THE MOBSTER GAME: DE LA VIRTUALIDAD A LA REALIDAD
Para enrolarse en este mundo hay tres opciones: crear una organización delictiva, unirse a uno de los cárteles establecidos (Señores de Guerra, Omertà, Payaso Perforadores, Puño de Dios, Autoridad Siciliana), o bien, ser un sindicato de un solo hombre criminal. Ya reclutado, se requiere desarrollar estrategias y habilidades sociales para matar, traficar, extorsionar, defraudar, sobornar, chantajear, negociar y todo aquello que implique encumbrarse en el poder hasta lograr ser un capo. Conseguirlo no es fácil, pues no se trata sólo de ejecutar a soplones y policías no alineados, sino de adquirir la maestría para robar, invertir y esconder el dinero.
Esta historia no es lineal, se construye día a día, con las estrategias de guerra que cada cártel desarrolla para acabar con el enemigo. La disputa es por los territorios y los negocios de las cosmopolitas calles neoyorquinas. Se trata del mundo mafioso que ofrece en internet el Mobster Game, una especie de Second Life —el famoso entorno del ciberespacio donde los usuarios interactúan como avatares a través de un soporte lógico— basada en la película Mobsters (Mafiosos).
En este juego hay una regla de oro: cero tolerancia a las trampas. Por eso está prohibido reunirse con un cártel contrario para atacar al propio, patear a alguien del cártel para sacarlo de la organización y luego invitarlo de nuevo, o abandonar al cártel para librar alguna situación y luego regresar. La reputación se forja a medida que es menor la preocupación por la ley, y se refleja en mayores actos criminales, aunque tampoco es fácil; el respeto tiene un precio y se mide en la sangre.
Jonathan y Charlie son jugadores permanentes del Mobsters Game. En esta realidad virtual, los hermanos Dappen son protagonistas del “mundo de la delincuencia organizada”. El caso de Jonathan es singular, pues quiso materializar su realidad virtual. Pero si Jon, como le llaman sus amigos, fuera un muchacho más analítico y menos impulsivo, quizás esta afición que tiene a los juegos de mafiosos le hubiera servido para aplicar la regla táctica que implica sobrevivir en el Mobster Game: advertir cuando en la organización se ha colado una rata.
Y entonces en su vida real hubiera sospechado que algo raro había en esas llamadas cada vez más frecuentes de Josh Crescenzi, para coordinar los embarques de condensado, en las que su timbre de voz ya no era normal. Pero Jon estaba ocupado gastando, con los amigos en la ciudad de México y McAllen, los generosos dividendos que le dejaban sus gestiones al frente de Petro Salum. El veinteañero disfrutaba la vida nocturna en sitios exclusivos y aparecía en las páginas de sociales como un brillante ejecutivo de la industria petrolera.
Según las investigaciones del ICE, Jon Dappen era uno de los intermediarios entre mexicanos y estadounidenses para importar por las aduanas el condensado robado. Usaba documentación apócrifa en la que registraba el producto como nafta.
Junto con Arnaldo Maldonado Maldonado, un mexicoamericano presidente de la compañía Y Griega, registrada también como importadora de hidrocarburos, Dappen recibía y coordinaba el movimiento de camiones en la frontera de Estados Unidos y hasta su ingreso a las terminales de almacenamiento en Brownsville.
El negocio marchaba sobre ruedas, tal como Timothy Brink lo informaba a sus accionistas. Cada mañana vía telefónica Crescenzi le indicaba a Maldonado la cantidad de condensado que necesitaba. Maldonado hablaba con Dappen y con “los mexicanos”. En tanto se alistaban los embarques, Maldonado y Dappen arreglaban la documentación con las aduanas.
Sí, todo marchaba sobre ruedas, hasta el día en que, preocupado, Maldonado le informó a Crescenzi acerca de un pequeño inconveniente:
—Los mexicanos quieren más dinero.
—¿Quiénes?
—Los de la Aduana del Puente de Nuevo Laredo.
Y fueron las diferencias entre el monto de los sobornos a los agentes aduanales, lo que llevó a que el ICE recibiera ciertos datos sobre “un posible contrabando de condensado que ingresaba por la aduana de Nuevo Laredo”.