Fircroft
En el verano de 1956 mi padre viajó de nuevo a Inglaterra probablemente con la idea de quedarse allí para siempre. En el sello de entrada de su pasaporte dice que no le está permitido buscar empleo en el Reino Unido, remunerado o sin remunerar. La mano del funcionario añade a continuación: «Con la excepción del Servicio Civil Internacional». Allí fue donde trabajó, en las oficinas centrales de la organización en Londres.
Estaban en Bayswater, un barrio muy agradable al norte de Hyde Park cruzado por un canal, y la oficina ocupaba un pequeño edificio de tres plantas pintado de blanco y con la entrada de escaleras y columnas blancas que es típica de tantas casitas londinenses. Mi padre vivía en una cómoda habitación del sótano donde tenía una cama, una mesita de trabajo con una lámpara, una kettle eléctrica y una radio, y se ocupaba del mantenimiento del edificio.
Durante ese año conoció a mucha gente y habló con hombres y mujeres de innumerables países, probó todo tipo de comidas y aprendió toda clase de canciones, oyó hablar de todo tipo de religiones y de culturas, de climas y de costumbres. Sus grandes amigos en esta época eran Michael, que era unos años mayor que él y por quien mi padre siempre sintió una amistad fraternal, y Esma, que era vegetariano. Michael estaba saliendo con una chica pelirroja y muy delgada que se llamaba Mary y era cuáquera, y a veces salían los tres juntos para pasear o tomar el té. Un Domingo fueron a Hampton Court y se pasaron dos horas en el laberinto, y otro Domingo fueron a Richmond para hacer un picnic y ver los ciervos, pero les sorprendió la lluvia. Mary llevaba un vestido de cuadros verdes y blancos, tan empapado que se le pegaba al cuerpo como si fuera un traje de baño, y Michael y ella hicieron varias bromas al respecto. En los servicios de la estación ella se quitó las medias empapadas, que luego le entregó a Michael dobladas para que las guardara en la cesta. Participar de estas intimidades femeninas le avergonzaba y le fascinaba a la vez. De vez en cuando conocía a chicas que le gustaban, y pensaba en lo extraño que sería casarse con una chica inglesa y quedarse a vivir en Londres, y comprarse una casa en Notting Hill y tener hijos a los que en verano llevaría a España para enseñarles la Cibeles y el museo del Prado y Segovia y el monasterio de Piedra.
Terminó el primer año. Michael le sugirió que solicitara una beca para estudiar en Fircroft College, una universidad privada de Birmingham que había sido creada por el magnate del chocolate Cadbury y que todos los años ofrecía ayudas para estudiantes sin recursos. Mi padre dudaba de que le concedieran una beca a un extranjero que no tenía conexiones de ningún tipo. Es posible que le intimidara la idea de ir a la universidad, él que no tenía estudios de ninguna clase y que se había labrado una cultura autodidacta a base de conferencias, conciertos gratuitos y bibliotecas públicas. Michael le insistió para que rellenara el impreso de solicitud, y mi padre le hizo caso y logró la beca. Pasó el año siguiente en Fircroft llevando la dulce vida de los estudiantes universitarios, jugando al cricket, estudiando en la biblioteca, participando en charadas de fin de trimestre y vistiéndose para el té. Tenía treinta y dos años.
Abro las carpetas de sus papeles de Fircroft. Son folios doblados por la mitad que recogen apuntes de clase y trabajos. Releo los apuntes por encima. Historia de Inglaterra, Literatura inglesa. «La verdadera poesía», leo en los apuntes, «no es ni una discusión de la vida normal ni tampoco una huida de la vida normal. Es la vida normal hecha más interesante mediante un procedimiento que la ilumina.» Aye to that. ¿Quién sería este profesor tan inteligente, tan sensible, tan sensato? «A la hora de enjuiciar la prosa debemos observar el TONO que utiliza el autor para dirigirse a sus lectores.» Absolutamente cierto. El tono, no el estilo. El tono más que el estilo. Y un cuadro donde aparecen tres columnas, en la de la izquierda leemos «Prosa» y debajo «intelecto, vida corriente», y en la de la derecha «Poesía» (Poesy), «alma, huida de la monotonía». Ambas columnas, se dirigen, con sendas flechas, a la columna central, que es la Poetry («poesía»), es decir, «hombre completo, el complejo drama de la vida». Este profesor diferenciaba la poesía (poesy) como género de la poesía (poetry) como sinónimo de la totalidad de la literatura (es decir, el sentido aristotélico de la poesía, que no se opone a prosa, sino a Historia). Me pregunto si de algún modo mi padre me transmitió a mí esas ideas o lo que él recordaba de esas ideas.
