Pozo

Las palabras, el poder de las palabras. Eunuco, lampiño, pibe, niño, feliz, obeso, suave, dulce, feliz, lampiño, eunuco. Las palabras justas, las palabras exactas, las palabras tan temidas. Las palabras de la justicia, una justicia que no era ciertamente hermosa ni benévola, pero que decían lo que él, en el fondo, siempre había sabido: que era un fracasado, que era un ser maldito y diferente de los demás, una aberración extraña, un error de la naturaleza.

Se hundió en la desesperación. La vida se le hacía tan insoportable, y su sensación de fracaso era tan aguda que no tenía ni un solo instante de paz. El suicidio, de cualquier modo, era un pensamiento popular en aquellos años. Se pasaban el tiempo leyendo a existencialistas franceses, rumanos, checos o argentinos: leían a Camus, a Cortázar, leían a Cioran, a Kafka, veían películas de Bertolucci, de Bergman, de Visconti, leían al vizconde de Lautréamont, a Rimbaud, a los surrealistas. Matarse era un acto hermoso, un acto desafiante y romántico. Borges insinuaba (según él, John Donne lo insinuaba) que Cristo había sido un suicida.

Sensación de pozo: sensación de vacío, de inexistencia. La raíz budista de la realidad.

Pensó que la forma más fácil de suicidarse era subir a un lugar muy elevado, acercarse al borde y, simplemente, dejarse caer. Había oído decir que en estos casos no era el impacto con el suelo lo que produce la muerte, sino que uno muere en el aire de un ataque de corazón. El pensamiento de morir en el aire, por alguna razón, le repelía y le agradaba al mismo tiempo. Se imaginaba cayendo desde lo alto de la Torre de Madrid, por ejemplo, y contemplando justo en el momento de lanzarse en brazos de los aires ese vasto paisaje que incluye la plaza de España con su obelisco color arena, las arboledas velazqueñas del campo del Moro descendiendo hacia poniente, la mole de azúcar cande del Palacio Real, la Gran Vía ascendiendo entre los carteles gigantes de los cines, la calle de la Princesa, las verjas de oro y los chopos de plata del palacio de Liria, la terraza del hotel del edificio España, con su piscina color turquesa y sus turistas americanos bebiendo cócteles de nombres encantadores y señalándole con gesto de horror.

El lugar clásico de los suicidios de Madrid es el viaducto, un elevado puente de tráfico compuesto por una serie de arcos de hormigón suspendidos por encima de la calle Segovia, la fantasía del puente que flota por encima de las nubes y una de las entradas más espectaculares a la ciudad vieja de Madrid. Un día se fue allí para ver cómo era exactamente el lugar y calcular cuáles eran las probabilidades de éxito de un posible suicida. Sentía tanto dolor que tenía la sensibilidad como embotada. Todo le causaba dolor: respirar, mirar, abrir una puerta, sacar un billete de metro, subir una escalera, todo se le hacía insoportable, todo le confirmaba que la existencia era horrible y que él era un ser maldito y que su vida era un infierno. Llegó al viaducto un precioso día de sol, como lo son, al fin y al cabo, la mayoría de los días en Madrid. Fue caminando por el lado de poniente, que era el que se elevaba a más altura sobre el tráfico, y enseguida comprobó que jamás podría suicidase arrojándose desde el viaducto porque las autoridades habían colocado una red unos metros por debajo.

Intentó, entonces, subir a algunos de los edificios más altos de Madrid, comenzando con la Torre de Madrid de la plaza de España, que era el lugar que siempre veía en sus fantasías suicidas. Tampoco resultó tan sencillo como había imaginado. O bien el acceso al piso superior estaba vedado por ascensores que no subían hasta allí o escaleras que terminaban antes de llegar allí o puertas que parecían conducir allí pero estaban cerradas con llave o incluso con una gruesa cadena, o bien, una vez allí arriba, era imposible acercarse al borde de la terraza, protegido con rejas, alambradas o paredes de plástico o de cristal, o bien al asomarse al borde uno se daba cuenta de que tres o cuatro metros más abajo había una terraza, un toldo, una piscina, un saliente o, simplemente, una red, colocada allí en previsión de los pequeños Mateos desesperados que deseaban, fuera como fuera, abandonar el planeta.

