña que cruza el aire. Estos eran los sonidos del departamento técnico: agudos e implacables, y los escuchaba cada mañana al entrar por la puerta.
A diferencia del tiempo que pasé en el Lautscher, no había pilas de postales insípidas ni lienzos cubiertos de óleos que se enviaban en camiones para decorar los interiores de villas alemanas. Imperaba una sensación de eficiencia y apremio.
—Aquí somos responsables de varias cosas, Lenka —me explicó Fritta—. Hay arquitectos que están preparando los planos para la expansión de Terezín. Necesitamos caminos nuevos para la creciente población, bocetos de nuevas barracas; se necesita ampliar las vías férreas de Bohušovice a Terezín. También debe renovarse todo el sistema de alcantarillado. Los arquitectos e ingenieros que trabajan en este departamento tienen que hacer los bosquejos para todas esas cosas y los artistas como tú los ayudarán en lo que tienen que hacer.
Al mismo tiempo que hablaba, se movía por la habitación con una silenciosa autoridad. Noté que todos estaban trabajando: una hilera de espaldas inclinadas sobre sus restiradores y unas cuantas personas reunidas en grupos con una pila de materiales al centro de una mesa compartida. Todo el mundo tenía la cabeza inclinada, no vi un solo rostro.
—Tenemos fechas límite con las que debemos cumplir, Lenka. De modo que cuando te diga que necesito algo en tres días, trata de terminarlo en dos.
Asentí con la cabeza.
—No desperdicies los materiales; son nuestro activo más valioso.
Volví a asentir.
Mientras Fritta hablaba conmigo, sus ojos recorrían la habitación. Su presencia física parecía enviarles una señal a todos de que debía mantenerse el orden en la sala de dibujo en todo momento. En este sitio, Fritta era el comandante y el resto era su tropa. Me pregunté por qué estábamos trabajando —y tan arduamente— por un ejército cuyo objetivo era mantenernos cautivos en un gueto infestado de hambre y enfermedad. ¿Dónde estaba la resistencia? Quería preguntárselo a Fritta. Miré a mi alrededor, más allá de las docenas de hombres y mujeres que parecían autómatas, y me estremecí. No podía detectar ningún tipo de resistencia en lo más mínimo.

 

—Lenka, te presento a Otto Unger.
Fritta y yo estábamos parados junto a un escritorio donde un hombre frágil se encontraba inclinado sobre un libro de ilustraciones.
Cuando levantó la vista, observé su rostro marcado; parecía que alguien lo había modelado en barro, con profundos túneles debajo de las órbitas de sus ojos.
—Soy Otto —se levantó y extendió su mano. Su sonrisa era cálida, pero sus dedos estaban fríos como el hielo.
—Yo soy Lenka Kohn —respondí.
—¿Lenka? —pronunció mi nombre como si fuera una pregunta—. Es un nombre precioso. Eres la primera Lenka a la que conozco en Terezín.
Me ruboricé.
—Deja de coquetear, anciano. —Fritta agitó un dedo frente a su cara. Era el primer momento de humor que había experimentado desde que había entrado en la habitación. Sonreí.
—¿Desde cuándo se es anciano a los cuarenta y dos años? —bromeó Otto.
Negué con la cabeza; resultaba evidente que las duras condiciones lo habían hecho parecer mayor de lo que era. Sólo era cuestión de tiempo antes de que me sucediera lo mismo.
—Otto, quiero que Lenka trabaje en los detalles del libro de trabajo que especifica el progreso de las vías férreas de Bohušovice al campo. Muéstrale el formato que utilizaste para los dibujos del sistema de alcantarillado. Debería utilizar el mismo tipo de ilustraciones.
—Con todo gusto, señor. Lo haré de inmediato. Vamos a empezar. —Algo de Otto me recordaba a mi padre. Tenía grandes ojos oscuros, un rostro delgado y una manera gentil de hablar. Jaló una silla para que me sentara y me dio un montón de dibujos técnicos—. Estos son los bocetos de los ingenieros —me explicó—. Tienes que hacer ilustraciones que complementen el libro. Tus dibujos deben mostrar hombres que trabajan en la construcción de las vías de tren a Terezín y los edificios nuevos que las rodean. Se los enviaremos a los alemanes que han pedido información detallada acerca de la expansión del campo.
Asentí para indicar que entendía lo que debía hacer.
—Tenemos gouache y acuarelas en los estantes, así como pinceles, plumas y tinta. Escoge la técnica que te parezca más adecuada, pero, por favor, trata de no cometer errores.
—Sí, lo sé —sonreí. Al ver lo mucho que se esforzaba mamá para conseguir materiales para sus alumnos, era más que consciente de la importancia de los mismos.
Me devolvió el gesto. Era una sonrisa cálida y paternal que me hizo extrañar a mi padre.
—Pues, bien; excelente. —Entrecruzó las manos frente a sí mismo—. Te dejo trabajar, Lenka. —Regresó a su asiento y tomó su pluma y cuaderno.

