Cínico

La adolescencia de Mateo coincidió con la adolescencia del país. En efecto, España entera estaba sometida a un violento estirón, a una pubertad acelerada que la convertiría de la democracia niña de mediados de los setenta en la democracia mayor de edad de la entrada en la OTAN. Tras la muerte de Franco, el franquismo se desinfló como un globo de aire caliente, pero durante varios años continuaron los asesinatos callejeros, los disparos «al aire» de la policía, que siempre acababan dándole a algún manifestante (que, al parecer, volaba sobre las casas), las torturas en las comisarías y las palizas callejeras de los «fachas». Unos huelguistas se hicieron fuertes en la catedral de Vitoria: cuando salieron, la policía les recibió a balazos, y uno de los manifestantes murió a consecuencia de los disparos. Por supuesto, estos policías nunca eran castigados por sus acciones. O bien eran exculpados porque habían «disparado al aire», o bien nunca se lograba averiguar quién era el autor de los disparos, aunque en ciertos casos existían fotografías claras del asesino disparando, como sucedió en Montejurra. En los raros casos en que se probaba que un policía era un torturador o un asesino, lo máximo que se hacía con él era trasladarle a otra localidad, sin duda para que pudiera seguir allí torturando a sus anchas. El ministro del Interior era Manuel Fraga Iribarne, que tenía fama de ser un político brillante y que sería uno de los pocos políticos destacados del franquismo (quizá el único) que lograría hacer una larga carrera política en la democracia, si bien siempre en la política regional y lejos de Madrid. Fraga se reía de los torturados, disculpaba a los asesinos y entorpecía las investigaciones. En cierta ocasión unas presas políticas fueron rapadas al cero para humillarlas: ante las protestas de la prensa, Fraga manifestó, con ese humor chispeante que es característico de las personas sanas y que tienen los pies en el suelo, que todo aquello había sido «una tomadura de pelo». Mateo contemplaba todas estas atrocidades con una suerte de sorpresa melancólica. Los chicos de Fuerza Nueva, el nuevo partido fascista, iban por las calles con banderas nacionales agrediendo con puños, porras y cadenas a los que llevaban el pelo largo o se negaban a cantar el Cara al sol o tenían, en general, pinta de «rojos». Gozaban de total impunidad. La policía jamás se metía con ellos. Había que entenderlos: eran jóvenes, eran patriotas, se dejaban llevar por su amor a España. A veces mataban a alguien, es cierto, o lo dejaban inválido en una silla de ruedas. El amor es así, al menos el amor a la patria. En las comisarías, la policía nacional, la secreta y la Guardia Civil, seguían con sus prácticas rutinarias de torturas: quemaduras con cigarrillos, violaciones a las detenidas, violaciones con perros, bañeras de excrementos, el «quirófano», barras de hierro calientes introducidas por el ano, palizas envolviendo el cuerpo en toallas húmedas. Todas las noches el padre de Mateo escuchaba las noticias de la BBC en medio de un coro de silbidos y crujidos electromagnéticos, y Mateo se ponía literalmente enfermo cuando escuchaba la versión que daba la prensa internacional de lo que sucedía realmente en España. La España del franquismo y de los primeros años de la Transición era un país bárbaro donde no existía la ley, donde se ejercía la violencia salvaje, donde corría la sangre y se rompían huesos y había desdichados que gritaban como animales en habitaciones oscuras. Nadie debería olvidar esos gritos ni a esos desdichados. Nadie debería perdonar jamás a esos verdugos, que vivieron impunes y quedaron impunes de sus crímenes y a los que nadie persiguió jamás. El perdón no es posible, porque no somos dioses que puedan borrar las culpas, y sólo el que puede hacer que la culpa desaparezca de las pesadillas del verdugo tiene verdaderamente la capacidad de perdonar. Pero ¿quién podría hacer tal cosa? Los policías que torturaban en la Dirección General de Seguridad, que era ese mismo edificio de la puerta del Sol donde el 31 de Diciembre se reunían las multitudes para escuchar las doce campanadas que señalaban la llegada del nuevo año, los guardias civiles que se divertían violando detenidas, los fascistas que mataban jóvenes a cadenazos en las calles del barrio de Salamanca o en la impunidad nocturna del Retiro pasaron por aquellos años como sombras evanescentes, como fantasías de la imaginación. Nadie les hizo nada. Nadie les molestó. El país estaba sumido en el perdón, o quizá en el miedo, miedo al ejército, miedo a los generales, miedo a la Guardia Civil, miedo a que el menor intento de llevar a los verdugos ante la justicia excitara los ánimos de aquellos celosos patriotas y volviera a haber un levantamiento y otro 18 de Julio y otra dictadura. Y así, una generación de torturadores se hundió plácidamente en la sombra. Luego caminaban por las plazas públicas disfrutando de pensiones del Estado, amargados, sentados al sol bajo las acacias dehojadas de los Domingos de invierno, con el hígado destruido por las cosas horrendas que habían hecho, impunes, libres y vivos, mientras sus víctimas se pudrían en la tierra o se recuperaban en hospitales mentales o gritaban por las noches cuando al entrar en la cárcel del sueño regresaban a aquellas mazmorras y a lo que les habían hecho en ellas. En aquellos años aprendió Mateo a aborrecer la palabra «patria», a odiar la palabra «patriota», a detestar la palabra «España» que los fascistas gritaban siempre como si fuera suya, como si ellos fueran España, a aborrecer los colores de la bandera de España, rojo, amarillo y rojo, sangre, oro y sangre, sangre, arena y sangre, que era la bandera de Franco, igual que España era Franco, y era horror, atraso, brutalidad, suciedad, miedo, gritos, fascismo, pistolas, palizas y las vocecitas mansas de los curas bendiciendo a los torturadores. La Iglesia, la hipocresía, la inconcebible dulzura apostólica de la Iglesia, los gorjeos de pájaro de sus ministros y su corazón frío, implacable, metálico, sucio, lleno de polvo.

