Generación

Un Sábado se organizó una comida en el hotelito de Lomax. Como todos eran crudívoros, homeópatas, vegetarianos o macrobióticos, el menú resultó de lo más extraño. Era un espléndido día de sol de fines del verano, y pusieron varias mesas en hilera bajo los retorcidos ailantos del jardín. Todos los invitados, músicos de jazz o amigos de Bibiana o de los otros inquilinos de la gran casa (entre los cuales, según había oído decir Mateo, había también un escritor al que nunca había visto, pero cuya presencia sentía gravitar por el piso alto de la casa), vivían como si el Tiempo no existiera, de modo que cuando terminaron de hacer la comida eran cerca de las cuatro de la tarde y el sol se había ido moviendo por el cielo desplazando con él todas las sombras y dejando la larguísima mesa casi enteramente al sol. Por supuesto, nadie hizo el menor intento de colocarla de nuevo a la sombra. Rehuir el sol, no estar moreno como un sarraceno o sentirse, en general, físicamente incómodo por alguna razón, era considerado en aquellos ambientes bohemios muestra indudable de ser un reaccionario, un reprimido y un burgués despreciable. El hedonista tiene en común con el anacoreta esa capacidad casi sobrehumana para renunciar a la comodidad. Había fuentes de tabulé, ensaladas diversas, calabacines y berenjenas asadas, arroz con verduras y con algas y un redondo de ternera al horno, añadido al menú seguramente en deferencia a los carnívoros, que había quedado durísimo y que nadie se molestó en tocar. Había jarritas con flores silvestres amarillas y moradas arrancadas del propio jardín y servilletas de papel, y vino tinto con gaseosa, y cerveza, y todo tipo de insectos, avispas, mosquitos e insoportables moscas de Septiembre por todas partes, atraídos por los olores de comida y por la acumulación de cuerpos sudorosos bajo el sol. De modo que comieron bajo el infatigable sol de Septiembre, atacados por los insectos, sudando como pollos, aturdidos por la cerveza y el vino con gaseosa y ensordecidos por la música estruendosa que sonaba en el equipo, colocado en una de las ventanas de la planta baja del edificio.

Dios mío, ¡qué mal lo pasaba Mateo en aquellas reuniones sociales!

¿De qué hablaban? No sólo de alimentación, no sólo de dietas y de algas, de arroz integral y de ayurveda. Hablaban también de hachís, sobre todo de hachís, dónde encontrarlo, cuál era el de mejor calidad, de viajes a África, de traficantes conocidos, de aventuras con lanchas cruzando el estrecho. Hablaban de clubs y de dueños de clubs, de anécdotas tocando en pueblos y en ciudades de la costa, de tías, de ligues, de camas redondas. Contaban chistes verdes horriblemente machistas. Contaban chistes horriblemente obscenos, ante la protesta vaga e informe de las mujeres, que nunca acababan de decidir si su obligación era atajar aquellos chistes denigrantes para las mujeres o si hacer tal cosa podría ser considerado un acto represivo y reaccionario. Hablaban de política de una forma abstracta y casi mitológica, hablaban del «sistema», de «comecocos», de «lavados de cerebro», hablaban de formas de vida alternativas y de comunidades agrícolas. Eran músicos, eran artesanos, eran terapeutas, se dedicaban a la medicina alternativa o eran masajistas o quiroprácticos o bien tenían pequeños proyectos comerciales, se iban a la India a comprar telas y artesanía y luego las vendían a las tiendas de regalos de Madrid o bien ponían un puesto en el Rastro, muchos de ellos y de ellas habían estudiado Magisterio y eran maestros de los que se iban voluntariamente a los barrios deprimidos, a Vallecas, a San Blas, a Entrevías, a Horcasitas, convencidos de que tenían la misión de ayudar a aquellos niños que tenían menos oportunidades en la vida. Aborrecían a los pijos, el dinero, la elegancia, el orden establecido. Eran todos antiamericanos. Iban a las manifestaciones en contra de la base aérea de Torrejón y gritaban «Yankees go home». Hablaban de viajes a Almería, del cabo de Gata, de playas nudistas en el cabo de Gata, hablaban de costo, de costo, de costo.