 

El rostro de Otto era del color de la cera. Siempre parecía triste cuando dibujaba, a diferencia del resto de los trabajadores, que casi no mostraban expresión alguna. En ocasiones, lo miraba de reojo. Siempre mojaba su papel con agua antes de aplicar sus pigmentos. Esto hacía que pintar fuera más difícil porque los colores podían correrse. Los bordes podían difuminarse. Me pregunté si lo hacía para retarse a sí mismo. Tenía que trabajar mucho más rápido para incluir todo lo que quería dentro de su composición.
De vez en vez, echaba una mirada a mi trabajo.
—Me gusta la expresión en el rostro del soldado... —dijo al tiempo que parecía divertido.
Miré la minúscula figura que había dibujado junto a los hombres que colocaban las vías y noté que le había dado una expresión casi maniaca.
Me reí un segundo.
—Ni siquiera me di cuenta de que lo había hecho. Quizá tenga que volver a empezar.
Otto negó con la cabeza.
—No, déjalo así. Es preciso. Nos dicen que quieren que plasmemos todo con la más absoluta precisión y es lo que tú has hecho.
»Todos son unos crápulas —me susurró—. Odio todo esto. Detesto trabajar para ellos. —Presionó la punta de su pluma contra el papel con tal fuerza que la tinta empezó a regarse. El dibujo tendría que desecharse.
Miré el dibujo arruinado y me estremecí. ¿Qué haría Fritta si veía una hoja de papel arrugada? No era Fritta el que tenía mal carácter, sino su segundo al mando, un artista de nombre Leo Haas. Casi no hablaba con nosotros; únicamente se dirigía a Fritta.
Pero Otto no arrojó el papel al cesto de basura. Claro que no. Esperó a que secara y después lo dobló en un pequeño cuadro que escondió en su bolsillo.

 

Otto y yo empezamos a pasar más tiempo juntos. De manera poco realista, parte de mi espera que me revele que forma parte de la resistencia artística, pero dice poco, aparte de que odia verse obligado a dibujar para aquellos que los quieren muertos a él y a su familia.
Comemos nuestro pan lentamente a la hora del almuerzo, masticando despacio y jugando a que es algo más.
—Hoy estoy disfrutando de unos dumplings con col encurtida; montañas y montañas de col encurtida —me dice. Arranca un pequeño trozo de pan viejo. Lo veo cerrar sus ojos mientras intenta utilizar todos sus poderes de imaginación para transformar ese único mendrugo en algo mucho más agradable.
—Yo estoy comiendo un delicioso pastel de chocolate —le platico. El pan es como aserrín en mi boca, pero de todos modos coloco una mano debajo de mi ración mientras como. No puedo dejar ir ni una sola migaja.
Cuando Otto se ríe, sus ojos se llenan de lágrimas.
Nuestro descanso de quince minutos para comer ya está llegando a su fin.
—Fritta es un hombre maravilloso. Tenemos suerte, Lenka. Estamos mucho mejor que los demás —dice, como si necesitara recordarlo o recordármelo a mí.
—Sí, lo sé —afirmo con la cabeza. Hay dos hojas de papel doblado ocultas en mi brasier—. Lo sé perfectamente, Otto.

 

Cada día, aprendo un poco más acerca del departamento técnico y de nuestro jefe gracias a lo que me cuenta Otto. Me entero de que Fritta fue uno de los primeros en llegar a Terezín en noviembre de 1941; era parte del Aufkommando. Eran un grupo selecto de aproximadamente trescientos cincuenta ingenieros, dibujantes, mecánicos y trabajadores de la construcción, judíos expertos que se habían prestado a abandonar Praga de manera voluntaria para ampliar la infraestructura de Terezín, en preparación para el influjo de prisioneros judíos que habría de llegar pronto. Estos hombres se habían ofrecido a trabajar en Terezín de manera anticipada bajo la promesa de que ni ellos ni sus familias serían enviados al «este».
Averigüé que muchos de mis colegas del departamento técnico eran como Fritta y que habían ayudado con los planes iniciales para el campo. Un ingeniero llamado Jíří había creado los planos para la totalidad del sistema de drenaje y otro hombre, Beck, había dibujado los planos originales que se habían utilizado para la construcción del gueto. Estos hombres tenían conocimientos de la infraestructura del campo que incluso las SS ignoraban y, más tarde, estos conocimientos resultarían invaluables. Si era necesario esconder algo para que nadie supiera dónde encontrarlo, estos eran los hombres a los que se debía preguntar.