Pero pronto hubo otra bandera. Se cambió el escudo de Franco, en el que había dos negras águilas imperiales, por un nuevo escudo en el que había dos columnas blancas que simbolizaban la Constitución de 1977. En el parque que había frente al museo de Ciencias Naturales se construyó un monumento para conmemorar la Constitución que era como una caja de piedra blanca con escaleras en los cuatro lados. Los fachas le llamaban «el monumento a la prostitución», porque en las calles adyacentes al parque se ponían por las noches prostitutas y travestis. Se legalizaron los partidos políticos. Se legalizó el Partido Comunista y se convocaron elecciones generales. Los padres de Mateo se volvieron completamente locos. De pronto, la política invadió el hogar de los Montañés. Anselmo se afilió al Partido Socialista, y durante el siguiente congreso que se celebró en el Palacio de Congresos y Exposiciones de la Castellana, Isabel se afilió también.

Ahora Anselmo e Isabel estaban politizados, y en el hogar de los Montañés ya nada volvería a ser igual. Todo era PSOE, PSOE, PSOE. Los del PSOE eran los héroes, los portadores de la verdad, y los que no eran el PSOE, tanto a la izquierda como a la derecha, un puñado de sinvergüenzas. Ahora Anselmo e Isabel, que siempre habían sido moderados en casi todo pero habían perdido todo sentido de la moderación con la llegada de la democracia, iban todas las semanas a la Agrupación Socialista de Chamartín, situada en un local bajo de una callecita cercana a Pradillo, y volvían por las noches encendidos con un fervor cuasi religioso, rabiosos con los «críticos», que eran todos procomunistas, y apasionados con los «felipistas». La casa se llenó de pósters del PSOE, de libros del PSOE, de revistas del PSOE, de abrebotellas del PSOE y carpetas del PSOE y vasos con el logotipo del PSOE y platos del PSOE y bolígrafos del PSOE, y el nuevo diseño del puño con la rosa se veía en el hogar de los Montañés por todas partes, desde el calendario del PSOE de la cocina hasta el vaso del PSOE en el que en el cuarto de baño se colocaban los cepillos de dientes, que no eran del PSOE porque a nadie en el partido se le había ocurrido fabricar cepillos de dientes, ya que de haber existido cepillos de dientes del PSOE ésos sería los que habrían utilizado Anselmo e Isabel y también, por supuesto, sus dos hijos.