—Tienes que hacer tres días de ayuno para drenar todo eso —le decía Bibiana a un muchacho que estaba sentado a su lado en la mesa—. Ya te iré diciendo las pautas.

—Tres días, de acuerdo —decía el muchacho, que se apartaba con la mano una mosca que le atacaba con insistencia.

—Y luego tendrás que cambiar la dieta —decía Bibiana—. Nada de grasas, ni de levadura, ni de azúcares refinados. Arroz integral, germen de trigo, levadura de cerveza, eso prácticamente todos los días…

Mateo estaba extrañado, porque aquel muchacho no parecía enfermo en absoluto. No tenía tos, ni estaba pálido, ni parecía tener fiebre, y estaba comiendo con excelente apetito. ¿Para qué tenía que tratarse entonces, hacer un ayuno, cambiar de dieta si no estaba enfermo? Y en caso de estar verdaderamente enfermo, ¿no habría sido lo más lógico ir al médico para que le recetara algún medicamento?

—¿Has ido a la Escuela? —le preguntaba Emilio a Pelayo mientras le pasaba una fuente de ensalada de endivia con nueces y manzanas sobre la cual bailoteaban en el aire dos avispas.

—Esta semana no he podido ir —decía Pelayo—. Tocábamos en Salamanca.

—Ya he conseguido el libro de Nicoll —dijo Emilio—. Está de puta madre.

—Ya me lo pasarás. Cuando vaya por la Escuela…

—Conseguimos un costo de puta madre.

—Entonces nos metimos en la cabina de sonido y había una tía con unas peras de puta madre y éste va y le dice: «Quítate la rebeca», y la tía va y se la quita, no tenía sostén, unas domingas acojonantes, y Helio que es un cabrón se pone a lamerle una teta y yo, joder, me pongo al lado y también a lamerle la otra teta, allí como dos bebés lamiéndole las peras a la tía, que se estaba poniendo más salida que la madre que la parió…

—Qué cerdos sois, joder —protestaba alguna de las mujeres—. Vosotros sí que sois una pandilla de salidos.

—Tiene una lancha, se compró una lancha el tío para cruzar el estrecho, y ha hecho varios viajes, pero las pasa putas porque tiene que evitar las patrulleras de la Guardia Civil, y una vez se perdió en la niebla y no veas el acojone, porque se creía que se había metido en el océano… El tío se ha comprado la lancha, pero de navegación no tiene ni puta idea, y allí enseguida ves las luces de la costa, pero con la niebla no veía nada, y lo que más le acojonaba no era salir a mar abierto, ni que le pillara la Guardia Civil, sino que le pillaran los moros…

—Me han pasado una receta para cocinar un pastel de chocolate de puta madre, un pastel de chocolate con cannabis, que es muy difícil, porque el cannabis cocinado no coloca…

—Es una médico acojonante, practica la lectura del iris y también ha aprendido con los tibetanos a diagnosticar con el pulso… Pero lo que te va a recomendar es que hagas una limpieza intestinal completa, es una cosa un poco jodida, pero te quedas de puta madre, es como si volvieras a nacer…

—Venga, haceros un porrito.

—Joder, a ver si compráis vosotros alguna vez.

—Pero ¿esto es costo o es Avecrem? ¡Esto es Avecrem, mamón!

—Va la tía y dice: «Doctor, que mi marido la tiene muy pequeña y no me corro…».

—Sí, es verdad, me encontré con Chick Corea en un club… En el descanso, Chick Corea estaba bebiendo agua mineral, ya sabéis que desde que se metió con la dianética no toca nada… y me acerco, le saludo, le digo que yo también soy músico, y va el tío y me dice: «Cuéntame algo de música, enséñame algo que tú sepas». Y yo le digo: «Tío, tú eres Chick Corea, ¿cómo te voy a enseñar yo a ti algo de música?». Y él me dice: «No, no, de todo el mundo se puede aprender algo… seguro que hay muchas cosas que tú sabes y que yo no sé…». Acojonante, el tío.