La lista de los trabajos sobre lecturas es verdaderamente impresionante. Durante su curso en Fircroft mi padre leyó y analizó Middlemarch, Adam Bede y Silas Marner de George Eliot, The Europeans, The Bostonians y The Spoils of Poynton de Henry James, Burmese Days de George Orwell, A Passage to India y Howard’s End de Forster, Lord Jim y Victory de Joseph Conrad y A Tale of a Tub de Johnatan Swift, y escribió trabajos sobre Jane Austen, D. H. Lawrence, William Morris, las ciudades victorianas, el liberalismo de E. M. Forster, los ensayos críticos de Matthew Arnold, «Rusia no es una sociedad sin clases», la Inglaterra del doctor Johnson, el realismo del doctor Johnson, la obra de Jonathan Swift y las creencias de George Eliot. Un verdadero tour de force para alguien que no tenía ni estudios primarios y que se veía obligado a leer y escribir en otro idioma. Leo los trabajos aquí y allá y están bien escritos, con inteligencia y claridad. Compruebo con placer que Henry James le cansa y le irrita mientras que Conrad le fascina, unos gustos literarios que coinciden absolutamente con los míos. Las notas de los profesores son justas, señalan ambigüedades, exigen argumentos, felicitan por las intuiciones correctas. Es extraño que mi padre leyera tanto a George Eliot. Jamás le oí decir una sola palabra sobre esa autora. De Jane Austen siempre habló con una ligera ironía. Conrad le fascinaba.
La última página de sus apuntes de clase trata sobre Orwell: «Fue siempre socialista, pero nunca fue marxista». En Inglaterra mi padre aprendió, entre otras cosas, que se puede ser de izquierdas sin ser marxista, que se puede estar contra Hitler y también contra Stalin. También, a través de su contacto con los cuáqueros, aprendió a respetar la religión. Al contrario que mi madre, él nunca se definió como «ateo», y tenía su Biblia de Nácar-Colunga densamente anotada.
No sé exactamente por qué mi padre se decidió a volver a España en vez de pedir de nuevo la beca de Fircroft. Nunca nos lo explicó, pero es posible que volviera simplemente por su familia y por los amigos que dejaba aquí, es decir, porque a pesar de todo su corazón seguía estando en España. De modo que al terminar el curso en Fircroft regresó a Londres, donde pasaría unas semanas antes de su regreso. Se instaló de nuevo en las oficinas del Servicio Civil. Sus amigos, Esma, Michael, se rieron de la perfecta pronunciación ligeramente snob que había adquirido en Fircroft, y mi padre se puso rojo (era muy tímido, y siempre fue socialmente susceptible) y dijo que, en realidad, la pronunciación británica snob era mucho más fácil para un español que la corriente.
Una tarde radiante de principios de verano, mi padre se encontró a sí mismo caminando de nuevo por Kensington Gardens. El parque, que había visitado por vez primera cinco años atrás, durante su primera visita a Londres, le parecía ahora muy distinto, porque ahora comprendía el sentido de la ciudad y la organización de sus barrios. Durante su primera visita, el Royal Albert Hall, que se levanta justo al lado del parque, le había recordado a una plaza de toros. En esta ocasión, con sus relieves romanos y sus columnatas blancas, le pareció algo así como un templo sagrado de la música. Se acercó a la taquilla y preguntó si había entradas para el próximo concierto. Tocaba la orquesta Hallé dirigida por Sir John Barbirolli, e interpretaban la obertura «Egmont» de Beethoven y La canción de la tierra de Gustav Mahler. Como mi padre no había oído hablar de la orquesta ni del director y no sabía quién era Mahler, un compositor poco conocido en esos años, no esperó mucho de aquel concierto, pero se dijo que al menos podría ver la sala por dentro. Entró en el edificio, ascendió por interminables escaleras y allí, desde lo alto de la galería, se sintió casi el rey del mundo contemplando el lujoso interior, el brillo de las lámparas, el órgano que preside el escenario y que es uno de los más grandes de Inglaterra. Los teatros suelen producir esta clase de exaltación de los sentidos.
Mi padre me habló muchas veces de aquel concierto, y de Mahler y de La canción de la tierra, una música que yo tenía que imaginarme, porque por mucho que buscaba no lograba encontrar discos de Mahler en las tiendas. Un día, buscando en El Corte Inglés un disco para regalarle en su cumpleaños, encontré una versión de La canción… y pude escuchar por fin aquella obra fascinante que ha sido, desde entonces, mi favorita de todo el repertorio. En la funda del disco había una foto de Mahler cuando tenía unos treinta años aproximadamente, y me asombró comprobar lo mucho que se parecía a mi padre cuando tenía esa misma edad. Los dos tenían una gran frente redonda, entradas en el pelo, una rebelde mata de pelo oscuro, ojos claros (azul celeste en el caso de mi padre), nariz judía, sonrisa pacífica, y ese aire vagamente soñador que solían adoptar antes los fotografiados. Luego mi hermano y yo buscábamos las fotos juveniles de mi padre en el álbum forrado de terciopelo azul y elegíamos aquellas en las que más se parecía a Mahler. Había dos de 1952 en las que el parecido con las fotos de Mahler de 1907 era asombroso: la única diferencia notable entre ambos rostros, entre ambas miradas, era que mi padre llevaba unas gafas de pasta y Mahler unos anteojos de montura metálica estilo fin de siglo.
