29
Lenka
Pocas personas son sensibles al sonido de
un papel que se arranca de un cuaderno de dibujo o al rasguño de la
punta de una pluma a la que le falta tinta. Pero para mí son como
el sonido de una navaja o una guadaña que cruza el aire. Estos eran
los sonidos del departamento técnico: agudos e implacables, y los
escuchaba cada mañana al entrar por la puerta.
A diferencia del tiempo que pasé en el
Lautscher, no había pilas de postales
insípidas ni lienzos cubiertos de óleos que se enviaban en camiones
para decorar los interiores de villas alemanas. Imperaba una
sensación de eficiencia y apremio.
—Aquí somos responsables de varias cosas,
Lenka —me explicó Fritta—. Hay arquitectos que están preparando los
planos para la expansión de Terezín. Necesitamos caminos nuevos
para la creciente población, bocetos de nuevas barracas; se
necesita ampliar las vías férreas de Bohušovice a Terezín. También
debe renovarse todo el sistema de alcantarillado. Los arquitectos e
ingenieros que trabajan en este departamento tienen que hacer los
bosquejos para todas esas cosas y los artistas como tú los ayudarán
en lo que tienen que hacer.
Al mismo tiempo que hablaba, se movía por la
habitación con una silenciosa autoridad. Noté que todos estaban
trabajando: una hilera de espaldas inclinadas sobre sus
restiradores y unas cuantas personas reunidas en grupos con una
pila de materiales al centro de una mesa compartida. Todo el mundo
tenía la cabeza inclinada, no vi un solo rostro.
—Tenemos fechas límite con las que debemos
cumplir, Lenka. De modo que cuando te diga que necesito algo en
tres días, trata de terminarlo en dos.
Asentí con la cabeza.
—No desperdicies los materiales; son nuestro
activo más valioso.
Volví a asentir.
Mientras Fritta hablaba conmigo, sus ojos
recorrían la habitación. Su presencia física parecía enviarles una
señal a todos de que debía mantenerse el orden en la sala de dibujo
en todo momento. En este sitio, Fritta era el comandante y el resto
era su tropa. Me pregunté por qué estábamos trabajando —y tan
arduamente— por un ejército cuyo objetivo era mantenernos cautivos
en un gueto infestado de hambre y enfermedad. ¿Dónde estaba la
resistencia? Quería preguntárselo a Fritta. Miré a mi alrededor,
más allá de las docenas de hombres y mujeres que parecían
autómatas, y me estremecí. No podía detectar ningún tipo de
resistencia en lo más mínimo.
—Lenka, te presento a Otto Unger.
Fritta y yo estábamos parados junto a un
escritorio donde un hombre frágil se encontraba inclinado sobre un
libro de ilustraciones.
Cuando levantó la vista, observé su rostro
marcado; parecía que alguien lo había modelado en barro, con
profundos túneles debajo de las órbitas de sus ojos.
—Soy Otto —se levantó y extendió su mano. Su
sonrisa era cálida, pero sus dedos estaban fríos como el
hielo.
—Yo soy Lenka Kohn —respondí.
—¿Lenka? —pronunció mi nombre como si fuera
una pregunta—. Es un nombre precioso. Eres la primera Lenka a la
que conozco en Terezín.
Me ruboricé.
—Deja de coquetear, anciano. —Fritta agitó
un dedo frente a su cara. Era el primer momento de humor que había
experimentado desde que había entrado en la habitación.
Sonreí.
—¿Desde cuándo se es anciano a los cuarenta
y dos años? —bromeó Otto.
Negué con la cabeza; resultaba evidente que
las duras condiciones lo habían hecho parecer mayor de lo que era.
Sólo era cuestión de tiempo antes de que me sucediera lo
mismo.
—Otto, quiero que Lenka trabaje en los
detalles del libro de trabajo que especifica el progreso de las
vías férreas de Bohušovice al campo. Muéstrale el formato que
utilizaste para los dibujos del sistema de alcantarillado. Debería
utilizar el mismo tipo de ilustraciones.