—Qué alucine.

—Te cagas.

—Sí, conozco a un tío que iba a participar en una película porno… Estuve en el rodaje, y al tío no se le ponía dura… Eran todos más burros… Y el director, «¡venga, joder, a ver si te empalmas!». Y la tía con una cara de muermo que no veas…

—Pasar el porro, joder.

—A ver si compráis alguna vez.

—Sí, hemos estado en Carboneras… allí, poníamos las tiendas en la playa, en una zona de dunas… sí, el Tito tiene un amigo que ha puesto un bar… era un tío que trabajaba en un banco en Madrid, y al final le tocaron tanto los cojones que pasó de todo, los mandó a todos a tomar por culo y se fue al sur, se compró un bar y ahora vive allí la mitad del año… tres meses en pelotas se pasa el tío… allí por la noche, sus porritos, sus tías…

—¿A que no sabéis qué hacen en África con las compresas usadas?

—Joder, Helio, ya vale, ¿no?

—Es que la Gali es mu fina, no le gustan los chistes guarros…

—Es que sois asquerosos, joder.

—El tío se enrolló con una alemana y estaba viviendo allí con ella, como el bar está en una playa nudista, los dos en pelotas todo el día… Y qué buena estaba, la tía, una alemana de esas grandes, rubia, con unas tetas que no veas… Y luego vino su hermana, que estaba más buena todavía, muy jovencita, no debía de tener ni dieciocho tacos, y claro, allí hay que despelotarse porque allí están todos en pelotas todo el día… Total que el Tito se enrolló con la hermana también y así estaban los tres durmiendo juntos…

—Qué cabrón.

—Qué hijoputa, podía dejar algo para los demás.

—Y con lo feo que es el cabrón. Y dice que la hermana pequeña le hacía unas mamadas que no veas.

—Me la estuve follando toda la noche y hoy me duele la polla de puta madre…

—Eso es que has pillado algo.

—No, coño, no seas animal, es por el hueso ese… el hueso ese… el del monte de Venus…

—Joder, qué cosas te pasan más raras.

—Te lo juro, estuvimos horas follando y es por rozar tanto contra esa parte, la parte de arriba, que les sobresale… Sabes que es como más gusto les da.

—Seguro que has pillado purgaciones.

—Que no, joder, no voy a saber yo cómo son las purgaciones. Eso no notas nada hasta pasados unos días… Coño, si esta tía está limpísima, es una tía de puta madre.

—Es un tío que ha estado varias veces en la cárcel por posesión… Allí, sí, allí… Y allí si te meten en chirona tres veces por lo mismo, la tercera vez es cadena perpetua, te meten en el calabozo y tiran la llave, o sea que el tío tuvo que salir por pies, y ya no piensa volver a Estados Unidos en la puta vida… El tío es yonqui, pero lo tiene supercontrolado… Estaba escribiendo un libro sobre cómo ser yonqui y llevar una vida normal… Él dice que la religión le ayuda, desde que se hizo musulmán dice que ha cambiado su vida, y que ahora sólo toca para Dios…

—Vaya cuelgue, ¿no?

—Qué va, tío, si es un tío de puta madre… Toca unas escalas que sólo las conoce él, y las lleva en supersecreto. Las aprendió en África… Se fue a África y estuvo viajando y tocando, él con su tenor, aprendiendo músicas locales y aprendiendo unas escalas africanas de puta madre con las que ha construido un sistema para improvisar… Pero por eso no deja que le filmen tocando, para que no se las pillen…

—Eso lo hacen muchos de ellos, no dejan que les filmen las manos para que no les pillen los rollos que hacen…

—Sí, el Herbie Hancock cuando se le acerca una cámara deja de tocar… Dicen… Para que no le pillen las inversiones que hace…