Los nuevos héroes de Anselmo e Isabel eran Felipe González, un joven abogado sevillano que había dicho que no pensaba ponerse jamás chaqueta y corbata y que era un chico del pueblo, un hombre «sencillo», en fin, pero al mismo tiempo «cultísimo» (era abogado) y que hablaba muy bien, y Alfonso Guerra, que era íntimo amigo de Felipe, también de Sevilla, también abogado, también cultísimo (citaba a Don Antonio Machado en todos sus discursos, y en las entrevistas pronto empezaría a hacer referencias a Gustav Mahler, que era el músico de moda). Aborrecían, en cambio, a los del PSOE «histórico», que no reconocían a Felipe González, a los del Partido Socialista Popular de Tierno Galván, que lo que tenían que hacer era disolverse e integrarse en el PSOE (¡ah, el sempiterno problema de la desunión de la izquierda!), a los del Partido Comunista, empezando por el odioso Santiago Carrillo, al Centro Democrático y Social, que eran todos unos fachas y exfranquistas (el centro no existe, y todos los que dicen que son «apolíticos» o «de centro» son en realidad de derechas), a Alianza Popular, que era el franquismo disfrazado y no digamos ya a todos los extremistas, el PT, la LCR, los falangistas o los asesinos de Fuerza Nueva.

Ahora Anselmo e Isabel ya no tenían conversaciones con los amigos o la familia, sino que se dedicaban a dar mítines interminables sobre lo maravilloso que era el PSOE y a machacar a todos los que no pertenecían al PSOE, o incluso a la tendencia del PSOE que a ellos les gustaba, que era la moderada. En esos años, Anselmo e Isabel perdieron muchas amistades por causa de aquel furor político, especialmente sus amistades comunistas o filocomunistas o a los suaves compañeros de viaje o lejanos sospechosos de ser tontos útiles. Amigos de derechas no perdieron porque no tenían ninguno y porque la idea, la sola idea, de tener un amigo que simpatizara con UCD, por ejemplo, les habría parecido a los Montañés algo exótico e incomprensible. Cuando venían amigos a merendar o a cenar a casa, el tema era siempre el mismo: el PSOE. Si los amigos estaban de acuerdo, todo iba bien, pero ¡ay de ellos si a alguno se le ocurría ironizar, aunque fuera suavemente, con Felipe González, o con la «O» de «Obrero», o con los «cien años de honradez»! ¡Se le caía el pelo! ¡Los Montañés atacaban con todas sus naves y con toda su aviación y toda su artillería! Lo mismo sucedía los Sábados cuando iban a ver a los abuelos por la tarde. Las discusiones eran aquí feroces, porque las hijas de Manuel y sus novios no estaban de acuerdo con el socialismo tridentino de Anselmo e Isabel, uno de ellos porque estaba más a la izquierda y otro porque estaba más a la derecha (los dos se llamaban Paco), y la trifulca y las voces destempladas estaban aseguradas.

La familia comenzó a ir a mítines del PSOE. Iban los cuatro, en ocasiones viajando a pueblos cercanos, y cantaban los cuatro La Internacional con el puño en alto: «Agrupémonos todos en la lucha final», decía la letra absurda, «¡Arriba los pobres del mundo! ¡En pie, famélica legión!». Los mítines se celebraban en cines, en teatros, en plazas públicas, al sol o a la luz de las estrellas. La mayor parte de las veces los discursos eran enormemente aburridos, aunque cuando hablaba un gran orador como Felipe González, Alfonso Guerra o Luis Gómez Llorente, la experiencia podía tornarse apasionante, y uno se sentía de pronto parte de la historia y testigo de su tiempo. A veces iban los cuatro a la Agrupación Socialista, donde los amigos de sus padres les decían a Luis y a Mateo que cómo no se metían en las Juventudes Socialistas. Luis y Mateo se resistían, sobre todo porque las asambleas de las Juventudes eran el Sábado por la tarde, justo a la hora de la película, y estaban poniendo un ciclo de los hermanos Marx. Sin embargo, no era cierto que a los hermanos no les interesara la política. Al menos en esta época los dos estaban interesados. El país entero lo estaba, y la razón era que hasta entonces en España nunca había habido verdadera política. «Meterse en política» quería decir, en tiempos de Franco, meterse en líos o criticar al gobierno, y el español medio siempre afirmaba que «no le interesaba la política». Con la llegada de la democracia, y especialmente después de las primeras elecciones generales, la política llenó la vida diaria hasta niveles inconcebibles. En la televisión se retransmitían larguísimas sesiones parlamentarias, discurso tras discurso, respuesta tras respuesta, y cuando había algún debate importante en el Congreso, todo el país se quedaba pegado al televisor durante horas. Era la fascinación de la democracia: comprobar, verdaderamente, cómo diferentes ideas se enfrentaban por medio de la palabra y dentro de unas reglas aceptadas por todos. En aquellos años, Felipe González, Alfonso Guerra y los demás grandes nombres del PSOE parecían como iluminados por una gracia especial. Estaban poseídos por una maravillosa elocuencia, envueltos en una especie de pureza seráfica. Al escuchar sus encendidas arengas en el Congreso, uno se preguntaba cómo se les había ocurrido a los españoles votar a aquellos memos de UCD, que parecían todos vendedores de El Corte Inglés, en vez de votar a los serafines salvadores del PSOE.