—Con todo gusto, señor. Lo haré de
inmediato. Vamos a empezar. —Algo de Otto me recordaba a mi padre.
Tenía grandes ojos oscuros, un rostro delgado y una manera gentil
de hablar. Jaló una silla para que me sentara y me dio un montón de
dibujos técnicos—. Estos son los bocetos de los ingenieros —me
explicó—. Tienes que hacer ilustraciones que complementen el libro.
Tus dibujos deben mostrar hombres que trabajan en la construcción
de las vías de tren a Terezín y los edificios nuevos que las
rodean. Se los enviaremos a los alemanes que han pedido información
detallada acerca de la expansión del campo.
Asentí para indicar que entendía lo que
debía hacer.
—Tenemos gouache y
acuarelas en los estantes, así como pinceles, plumas y tinta.
Escoge la técnica que te parezca más adecuada, pero, por favor,
trata de no cometer errores.
—Sí, lo sé —sonreí. Al ver lo mucho que se
esforzaba mamá para conseguir materiales para sus alumnos, era más
que consciente de la importancia de los mismos.
Me devolvió el gesto. Era una sonrisa cálida
y paternal que me hizo extrañar a mi padre.
—Pues, bien; excelente. —Entrecruzó las
manos frente a sí mismo—. Te dejo trabajar, Lenka. —Regresó a su
asiento y tomó su pluma y cuaderno.
El rostro de Otto era del color de la cera.
Siempre parecía triste cuando dibujaba, a diferencia del resto de
los trabajadores, que casi no mostraban expresión alguna. En
ocasiones, lo miraba de reojo. Siempre mojaba su papel con agua
antes de aplicar sus pigmentos. Esto hacía que pintar fuera más
difícil porque los colores podían correrse. Los bordes podían
difuminarse. Me pregunté si lo hacía para retarse a sí mismo. Tenía
que trabajar mucho más rápido para incluir todo lo que quería
dentro de su composición.
De vez en vez, echaba una mirada a mi
trabajo.
—Me gusta la expresión en el rostro del
soldado... —dijo al tiempo que parecía divertido.
Miré la minúscula figura que había dibujado
junto a los hombres que colocaban las vías y noté que le había dado
una expresión casi maniaca.
Me reí un segundo.
—Ni siquiera me di cuenta de que lo había
hecho. Quizá tenga que volver a empezar.
Otto negó con la cabeza.
—No, déjalo así. Es preciso. Nos dicen que
quieren que plasmemos todo con la más absoluta precisión y es lo
que tú has hecho.
»Todos son unos crápulas —me susurró—. Odio
todo esto. Detesto trabajar para ellos. —Presionó la punta de su
pluma contra el papel con tal fuerza que la tinta empezó a regarse.
El dibujo tendría que desecharse.
Miré el dibujo arruinado y me estremecí.
¿Qué haría Fritta si veía una hoja de papel arrugada? No era Fritta
el que tenía mal carácter, sino su segundo al mando, un artista de
nombre Leo Haas. Casi no hablaba con nosotros; únicamente se
dirigía a Fritta.
Pero Otto no arrojó el papel al cesto de
basura. Claro que no. Esperó a que secara y después lo dobló en un
pequeño cuadro que escondió en su bolsillo.
Otto y yo empezamos a pasar más tiempo
juntos. De manera poco realista, parte de mi espera que me revele
que forma parte de la resistencia artística, pero dice poco, aparte
de que odia verse obligado a dibujar para aquellos que los quieren
muertos a él y a su familia.
Comemos nuestro pan lentamente a la hora del
almuerzo, masticando despacio y jugando a que es algo más.
—Hoy estoy disfrutando de unos dumplings con col encurtida; montañas y montañas de
col encurtida —me dice. Arranca un pequeño trozo de pan viejo. Lo
veo cerrar sus ojos mientras intenta utilizar todos sus poderes de
imaginación para transformar ese único mendrugo en algo mucho más
agradable.