En un momento de la comida, se encontró con los ojos de Lomax, que le miraba desde el otro extremo de la mesa con un vaso de vino en la mano y una plácida sonrisa en sus ojos claros, y tuvo la sensación de que Lomax podía ver a través de él y que conocía exactamente sus penalidades y sufrimientos. Mateo levantó su vaso lleno de cerveza en un amago de brindis, y Lomax hizo oscilar su vaso de vino, y de nuevo Mateo se sintió subyugado por su civilidad y por la intensa sensación de calma que transmitía su forma de estar en el mundo. A pesar de su acento de Vallecas y de la risa aguda con que celebraba los chistes más groseros y machistas que se contaban en la mesa, había en él algo principesco, una especie de melancolía, la tristeza del efendi que ha sido expulsado de un lugar encantado en el que fue feliz una vez y al que ya no puede volver. Muchos años más tarde, cuando Lomax ya había muerto después de pasar por un cáncer largo y doloroso, Mateo seguiría recordando aquel gesto pensativo de sus ojos, y seguiría preguntándose qué era lo que veía Juan cuando su mirada se perdía de ese modo. «Mateo, tío, libérate, pasa de todo», parecían decir los ojos de Lomax, «estás vivo, tío, tienes diecinueve años, goza de la vida, tío, no te hagas pajas mentales… Es todo mucho más sencillo de lo que parece. Vive con el co-ra-zón, tío, con el co-ra-zón…»

Alrededor de aquella mesa estaban, en suma, todos los problemas que aquejarían para siempre a la generación de Mateo: la oposición imaginaria a un «sistema» del cual ellos mismos formaban parte sin saberlo o sin querer aceptarlo, la constante sensación de ambigüedad al enfrentarse con cualquier forma de la autoridad, aunque fuera para rebelarse contra algo que les repugnara, como un chiste brutal y obsceno, aquel hundirse voluntario y suicida en una tierra de nadie, fuera de los símbolos y de las Grandes Narraciones, que les dejaría para siempre al margen del poder. Es cierto que participaban de las obsesiones políticas de la generación inmediatamente anterior y que todos eran de izquierdas y que todos eran antiamericanos y que todos admiraban a Fidel Castro y a Mao Tse Tung, pero su compromiso político real era prácticamente inexistente y, por otra parte, su interés por el Oriente y por el universo alternativo les dejaba automáticamente fuera de la praxis. Su enfrentamiento con la autoridad tenía algo de infantil, de inmaduro, porque uno se opone a la autoridad de los padres para establecer su propia autoridad, es decir, su propio criterio, pero ellos, al rechazar toda forma de autoridad en la familia, en el sexo, en la creación artística y en las relaciones personales y laborales, fueron tan lejos que acabaron por quedarse ellos mismos sin criterio, sin capacidad de elegir, de rechazar y de discriminar. Se convirtieron así en una generación de hijos sempiternos, siempre luchando contra unos padres imaginarios, siempre reaccionando contra la dictadura y contra el dictador aun cuando aquel hombrecillo despreciable llevara ya cinco, diez, quince, veinte, treinta años enterrado bajo su losa inmensa del Valle de los Caídos. Y todo esto sucedía alrededor de aquella mesa agostada por el sol y atacada por los insectos. Ya que mientras ellos estaban allí, hablando de noches de sexo y de enfermedades venéreas, y de ayunos y de dietas macrobióticas y de arroz integral y algas kombu, de polen, de salvado, de levadura de cerveza y de germen de trigo, y mientras discutían cómo cocinar un pastel de chocolate con hachís, mientras charlaban bajo los ailantos de retorcidas ramas y rojizas hojas de sus viajes a Almería y de sus ferias de artesanos y de sus proyectos de cooperativas agrícolas, había toda una generación que estaba por aquellos días tomando el poder.