Hubo un día en que le pareció llegar al último abismo del dolor. Jamás habría podido llegar a este lugar ni darle forma de no haber sido por las lecturas de Cortázar y por los viajes metafísicos de Horacio Oliveira. Fue Oliveira quien le permitió llegar a este lugar que él llamaría más tarde «el país continuado» o «el país de lo profundo», que era, como él supo bien, no una idea ni un mero pensamiento, sino un verdadero lugar del interior. Fueron los relatos de Cortázar y el prólogo de Nicolás Bratosevich de la antología de Edhasa los que le mostraron el camino, el camino que conducía a la libertad. Iba caminando por la calle, como casi siempre (la mayor parte de las cosas que le sucedían a Mateo en esa época le sorprendían caminando por la calle), y de pronto sintió que se hundía y se hundía en una especie de pozo. El pozo no estaba físicamente allí, sino en su interior. Se hundía más y más en una sensación de dolor y de angustia tan espantosa que le dejaba sin respiración. El dolor se hacía físico, como un hundimiento en un lodo oscuro y maloliente. Iba caminando por la plaza de la República Argentina, cerca del Ramiro, y le parecía que vivía en hueco, es decir, que todo lo que veía a su alrededor, los negros cristales inclinados de Mayte, los abedules intensamente blancos, no eran más que el reverso espantoso de un vacío universal, y que por debajo de todas las cosas no había más que un horrible viento frío y anónimo, que detrás de aquellas ventanas no había nadie, que detrás de aquellos rostros de los transeúntes no había nadie, que dentro de él mismo no había nadie más que una angustiosa sensación de hueco y de ausencia. Se hundía más y más en el pozo, se sentía descender por el pozo verdoso y oscuro, y de pronto sentía que había llegado al fondo del pozo, que ya no se podía sentir más dolor, más asco, más angustia, más miedo. Sentía que aquella disolución absoluta de toda presencia, de todo consuelo y de todo sentido eran el horror de la vida en estado puro, la realidad, la verdadera apariencia del mundo.

Algo cedió en él, como poseído por esta abrumadora sensación de dolor, y se dejó limpiamente caer hasta el fondo más oscuro del fondo más oscuro. Y cayó y cayó y se dejó hundir sin vértigo en la noche más profunda del dolor más infinito, y comenzó a sentir el inicio de la fascinación, la pregunta de qué sucedería cuando llegara al fondo de aquel pozo que se adentraba en la negrura más espantosa del dolor absoluto y del vacío absoluto y del sinsentido absoluto. Y entonces descubrió que aquel pozo por el que caía no tenía fondo. Había llegado al fondo del pozo, y de pronto sentía algo así como una extraña libertad, como si corriera por aquellas profundidades una brisa fresca. Estaba en un lugar distinto, un lugar jamás visitado antes. Era un lugar grande y abierto por el que se podía caminar. De pronto el pozo había desaparecido, y Mateo encontraba que había llegado a un lugar amplio y espacioso, un lugar luminoso y comunicable. No era sólo suyo aquel lugar, era un lugar compartido, una especie de espacio de comunicación al que iban a dar todos los pozos oscuros de todos los desdichados que se caen alguna vez en un pozo, y que descienden por él paso tras paso, oscuridad tras oscuridad, hasta llegar a lo más espantoso del dolor. Una vez allí, el dolor desaparecía porque uno ya no estaba en el propio yo, sino en un lugar mucho más grande que el yo, un lugar compartido, un lugar común. Una vez allí, todas las aventuras eran posibles, todos los estados interiores eran posibles. Uno podía entrar y salir de un yo o de otro, de un estado o de otro. Uno podía lanzarse a aventuras inconcebibles. Había allí caminos, había ríos, había barcos. Allí la vida se hacía de otra manera, y no terminaba en ninguna dirección. Allí no estaban Elisa y sus horribles palabras. Allí Elisa estaba metida en su propio pozo de dolor, atrapada en su propia convolución de asombro y de odio y de amor y de miedo. Allí podía mirarla desde lejos, y ya no deseaba morir. Allí podía mirarse a sí mismo de lejos.

Este lugar era una nueva tierra. Era la tierra que está al fondo del pozo. Mateo siempre supo que se hallaba en su interior, en algún lugar del interior de su cerebro. Siempre supo que aquel lugar era real. Siempre supo que el que llega a un lugar del interior, sea cual sea, aprende una senda que ya jamás olvida, y que más tarde podrá volver a encontrar aunque quede cubierta por toneladas de hojas secas o metros y metros de nieve. Era la Nueva Tierra, el País de Abajo, lo que está más allá del yo personal. Esto fue lo que le enseñó el dolor absoluto y la horrible sensación de hueco, de vaciamiento, de emaciación absoluta de la sustancia de vida y de amor del mundo que traen la depresión y el intenso deseo de muerte: que más allá de los fluctuantes colores cambiantes del yo hay una tierra limpia por la que se puede caminar. Que más allá o más abajo, mucho más abajo del pozo del yo, comienza la tierra ilimitada de la conciencia.