 

Mis quince minutos al día con Otto son mi conexión vital con la información.
Un día me atrevo a interrogarlo.
—He oído que Fritta y Haas están tratando de lograr que sus dibujos salgan al exterior —susurro.
Otto no me responde. Mastica más lentamente; cierra los ojos como si estuviera fingiendo que no oyó lo que le acabo de decir.
—¿Otto? —repito mi pregunta. Sigue sin contestarme.
—¡Otto! —Ahora mi voz es un poco más firme.
—Te oí la primera vez, Lenka —responde. Se limpia la boca con un pañuelo del color del agua sucia—. ¿Sabías que tengo una esposa y una hija de cinco años? —dice, cambiando el tema—. Se llama Zuzanna.
Quedo impactada; es la primera vez que menciona su existencia.
—No las veo tanto como me gustaría. Por las noches las extraño tanto que cierro los ojos y trato de imaginar que estoy cavando un túnel entre su barraca y la mía.
—Ay, Otto, lo siento tanto... —digo—. No tenía idea.
—Es algo terrible quedarse dormido soñando que arañas la tierra.
No digo nada. Asiento con la cabeza.
—Es como si estuvieras enterrado todo el tiempo, sofocándote.
Vuelvo a asentir.
—No —me responde—, no sé nada acerca de ninguna resistencia.
Levanta la mirada hacia mí y sus ojos están llenos de advertencias. Los iris parecen señales de alto que me están indicando que me detenga.
—Lenka —dice, tomándome de la mano—, es hora de regresar a trabajar.

 

Quedo asombrada cuando Otto empieza una acuarela de las murallas de Terezín. Trabajó con velocidad, primero dibujando las líneas oscuras de las paredes de ladrillo y después rellenándolas con descoloridos cafés y amarillos. Con una diestra mano, pinta el suave y nublado rumor de las montañas al fondo y las áreas de verde pálido. Al día siguiente, después de haber escondido la pintura para que se secara, toma pluma y tinta y dibuja hileras de alambre de púas que atraviesan la página como el filo de un cuchillo.
Yo sabía que los nazis habían prohibido cualquier tipo de ilustración que los mostrara de forma negativa. Nos habían dicho que al que atraparan haciéndolo se le encerraría en el pequeño fuerte o se encontraría en el primer transporte hacia el este. Por ello, no me sorprendía jamás haber visto representaciones de las atrocidades que sucedían dentro del campo. Si tales pinturas existían, sólo podían haberse elaborado en secreto, ya sea de noche en las barracas o en sitios atestados donde nadie estuviera mirando. De todos modos, estaría mintiendo si negara que intuía que un lenguaje secreto fluía entre Fritta y Haas mientras todos trabajábamos.
—¡Anota eso! —se gritaban ocasionalmente cuando estaban frente a sus escritorios. Era como si se informaran de lo que estaban registrando.
Fritta y Haas nos dejaban en paz siempre y cuando cumpliéramos con las fechas de entrega. Estoy segura de que sabían que muchos de nosotros estábamos robando material para hacer nuestro trabajo en las barracas. Incluso, Otto fue lo bastante temerario como para trabajar en algunos de sus propios dibujos durante el día. Me enseñó a mantener mi cuaderno de dibujo lleno de ilustraciones para los alemanes, con mi trabajo personal oculto entre las páginas. Si nos sorprendía algún oficial de las SS en el estudio, simplemente dábamos vuelta a una de las páginas del cuaderno de dibujo para ocultar lo que realmente estábamos pintando.
Aún no había entablado amistad con Petr Klein. En ocasiones, lo veía dibujando en secreto los carteles que anunciaban una ópera u obra de teatro que se representaba antes del toque de queda. Después, veíamos estos carteles pegados en los postes junto a alguna de las barracas y todos nos reuníamos para ver el espectáculo de esa noche.
Ahora, al mirar atrás, me es difícil creer la cantidad de actividades artísticas para las que lográbamos hacer tiempo en Terezín. Aunque los alemanes hacían caso omiso de las representaciones, siempre y cuando no criticaran al Reich, había cierta crueldad de su parte de manera inevitable. ¿Cuántas veces no vimos a los soldados alemanes mirando alguna de nuestras presentaciones, aplaudiendo ante el maravilloso rango de algún tenor o ante el aria fascinante de alguna soprano, para que al día siguiente los enviaran al este en el primer transporte?

 

A menudo veía a Rita en estas presentaciones. Me había dicho que le fascinaba el canto y había empezado a verse con un hombre que se llamaba Oskar, que tenía buena voz y al que a menudo elegían para alguno de los papeles estelares.
Hacían una apuesta pareja: ella, con sus pómulos altos y corto cabello rubio, y él, con los anchos hombros y ojos almendrados color café. Cuando cantaba frente a los demás, siempre ponía una mano sobre su corazón, como si estuviera esforzándose por emitir cada nota en nombre de su amada. Por supuesto, era Rita, quien se quedaba en una esquina con una sonrisa radiante y los ojos resplandecientes. En los pocos instantes antes de que sonara el toque de queda, a menudo los veía esconderse tras las puertas y otros lugares ocultos para robarse un beso, y yo sonreía, feliz de que ambos hubieran encontrado algo de romance en medio de esta miseria.
A pesar del hacinamiento y las enfermedades de Terezín, los romances como el de Oskar y Rita lograban florecer. Oía a muchas de las chicas de las barracas hablar de sus novios y de sus encuentros secretos. Veía cómo trataban de embellecerse sin nada más que sus dedos sucios y una gota de saliva en la palma de sus manos; cómo se pellizcaban las mejillas y se mordían los labios para que las pequeñas gotas de sangre les dieran un viso de color.
Pero yo no tenía a nadie, sólo al fantasma de Josef oculto en mi corazón. En aquellas noches en las que lograba soñar, soñaba únicamente con él.