Eran los tíos. No sus padres, que tenían por entonces alrededor de cuarenta años, sino los tíos, que tenían alrededor de treinta. En la historia de España se había abierto una ventana mágica. El dictador había muerto, todo lo anterior era odioso y vergonzoso y había que cambiar las cosas y crear un país nuevo. Borrar y crear. Olvidar e inventar. Y la ventana era mágica porque se abría en un momento mágico, el momento en que nada de lo que existe sirve para nada y en que todas las posibilidades están abiertas. Pero los que se colaron por allí porque tenían la edad para hacerlo no podían ni imaginar entonces que aquélla era una ventana mágica que sólo se abriría una vez en su vida, y en la vida de las siguientes generaciones y en la historia de España en general. No cabe duda de que la guerra civil había abierto una ventana similar, pero en condiciones muy diferentes, con sangre, con violencia, con horror, con un país sumido en el hambre y en el fundamentalismo religioso, en el odio y en la venganza. La ventana mágica que se abría con la muerte de Franco era muy diferente: los que saltaron por ella prometían cosas muy diferentes, prometían la libertad, la democracia, la modernidad, la normalización de España, prometían llevar a España a Europa y vincularla de nuevo al mundo. Y es verdad que hicieron todo eso y que España se transformó y se convirtió en una democracia sólida y en un país europeo y más tarde en una potencia económica, pero para los que lograron saltar por la ventana mágica, que se abría como una ventana más pero en realidad conducía a un paisaje de sueños y de poder ilimitados, no eran conscientes quizá (o quizá sí, quién sabe) de que esa ventana se abría sólo para ellos y sólo una vez. De modo que saltaron al poder y se quedaron allí para siempre. Mateo y sus amigos no lo sabían entonces: ellos tenían apenas veinte años, y los que tenían treinta o treinta y cinco comenzaban a dirigir instituciones, a crear periódicos, a organizar la vida política y cultural, a establecer programas y sistemas y paradigmas. No sabían entonces que cuando ellos tuvieran treinta y cinco años no habría ninguna ventana mágica que se abriera para ellos, y que cuando tuvieran cuarenta y cinco años y se dieran cuenta de que toda posibilidad de que se abriera una ventana para ellos había desaparecido ya por completo, los mismos que llevaban en el poder desde fines de los ochenta seguirían en el poder en el siglo XXI, los mismos directores de teatro, los mismos articulistas, los mismos críticos, los mismos ministros, los mismos santones de la cultura y de la opinión, y que los únicos miembros de su generación que tendrían acceso a ciertas parcelas de poder serían aquellos cuya visión del mundo estuviera modelada de acuerdo con las ideas de la generación de los tíos, con su adoración por el existencialismo, la novela negra, las mujeres fatales, la política, los problemas sociales, el «compromiso» del intelectual, y su convicción un tanto cerril de que los grandes temas que han de interesar a la literatura son la vida nocturna, el crimen, el alcohol y la prostitución. Ya que la generación de Mateo practicaba el sexo indiscriminadamente y no necesitaba para nada de la prostitución, y para ellos entonces las prostitutas no eran un rito de paso, como sucedía en las novelas de Vargas Llosa, sino algo más bien de viejos, y siempre se relacionaba a las prostitutas con los viejos, y también con el franquismo, con una forma de vida reprimida, machista y odiosa. Odiaban el poder y toda forma de organización o de sumisión a unas normas y sólo querían libertad, pero no libertad política como los tíos, no libertad de expresión, que ya tenían, querían la libertad de saltar y correr libres y despeinados por cualquier lugar y en cualquier dirección haciendo cualquier cosa que les viniera en gana, la libertad de levantarse tarde y de trasnochar y de no tener un trabajo fijo y de seguir en cada momento los instintos, los impulsos (tenían una fe casi religiosa en los impulsos, en las intuiciones, en esos prontos del alma que nos hacen decir de repente algo o hacer alguna cosa cuyas consecuencias son desastrosas o totalmente impredecibles, porque sentían una devoción absoluta por lo espontáneo, por lo no cultivado, por lo inmotivado, por la frescura, una palabra que usaban siempre para todo), querían la libertad de los viajes interminables, largos viajes al sur, a Almería, a Marruecos, a la India, a Tailandia, cuanto más lejos mejor, cuanto más exótico mejor, música oriental, ragas, y telas indias y comidas exóticas y kohl en los ojos; eran la generación de los restaurantes chinos que comenzaban a llenar España, la generación exótica, la generación del humo, la fantasía y el sueño, de Oriente, de la lejanía, la generación de la lejanía, y se quedaron en el limbo de la fantasía, del humo y del sueño, y cuando comenzaron a despertar del sueño, cuando los efectos del cannabis comenzaron a desvanecerse y ellos se levantaban en sus lechos revueltos y sin hacer desde hacía días (otra forma de oponerse a la autoridad: no hacer la cama jamás), ya que muchos de ellos se encontraron al final de sus treinta años con el problema de que ya no sabían dormir sin cannabis y muchos intentaron dejarlo, aterrados al darse cuenta de que tenían lapsos de memoria y había meses enteros de su vida de los que no tenían el menor recuerdo (del mismo modo que hubo muchos de ellos que apenas habían fumado cuando tenían veinte años o lo habían hecho sólo ocasionalmente y que al cumplir los cuarenta comenzaron a comprar y a fumar como nunca lo habían hecho antes, quizá porque sentían que el tiempo se les iba y querían regresar a la juventud, quizá porque para ellos fumar hachís era una forma de rebeldía y de libertad, la única que podían permitirse ahora que estaban llenos de hijos, hipotecas y exmujeres), cuando se despertaron, pues, de aquel sueño de amapolas y elefantes chinos, se dieron cuenta de que tenían cuarenta años y que no sólo ellos habían pasado del poder, sino que también, y esto no dejaba de tener su lado cómico, ¡incluso hilarante!, que el poder, cualquier forma de poder, había pasado también de ellos. Y que ya había en esos momentos una generación de vibrantes jóvenes mileuristas de veinticinco años dispuestos a comerse el mundo, jóvenes que no tenían ningún problema con el poder, ni con el dinero, ni con el éxito, y que deseaban desenfrenadamente el poder, el dinero y el éxito, todo eso que ellos habían despreciado y que habían considerado indigno de ellos.