Anselmo e Isabel usaban ahora la jerga de la política, y hablaban de personas «sin formación política», se reían de esos que decían que «no les interesaba la política» (lo cual es imposible), afirmaban que los «apolíticos» eran en realidad de derechas, declaraban gravemente que «todo es política» y se reían de los recién llegados al partido y que no sabían dirigirse a los demás correctamente y decían «señores» o «camaradas» en vez de «compañeros» (estos últimos eran comunistas disfrazados, espías que se metían en el PSOE para ver qué se cocía allí dentro), y conocían perfectamente la jerga de los mítines, y sabían invocar una «cuestión de orden» cuando hacía falta, y tomar la palabra «por alusiones», y afirmaban contra toda evidencia que El Socialista, al cual estaban suscritos como todos los afiliados, era un gran periódico, y que José Ramón, el dibujante de estilo naïf que hacía los carteles del partido, era un gran artista. Y durante varios años colgó del salón familiar un gran póster enmarcado de José Ramón en el que se veía una hilera de simpáticos trabajadores, entre los cuales aparecía dibujado Felipe González con sus ojos de chino, con un fondo de chimeneas humeantes y aserrados tejados de fábricas. Más tarde el póster enmarcado desapareció discretamente para ser sustituido por una reproducción de un cuadro de Zóbel que Anselmo e Isabel compraron, probablemente, en la Fundación March.

Llegaban las elecciones, y los padres de Mateo salían por las noches a poner carteles del PSOE por las calles. Eran los afiliados los encargados de llenar todas las paredes de la ciudad de carteles donde los líderes aparecían con sus mensajes, especialmente aquel que llegaría a hacerse famoso, «Cien años de honradez», o aquel otro, «Por el cambio». Iban a la agrupación, hacían cola mezclando polvos y agua en cubos de plástico y luego salían a la calle con un rollo de carteles y grandes rastrillos e iban pegando un cartel tras otro en las paredes que encontraban vacías. No se consideraba juego limpio pegar carteles encima de los carteles de otro partido, aunque algunos lo hacían.

La técnica era pesada: había que mojar el rastrillo en la cola y embadurnar rápidamente la pared con cola. Luego otro, u otros, desenrollaban el cartel y lo pegaban a la pared. Pero esto no bastaba. A continuación, había que pasar de nuevo el rastrillo empapado en cola sobre el cartel para dejarlo fijo en su lugar. Se trataba de un procedimiento agotador y sucio, y los padres de Mateo llegaban a casa cansados y llenos de cola hasta las raíces del pelo, aunque felices por haber podido colaborar en la lucha política. Ahora los papeles se habían invertido, y eran los hermanos los que esperaban en casa viendo la televisión (ya que, muerto Franco, los Montañés se habían decidido por fin a comprar un aparato) mientras los padres correteaban por las calles como adolescentes y llegaban a casa a las tantas. Solían ir en grupos por el miedo a los fachas, que recorrían las calles de Madrid en busca de rojos para darles palizas. En una ocasión, unos compañeros de la agrupación se separaron del grupo principal y se quedaron solos, dos o tres, y se encontraron con un grupo de fachas que les atacaron con cadenas. Esto sucedió muy cerca de la casa de Mateo, quizá en la misma glorieta de López de Hoyos. El barrio de Salamanca comenzaba allí mismo, y es cosa bien sabida que el barrio de Salamanca siempre ha sido «zona nacional».

—Qué coñazo sois —les decían Mateo y Luis a sus padres—. Qué coñazo le dais a todo el mundo con el PSOE.

—¿Cómo coñazo? Lo que pasa es que a vosotros no os interesa la política.

Padres e hijos decían ahora palabrotas con toda soltura y ligereza: eran las nuevas costumbres de la democracia, especialmente entre las personas de izquierda, especialmente entre las mujeres de izquierda, que ahora fumaban todas y decían todas «cojones» y, mejor aún, «ovarios», porque eso de «cojones» era machista.