—Yo estoy comiendo un delicioso pastel de
chocolate —le platico. El pan es como aserrín en mi boca, pero de
todos modos coloco una mano debajo de mi ración mientras como. No
puedo dejar ir ni una sola migaja.
Cuando Otto se ríe, sus ojos se llenan de
lágrimas.
Nuestro descanso de quince minutos para
comer ya está llegando a su fin.
—Fritta es un hombre maravilloso. Tenemos
suerte, Lenka. Estamos mucho mejor que los demás —dice, como si
necesitara recordarlo o recordármelo a mí.
—Sí, lo sé —afirmo con la cabeza. Hay dos
hojas de papel doblado ocultas en mi brasier—. Lo sé perfectamente,
Otto.
Cada día, aprendo un poco más acerca del
departamento técnico y de nuestro jefe gracias a lo que me cuenta
Otto. Me entero de que Fritta fue uno de los primeros en llegar a
Terezín en noviembre de 1941; era parte del Aufkommando. Eran un grupo selecto de
aproximadamente trescientos cincuenta ingenieros, dibujantes,
mecánicos y trabajadores de la construcción, judíos expertos que se
habían prestado a abandonar Praga de manera voluntaria para ampliar
la infraestructura de Terezín, en preparación para el influjo de
prisioneros judíos que habría de llegar pronto. Estos hombres se
habían ofrecido a trabajar en Terezín de manera anticipada bajo la
promesa de que ni ellos ni sus familias serían enviados al
«este».
Averigüé que muchos de mis colegas del
departamento técnico eran como Fritta y que habían ayudado con los
planes iniciales para el campo. Un ingeniero llamado Jíří había
creado los planos para la totalidad del sistema de drenaje y otro
hombre, Beck, había dibujado los planos originales que se habían
utilizado para la construcción del gueto. Estos hombres tenían
conocimientos de la infraestructura del campo que incluso las SS
ignoraban y, más tarde, estos conocimientos resultarían
invaluables. Si era necesario esconder algo para que nadie supiera
dónde encontrarlo, estos eran los hombres a los que se debía
preguntar.
Mis quince minutos al día con Otto son mi
conexión vital con la información.
Un día me atrevo a interrogarlo.
—He oído que Fritta y Haas están tratando de
lograr que sus dibujos salgan al exterior —susurro.
Otto no me responde. Mastica más lentamente;
cierra los ojos como si estuviera fingiendo que no oyó lo que le
acabo de decir.
—¿Otto? —repito mi pregunta. Sigue sin
contestarme.
—¡Otto! —Ahora mi voz es un poco más
firme.
—Te oí la primera vez, Lenka —responde. Se
limpia la boca con un pañuelo del color del agua sucia—. ¿Sabías
que tengo una esposa y una hija de cinco años? —dice, cambiando el
tema—. Se llama Zuzanna.
Quedo impactada; es la primera vez que
menciona su existencia.
—No las veo tanto como me gustaría. Por las
noches las extraño tanto que cierro los ojos y trato de imaginar
que estoy cavando un túnel entre su barraca y la mía.
—Ay, Otto, lo siento tanto... —digo—. No
tenía idea.
—Es algo terrible quedarse dormido soñando
que arañas la tierra.
No digo nada. Asiento con la cabeza.
—Es como si estuvieras enterrado todo el
tiempo, sofocándote.
Vuelvo a asentir.
—No —me responde—, no sé nada acerca de
ninguna resistencia.
Levanta la mirada hacia mí y sus ojos están
llenos de advertencias. Los iris parecen señales de alto que me
están indicando que me detenga.
—Lenka —dice, tomándome de la mano—, es hora
de regresar a trabajar.
Quedo asombrada cuando Otto empieza una
acuarela de las murallas de Terezín. Trabajó con velocidad, primero
dibujando las líneas oscuras de las paredes de ladrillo y después
rellenándolas con descoloridos cafés y amarillos. Con una diestra
mano, pinta el suave y nublado rumor de las montañas al fondo y las
áreas de verde pálido. Al día siguiente, después de haber escondido
la pintura para que se secara, toma pluma y tinta y dibuja hileras
de alambre de púas que atraviesan la página como el filo de un
cuchillo.