Y todo aquello ya estaba tramándose por encima de las onduladas ramas de los ailantos de aquel jardín de Pozuelo, desmochado y un poco silvestre, y de aquellas voces algo bruscas del mundo bohemio y hedonista y caótico de principios de los ochenta, la época de la movida madrileña, los años dorados de Madrid. Todo aquello y aquella sensación de horror que sentía Mateo, aquella intensa incomodidad a causa del sol excesivo y los insectos, cuando en realidad todo estaba bien y todo era hermoso, o al menos todos los demás parecían pensarlo y vivirlo así (todos menos él, que se sentía incómodo por el sol, por los insectos, por la música estruendosa, por tanto sexo, tanto costo, tantas tías de puta madre y tantos tíos de puta madre), y allí estaban todos en la Comunidad Ideal de los Felices que tanto le obsesionaba a él mismo en sus lecturas de utopías, en sus lecturas de Tomás Moro y Campanella y Bacon, en sus lecturas de socialismo utópico y falansterios y comunidades ideales, y aquélla era, más que ninguna que él hubiera conocido antes, la comunidad ideal de los felices, el hotelito de Pozuelo lleno de artistas, lleno de mujeres, lleno de amigos, lleno de música y fiestas, y sexo y conversaciones interminables, el jardín, la piscina, las lámparas indias de tela, la vida sin horarios ni tiempo. Pero las conversaciones eran decepcionantes, el jardín estaba agostado, la piscina no tenía depuradora, y el ideal, al ser llevado a la práctica, sólo traía consigo una sensación de desilusión y de hastío. No, aquéllas no eran «las más bellas personas que había en el mundo», como decía el verso de Orlando Furioso, sino una colección de bohemios mal vestidos y peor afeitados, de mujeres que hubieran resultado muy hermosas de no haber estado siempre ojerosas y despeinadas, de personas sin cultivar, de intelectos toscos. Como sucedía en el poema de Ariosto, Ruggiero llegaba a la isla de Alcina, encantado con las bellas fiestas y las seductoras muchachas, sólo para descubrir algo más tarde que en realidad Alcina era una bruja, que todo era mentira, que la isla no era el paraíso, sino el infierno.