—Sois unos pasotas —les decía Isabel a sus hijos, de muy mal humor—. Los dos, sois unos pasotas.

—Pues claro que somos unos pasotas —decía Mateo.

—Pues si todos fuéramos pasotas… —comenzaba su padre, repitiendo una vez más la misma conversación.

—Si todos fuéramos pasotas viviríamos muy tranquilos, cada uno ocupándose de su rollo —decía Mateo.

—El pasotismo es el principio del fascismo —decía su madre, que no había conocido un instante de relajación en toda su vida—. Tú pasas mucho, pero los fascistas no pasan, y vendrán a tu casa y se meterán en ella.

—Pero ¿qué fascistas? —decía Mateo—. ¿De qué hablas? Hay democracia, hay partidos políticos, hay elecciones generales. ¿De qué hablas?

La guerra, que habían vivido sus padres en la primera infancia, les había dejado marcados para siempre. Sin embargo, este tipo de marcas de por vida, ¿no son en cierto modo voluntarias? En Tartarín de Tarascón, de Alphonse Daudet, aparece la maravillosa creación cómica de aquel personaje que había estado en la balsa de La Medusa cuando era un niño de pecho, y se había quedado traumatizado de por vida a consecuencia de aquella experiencia terrible, de la que, como es obvio, no podía tener el menor recuerdo. ¿Serían sus padres unas dolientes víctimas de la historia o serían, más bien, como aquel bebé que estuvo en la balsa de La Medusa?

—Estais siempre luchando —les decían Mateo y Luis a sus padres—, siempre protestando, siempre luchando por algo. Lucháis en el partido, en la Escuela de Idiomas, con los amigos, en casa de los abuelos, en la Casa de Campo. ¡No hay quien os aguante!

—Hay que protestar —decía Isabel, enfervorizada—. Hay que protestar para que mejoren las cosas.

—Protestando no se mejoran las cosas —dijo Mateo—. Protestando lo único que se consigue es que todo el mundo esté de mala leche.

—Pero hay que protestar —le decía su padre, mirando a su hijo con verdadera preocupación—. Si quieres cambiar el mundo, es necesario protestar.

—Yo no quiero cambiar el mundo —dijo Mateo.

Aquella declaración dejó a sus padres patidifusos. ¿Estarían criando a un monstruo?

—Pues entonces, ¿qué quieres? —le preguntó su madre, con cara de vinagre.

—¿Yo? —se preguntó en ese mismo momento Mateo, que probablemente había soltado aquella bomba sin pensar mucho en lo que decía—. No lo sé. Ser feliz.

Los padres se miraron consternados y suspiraron profundamente.

—Es un cínico —dijo su madre, casi en un murmullo.

—Sí, es un cínico —dijo su padre apretando la mandíbula con fuerza, como siempre que se ponía de mal humor.

A partir de entonces, sus padres, que siempre se las ingeniaban para estar preocupados por algo y de mal humor por alguna otra cosa, comenzaron a sentirse muy procupados por el pasotismo de sus hijos y, muy especialmente, por el cinismo de su hijo mayor, y la frase «es un cínico» se convirtió en otro de los estribillos de la vida familiar.

—«Ser feliz» —decía su madre con infinito desprecio—. Sólo los idiotas son felices.

—Qué idea tan curiosa esa de «ser feliz» —decía su padre—. Qué obsesión tienen los jóvenes ahora con eso de ser «felices». Las personas de mi generación jamás hemos pensado en ser felices.

—¿Por qué no? —preguntaba Mateo—. ¿En qué pensábais entonces?

—En ser honrados, en ser trabajadores, en ser responsables —decía su padre—, no en ser felices. Eso de ser feliz es una idea muy egoísta. Sólo los egoístas pueden ser felices.

—Bueno, pues entonces está claro —decía Mateo—. Para ser feliz hace falta ser (a) idiota y (b) egoísta.

—Es un cínico —decía su madre asustada.

—Sí, es un cínico —decía su padre con desaliento.

Era la generación pasota.