Yo sabía que los nazis habían prohibido
cualquier tipo de ilustración que los mostrara de forma negativa.
Nos habían dicho que al que atraparan haciéndolo se le encerraría
en el pequeño fuerte o se encontraría en el primer transporte hacia
el este. Por ello, no me sorprendía jamás haber visto
representaciones de las atrocidades que sucedían dentro del campo.
Si tales pinturas existían, sólo podían haberse elaborado en
secreto, ya sea de noche en las barracas o en sitios atestados
donde nadie estuviera mirando. De todos modos, estaría mintiendo si
negara que intuía que un lenguaje secreto fluía entre Fritta y Haas
mientras todos trabajábamos.
—¡Anota eso! —se gritaban ocasionalmente
cuando estaban frente a sus escritorios. Era como si se informaran
de lo que estaban registrando.
Fritta y Haas nos dejaban en paz siempre y
cuando cumpliéramos con las fechas de entrega. Estoy segura de que
sabían que muchos de nosotros estábamos robando material para hacer
nuestro trabajo en las barracas. Incluso, Otto fue lo bastante
temerario como para trabajar en algunos de sus propios dibujos
durante el día. Me enseñó a mantener mi cuaderno de dibujo lleno de
ilustraciones para los alemanes, con mi trabajo personal oculto
entre las páginas. Si nos sorprendía algún oficial de las SS en el
estudio, simplemente dábamos vuelta a una de las páginas del
cuaderno de dibujo para ocultar lo que realmente estábamos
pintando.
Aún no había entablado amistad con Petr
Klein. En ocasiones, lo veía dibujando en secreto los carteles que
anunciaban una ópera u obra de teatro que se representaba antes del
toque de queda. Después, veíamos estos carteles pegados en los
postes junto a alguna de las barracas y todos nos reuníamos para
ver el espectáculo de esa noche.
Ahora, al mirar atrás, me es difícil creer
la cantidad de actividades artísticas para las que lográbamos hacer
tiempo en Terezín. Aunque los alemanes hacían caso omiso de las
representaciones, siempre y cuando no criticaran al Reich, había
cierta crueldad de su parte de manera inevitable. ¿Cuántas veces no
vimos a los soldados alemanes mirando alguna de nuestras
presentaciones, aplaudiendo ante el maravilloso rango de algún
tenor o ante el aria fascinante de alguna soprano, para que al día
siguiente los enviaran al este en el primer transporte?
A menudo veía a Rita en estas
presentaciones. Me había dicho que le fascinaba el canto y había
empezado a verse con un hombre que se llamaba Oskar, que tenía
buena voz y al que a menudo elegían para alguno de los papeles
estelares.
Hacían una apuesta pareja: ella, con sus
pómulos altos y corto cabello rubio, y él, con los anchos hombros y
ojos almendrados color café. Cuando cantaba frente a los demás,
siempre ponía una mano sobre su corazón, como si estuviera
esforzándose por emitir cada nota en nombre de su amada. Por
supuesto, era Rita, quien se quedaba en una esquina con una sonrisa
radiante y los ojos resplandecientes. En los pocos instantes antes
de que sonara el toque de queda, a menudo los veía esconderse tras
las puertas y otros lugares ocultos para robarse un beso, y yo
sonreía, feliz de que ambos hubieran encontrado algo de romance en
medio de esta miseria.
A pesar del hacinamiento y las enfermedades
de Terezín, los romances como el de Oskar y Rita lograban florecer.
Oía a muchas de las chicas de las barracas hablar de sus novios y
de sus encuentros secretos. Veía cómo trataban de embellecerse sin
nada más que sus dedos sucios y una gota de saliva en la palma de
sus manos; cómo se pellizcaban las mejillas y se mordían los labios
para que las pequeñas gotas de sangre les dieran un viso de
color.
Pero yo no tenía a nadie, sólo al fantasma
de Josef oculto en mi corazón. En aquellas noches en las que
lograba soñar, soñaba únicamente con él.