Al terminar la comida varios de los comensales propusieron darse un baño en la mefítica piscina llena de hojas y de insectos. Para gran sorpresa de Mateo, que era un burgués lleno de convenciones, varios de los comensales de ambos sexos comenzaron a desnudarse. No tenían bañador, pero eso no tenía la menor importancia en los tántricos años ochenta. Danielle, la bailarina francesa que iba a participar en Catoblepas mostró un encantador cuerpo torneado como una madera pulida, completamente moreno y sin la menor marca de bikini, y un joven que tenía una cara parecida a un sapo y unos labios curiosamente replegados sobre sí mismos se desnudó para mostrar un sorprendente pene circuncidado. El chico ya no volvió a vestirse en toda la tarde, y el pene circuncidado se paseó por los ojos de todos hasta el hastío y hasta dejar una marca indeleble en la receptiva memoria de Mateo, que muchos años más tarde seguiría recordándolo con toda claridad. Los dos se metieron en la piscina con riesgo de su salud, especialmente de la muchachita, que quién sabe qué podía pillar sumergiéndose en aquellas aguas estancadas y llenas de larvas y de pájaros muertos. Había una mujer tendida en la hamaca que hacía bromas con todo aquello de la piscina, los que se desnudaban y los que no se atrevían a desnudarse. Llevaba allí tumbada desde el final de la comida, ofreciendo comentarios ligeramente irónicos a los temas de la conversación que le llegaban girando entre el sol y las ramas del ailanto bajo las cuales se protegía del calor samaritano. Uno sentía allí en la hamaca una presencia intrigante, más elaborada de lo habitual, con algo de exótico y cosmopolita. Por fin, se levantó y se desnudó ella también, quitándose parsimoniosamente botas, vaqueros, blusa ibicenca y ropa interior. Debía de tener unos treinta y dos años y era muy guapa, con grandes ojos rasgados y rizados cabellos rubios y un cuerpo mórbido y lleno de inflexiones que dejó a Jorge literalmente boquiabierto. Se llamaba Silvana.

—Vamos —dijo a los otros con una curiosa voz musical e insolente en la que parecían mezclarse los acentos de varios países, mientras se acercaba al borde de la piscina—. ¿Es que os da vergüenza?

Mateo por nada del mundo se habría desnudado en público, pero Jorge, soltando una de sus risas flojas, ya había comenzado a quitarse la ropa y se acercaba a Silvana, que observaba el muñequito que iba saltando delante de Jorge con una indiferencia casi perfecta. Jorge se metió en el agua y empezó a salpicar a Silvana, que dio un grito y se refugió detrás del tronco de un ailanto.

Era extraño ver tantos cuerpos desnudos vadeando las aguas oscuras de la piscina, sentados en el borde de cemento balanceando las piernas y compartiendo un canuto o charlando amigablemente a la sombra de un pruno mientras en el jardín cantaban los mirlos y un avión cruzaba silenciosamente el cielo dejando en el azul lo que parecía una larga marca de tiza. Viendo las pollas colgantes, las rosadas tetas recorridas de venas azules, las nalgas musculosas, el erizado vello púbico de hombres y mujeres, uno se veía forzado a recordar la naturaleza puramente animal de los seres humanos, una revelación que tenía algo de violento y descorazonador y que, al menos para Mateo, hacía que aquel Paraíso resultara menos paradisíaco que nunca. Y es que la verdadera animalidad es humilde y casta, y ninguna especie animal exhibe sus atributos sexuales con tanta impudicia como lo hacen nuestros cuerpos, que sólo tienen vello en los lugares más íntimos y que parecen diseñados no para esconder y proteger los frágiles órganos de la reproducción, sino para exhibirlos como una flor o un trofeo.