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Lenka
Mis padres se desvanecieron en el aire de
Auschwitz y mi hermana quedó enterrada en su tierra empapada de
sangre. Pocas semanas después de la muerte de Marta, los alemanes,
presintiendo que los soviéticos llegarían al campo en cuestión de
días, empezaron a movilizarnos por miles a otros campos aún más
hacia el este. Barracas enteras se vaciaban de la noche a la
mañana.
A principios de enero de 1945, nos
levantaron justo después de la medianoche y nos obligaron a salir
al aire gélido. Podíamos ver las fábricas que se quemaban en la
distancia. Incluso el crematorio parecía estar ardiendo.
—Están quemando la evidencia —susurró una de
las muchachas—. Los soviéticos ya deben de estar en sus
fronteras.
Después de que los alemanes nos llamaran a
cada uno por nuestros números, comenzaron a gritarnos para que
empezáramos a caminar. Estábamos medio dormidos y completamente
demacrados, de modo que muchos de nosotros empezamos a tropezar en
la nieve. Le disparaban a todo el que cayera. Sus cuerpos no
emitían sonido alguno al caer a la tierra congelada. La única
evidencia de sus muertes era el hilo de sangre que corría de sus
cráneos.
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Nos arrearon en la nieve de enero, como
ganado que esperaban que feneciera antes de llegar a la llanura.
Miré mientras casi cada una de las personas que caminaba delante de
mí caía para no levantarse jamás. A otros les dispararon porque
caminaban demasiado lento y a otros más por mirar a los nazis con
ojos desesperados. La razón por la que sobreviví fue gracias a la
mujer que caminaba justo detrás de mí, quien, en su dolor, pensó
que me asemejaba a su hija muerta. Cuando me caí, me levantó.
Cuando estuve a punto de morir de hambre, me hizo comer nieve. Las
pocas veces en que se nos permitió detenernos, sostuvo mis pies
congelados entre sus manos y se arrancó una mascada de la cabeza
para vendar mis dedos sangrantes. No tengo idea qué fue de ella, y
hasta el día de hoy, me gustaría haber tenido la oportunidad de
agradecerle. Porque fue esa mujer desconocida, quien creía
determinadamente que yo era su hija, la que me mantuvo de pie
cuando hubiera sido mucho más fácil morir.
Marchamos tres días antes de llegar a
Ravensbrück, donde las SS siguieron golpeando y disparándoles a los
que estuvieran demasiado débiles como para mantenerse de pie.
Permanecí allí sólo tres semanas antes de que se me transportara
por tren a otro campo más pequeño llamado Neustadt-Glewe. Allí, nos
llevaron a otras quince chicas y a mí a una fábrica de aviones.
Durante tres meses, cavé trincheras antitanque parada en el frío
sin nada más que los vestidos de arpillera color café y zapatos de
madera y lona. Cada día y cada noche, las demás chicas y yo
mirábamos al cielo y escuchábamos el sonido de los aviones
estadounidenses o soviéticos que sobrevolaban el campo y, aunque
parezca increíble, jamás pensamos en la posibilidad de nuestra
liberación. Sólo suponíamos que bombardearían la fábrica y que
seríamos parte de las bajas desafortunadas.
Pero a principios de mayo sucedió lo
impensable. Una mañana nos despertamos para encontrar que las SS
habían abandonado el campo por completo en medio de la noche. Se
habían escabullido como cobardes, de modo que cuando llegaron los
estadounidenses, lo único que encontraron fueron las pilas de
cadáveres y aquellos de nosotros que estábamos tan cercanos a la
muerte como se podía aún estando vivos.
Estuvimos allí unas cuantas semanas, antes
de que los soviéticos se hicieran cargo del campo y nos evacuaran a
los centros de personas desplazadas que se estaban erigiendo por
toda Alemania. Y fue allí, en un campo pequeño fuera de Berlín,
donde conocí a un soldado estadounidense llamado Carl
Gottlieb.
De la misma manera en que una madre puede
amar a un niño huérfano o un niño puede amar a un gatito
abandonado, así fue como Carl se enamoró de mí.
No pude haberle resultado atractiva. No
pesaba más de treinta y siete kilogramos y, aunque en las barracas
checas no nos habían obligado a raparnos, mi cabello negro estaba
tan sucio e invadido de piojos que parecía una alfombra vieja y
apelmazada.
Carl me dijo que se había enamorado de mis
ojos. Dijo que eran del color del Ártico; que pudo ver un sinfín de
travesías en su azul pálido.
Años después, le dije que sólo con el
nacimiento de nuestra hija era que finalmente habían aprendido a
derretirse.
No podría decir que amaba a mi marido en el
momento en el que nos casamos; pero era viuda, huérfana y estaba
completamente sola. Permití que este hombre cálido y apuesto me
tomara bajo su cuidado. Permití que me diera de comer sopa a
cucharadas. Dejé que me acompañara al dispensario para que me
revisaran los médicos. Incluso me permití sonreír cuando bailaba
con sus amigos soldados con la música de sus radios.
Y cuando me dijo que quería llevarme a su
hogar en Estados Unidos, estaba tan cansada que hice lo único que
todavía podía hacer.
Le di mi mano en matrimonio.