«Los jóvenes pasan» o «el pasotismo de los jóvenes» eran frases que se repetían durante esos años de forma obsesiva. También Luis y Mateo eran pasotas. No les interesaba en exceso la política. Todos aquellos ideales exaltados de sus padres les aburrían soberanamente. Llevaban oyendo desde niños lo mal que lo habían pasado sus padres y lo mucho que habían sufrido y lo afortunados que eran ellos al no haber tenido que vivir debajo de las bombas y no haber pasado hambre y, francamente, habían perdido el interés. Sus padres habían tenido vidas heroicas y apasionantes, habían sufrido y luchado, mientras que ellos habían llevado una existencia muelle de «niños mimados» desde su nacimiento. Ni siquiera habían tenido tiempo de luchar contra el franquismo. Ni siquiera habían sufrido la dictablanda de los últimos años. Cuando alcanzaron la edad de salir a la calle con una pancarta gritando, la democracia ya había aposentado sus reales en las Cortes y en la Moncloa y ya no había motivos para gritar ni enarbolar pancartas. No creían en el «futuro» ni en la posibilidad de lograr la justicia universal ni creían que llegara un día en que todos los países crearían una confederación mundial que aseguraría la paz del mundo, ni creían, por supuesto, que un día «la tierra sería un paraíso» como afirmaba tontamente la letra de La Internacional. Sabían que el mundo estaba lleno de silos subterráneos donde se amontonaban bombas atómicas suficientes para borrar todo signo de vida sobre la Tierra y sabían que en el curso de sus vidas, en algún momento, ya dentro de poco, habría una Tercera Guerra Mundial que sería mil veces más espantosa que las guerras anteriores. Sí, pasaban de todo. No querían involucrarse, ni comprometerse, no eran héroes, no eran valientes, no eran luchadores como sus padres, no tenían nada por lo que luchar. Querían disfrutar, ir al cine todas las tardes, leer libros extranjeros. Y fumar. Y beber. Y fumar porros, especialmente porros, petas, canutos, chocolate. El hachís llegaba a España, y junto con esa resina oscura llegaba también toda una cultura de la languidez, del placer, de la evaporación y del olvido. «No future», gritaban los punks.

El lenguaje coloquial sufrió en esos años una transformación espectacular. Era el lenguaje de la generación pasota, probablemente la única marca dejada por esa generación inmensa y lacia en la piedra blanca de la historia. Una transformación del lenguaje coloquial y amistoso que se establecería como nueva coiné y sería heredado por las sucesivas generaciones con mínimas variaciones. Seguramente hubo que esperar al siglo XXI, con la aparición de los móviles, para que se produjera una transformación del español cotidiano de comparable importancia. El lenguaje pasota, pues, que siempre fue visto como un «empobrecimiento» del español, y que quizá lo fue en ciertos aspectos, fue la gran contribución social de la generación de los nacidos en los sesenta, la generación del baby boom, a la historia de la España moderna. Pero la historia avanza precisamente así: mediante una degradación y un empobrecimiento constantes. Pasa la riada del tiempo dejando en las orillas embarradas del mundo toda suerte de cosas hermosas de extraordinaria belleza y elegancia, y arrastra corriente abajo un aluvión de vulgaridades y falsificaciones. Pero con los años, las cosas hermosas ya no parecen tan hermosas, y las novedades pierden su original aire de insolencia y se van tiñendo de dorado. Es el otoño. Sopla la brisa, y uno descubre la intensa relatividad de todo. Cómo lo que fue nuevo una vez, siempre nos parece nuevo. Cómo nosotros nos aferramos a las pavesas de las cenizas, igual que hicieron nuestros padres con sus pavesas. Cómo al mirar las cenizas somos capaces de ver la belleza del cuerpo que fue, y cómo los jóvenes no pueden. Cómo despreciamos las cosas nuevas, igual que hicieron nuestros padres, y cómo todas las cosas son al mismo tiempo nuevas y viejas, porque todo es real y porque el sol que brilla en el cielo es el mismo todos los días. Nos damos cuenta de que no existe la «historia», que sólo existe la vida, y que cuando hablamos del tiempo y de la evolución, del estilo y del valor, hablamos en realidad de nuestra vida, de nuestras esperanzas y nuestras enfermedades. Decimos que los tiempos corren turbios y es nuestra visión la que se enturbia. Hablamos de una hermosa época del mundo y no era la época, sino nuestro cuerpo lo que era hermoso entonces. No vivimos en la historia, sino en nuestro cuerpo y en nuestra imaginación. No es la historia ese rumor y ese rutilar y ese florecer y ese agostarse que percibimos a nuestro alrededor, sino nuestra pequeña historia personal. No es la historia lo que cambia, sino nosotros. Nadie vive la historia, porque cada uno vive solamente su propia vida.