Pero ¿por qué le gustó tanto La canción de la tierra? Seguramente le pareció una música muy moderna, lo más moderno que él podía escuchar, el límite en que el placer comienza a desvanecerse y surge el éxtasis. En el último movimiento, «El adiós», hay una melodía que siempre ha sido para mí la verdadera «canción de la tierra», algo así como el himno secreto de este mundo. La toca un oboísta acompañado de un arpa, y yo siempre me imagino a un oboísta chino (La canción de la tierra es una serie de seis canciones sobre poemas chinos) tocándola medio escondido entre los bambúes. Está escrita de una forma muy extraña, y también las figuras del arpa son extrañas. Aparentemente es una melodía sencilla, pero tal como está escrita resulta irregular y difícil de interpretar. Mahler hace que algunas notas se estiren y otras vayan más deprisa de lo que desearíamos, escribe con valores diferentes trozos de la melodía que uno esperaría que sonaran igual, y hace que la melodía y el acompañamiento sigan patrones rítmicos muy diferentes. En realidad, la única forma de tocarla correctamente sería lograr que sonara como improvisada, pero la mayoría de los oboístas la tocan como solfeándola, seguramente pensando que nadie podrá culparles por leer con exactitud. Además (aunque esto no es culpa suya) normalmente la tocan demasiado rápido.
La canción de la tierra habla de nuestra vida en la tierra. Habla del dolor y del sufrimiento, de la noche y de la muerte, del horror y de la locura, y también habla del dulce otoño y de la melancolía, y habla de la diversión y los juegos, y habla más tarde del amor, del vigor y la alegría de la juventud, y luego habla de la embriaguez, y finalmente habla de la amistad, de la muerte y de la despedida de este mundo.
¿Por qué le gustó tanto la música de Mahler? Sin duda lo que él oyó en aquella música era algo que le pertenecía a él, y a él sólo. Ondas y oleadas de música subían rizándose por el aire hasta la galería de los que escuchan de pie, y mi padre comprendía de pronto que su vida era una vida del mundo. Se dio cuenta de que estaba vivo, y que todas las demás personas estaban vivas también, y que estaban todos en el mundo, y que aquello era asombroso, el principio de una apertura hacia la realidad. Sintió su propia vida como un misterio y una aventura, un viaje sobre la nada, un paseo sobre el filo de la navaja. Sintió infinitos espacios que se abrían en el interior de su corazón, y la posibilidad de viajes por territorios ilimitados. Sintió miedo y ternura, compasión por todos los seres vivos, amor por la tierra, sentimientos para los que no tenía nombre. Pero el mundo todavía quería mostrarle algo más antes de que regresara al sueño gris de España.
Esa noche, aún bajo la impresión del concierto que había escuchado en el Royal Albert Hall, mi padre conoció en una de las «reuniones internacionales» que tanto se prodigaban en las oficinas del Servicio Civil a una australiana que acababa de llegar a Gran Bretaña. Se llamaba Shelly Oaks y era una mujer muy morena, de pelo color azabache, esbelta, elegante, con un aire dinámico y quizá deportivo. Llevaba una falda tableada color crema y un suéter fino de manga corta color verde oscuro. Había estado casada en Canberra con un médico y se había divorciado dos años atrás, y deseaba empezar una vida nueva en un mundo nuevo. Mi padre nunca había conocido a nadie que estuviera divorciado, y es de suponer que estar hablando con una mujer divorciada que venía del otro extremo del mundo le resultaba de lo más exótico. Ella tenía treinta y un años. Tenía un rostro muy agradable, con labios llenos y ojos ligeramente hinchados y, al menos en la única foto que he visto de ella, como velados por el sueño. Es posible que llevara unos días durmiendo mal, quizá, incluso, a consecuencia del largo viaje. En la foto ella está fumando y sonríe al escuchar algo que dice mi padre. Probablemente para ella también era exótico estar hablando con un español que había sobrevivido a los bombardeos de Franco. Durante la guerra, un obús entró por la ventana del comedor de la casa de mis abuelos y reventó todo el piso. Mi abuela estaba en ese momento en la cocina, y no sufrió ningún daño, pero el piso quedó destrozado y la familia tuvo que cambiarse de casa. Mis abuelos tenían entonces cuatro hijos. Los bombardeos eran anunciados con sirenas: en cuando comenzaban a sonar, todos corrían a esconderse en el sótano de la casa, o a una estación de metro si uno estaba en la calle. Los colegios habían cerrado, y la única razón para estar en la calle era buscar comida, porque mi padre y sus hermanos estaban muertos de hambre y habrían comido cualquier cosa: el pan con aceite era una delicia, las gachas de harina una delicadeza, las naranjas podridas no estaban tan mal. Mi padre contó algunas historias de la guerra, y notó que a ella le interesaba lo que contaba y que le gustaba escucharle. Ella me amó por los peligros que había pasado, y yo la amé porque me tuvo compasión. Hablaron de otras cosas también, de Londres, de los ingleses, del acento de ella, y finalmente alguien se sentó al piano y se pusieron a cantar, y terminaron la noche cantando como hacían tan a menudo.